El salar de Torreznos

Torreznos
Foto por Manuel Martín Vicente

Se sabe si una historia es cierta cuando son numerosos los testimonios que convergen en similares acontecimientos. Como es natural, no todos los testigos cuentan dichos acontecimientos de la misma exacta manera, pero en su conjunto, uno puede hacerse una idea aproximada de cómo es el cuento que realmente sucedió.

Este cuento comienza, según varios testimonios, cuando cinco ancianas de Torreznos acudieron a aporrear la puerta de la casa parroquial. En aquel pueblo de Soria, de menos de cien habitantes, llevaban los vecinos varios días alarmados, porque de las alcantarillas manaba una agüilla cristalina y salada. Después de mucho darle vueltas al asunto, las viejas atribuyeron aquel fenómeno extraordinario a algún tejemaneje milagroso que se tuviera el padre Andrés Felipe entre manos.

El padre Andrés Felipe, al que todo el mundo en el pueblo se refería como «el Negrito», era en realidad un negro prieto y talludo que había venido desde el departamento del Chocó, Colombia, para suplir al anterior párroco, el padre Tomás. Por su parte, era el padre Tomás un hombre bueno y austero, tan frugal, que vestía la misma sotana desde los tiempos de su ordenación. Aunque también, pecaba el anciano sacerdote de ser anodino como ninguno, a la hora de promulgar sus homilías. Y es que no eran pocos los parroquianos, de Torreznos y los pueblos aledaños, que no podían evitar echarse una buena siesta durante sus misas, de lo aburridos que eran sus sermones y lo monótono de su voz.

Sucedió que al venerable padre Tomás lo envió el obispo a la residencia para sacerdotes veteranos, a casi cien kilómetros de Torreznos, pueblo del que no se había movido desde que empezó a ejercer su ministerio. No le consultó su superior antes de retirarlo de la circulación, y allá que lo mandó al asilo sin ningún miramiento, como si fuera la imagen de un santo desmembrado y tuerto que ya no merecía sacarse en procesión, al que más convenía olvidar en un polvoriento desván.

Y es que el padre Tomás había empezado a chochear, y no hacía más que decir tonterías en las misas. Cuando al obispo le llegó el rumor, incierto o verdadero, de que en mitad de la misa había amonestado a la octogenaria que hacía las funciones de sacristana, la Florencia, pensó que había llegado la hora de buscarle un sustituto. Según el chisme que llegó a oídos del obispo, el padre Tomás regañó a la sacristana porque llevaba la falda demasiado larga y vestía siempre de triste negro, con lo que así no había manera de encontrarle un novio. Una pena que jubilaran al viejo párroco, pensaron los más sarcásticos de entre los feligreses, ahora que empezaba a ponerle un poco de pimienta a sus prédicas.

No fue sencillo para el obispo encontrar a algún cura dispuesto a quedarse varado en Torreznos, pueblo apartado de todo por el que sólo pasaba un autobús al día, y casi siempre de largo. Y si paraba excepcionalmente, en la parada del pilón, era para recoger a algún forastero despistado, que nadie sabía cómo ni por dónde había llegado. El padre Tomás contó, durante el que acabaría siendo su último funeral en Torreznos, que la víspera había visto un platillo volante sobrevolando por encima y un poco más allá de los trigales. Aseguró también que, al poco del avistamiento, un desconocido con cara de sapo acudió a la parroquia preguntando por su partida de bautismo. Según afirmaron quienes estuvieron en aquel funeral, el padre contó que encontró la partida de bautismo entre los archivos más polvorientos y deshechos de la parroquia, y que lo curioso fue que el nombre y dos apellidos que le diera el hombre coincidieron, letra por letra, con los del primero de los bautizados en la pila bautismal de Torreznos, allá por el año de Nuestro Señor Jesucristo de 1522. La Florencia pidió al padre licencia para hablar, y según su testimonio, esa misma víspera había visto subir, al bus de las tres y media, a un desconocido cuya descripción coincidía en todo con la que el padre acababa de dar: ojos saltones en una cara abotargada de piel sudorosa y salpicada de verrugas, como la de un anfibio incómodo de mirar.

Otro cuento más que trajo al obispo de cabeza, el del extraterrestre con cara de sapo. Había hecho el obispo un surco de dos palmos y medio de hondo en el claustro de la casa episcopal, entre tanta ida y vuelta sobre las mismas baldosas del suelo, la barbilla inclinada hacia el pecho, las manos juntas a la espalda, mientras barruntaba la manera de encontrarle un sustituto al padre Tomás. Cada vez había menos vocaciones, y, por tanto, menos curas salían del seminario, así que le era muy difícil al obispo hallar a alguno dispuesto a entregar sus días de juventud en un pueblito gélido y solitario de la provincia de Soria. No le cupo más remedio que escribir una carta a Roma rogando al papa, más que a Dios, para que hiciera el favor de enviarle algún sacerdote bisoño y entusiasta, con la suficiente paciencia como para aguantar cuentos de viejas. Y con carnet de conducir, eso era muy importante, ya que también tendría que decir misa por los pueblos próximos a Torreznos. En la misma carta indicó el obispo que le daba igual si el nuevo cura se lo enviaba desde la China o desde la remota Australia, pero que hiciera Su Santidad el favor de mandárselo cuanto antes, ya que al cura viejo a quien debía sustituir se le había metido el demonio en la mollera, y había que mandarlo al asilo, para exorcizarlo con gimnasia de mantenimiento y partidas de dominó. Metió el obispo la carta en un sobre de papel verjurado que lacró con su anillo episcopal, y, más tarde, cuando bajó a la calle a comprar el ABC, aprovechó para echar la carta al correo ordinario, en el primer buzón que le vino a mano.

Es así como un buen día llegó el Negrito en el bus de las tres y media, con su alzacuellos y su camisa negra sin una arruga. Acarreaba una sola maleta, de las de ruedines, y bajo el brazo no traía un pan, sino un balón de fútbol autografiado por el mítico guardameta de la selección colombiana René Higuita. Aquel balón era la única herencia que le había dejado su padre al morir, y, tal vez por eso, por ser el único recuerdo material que le quedaba del papá, era incapaz de desprenderse de ese objeto tan aparentemente irrelevante.

Cuando el padre Andrés Felipe era un niño, su padre, en lugar de contarle cuentos para dormir, le describía con todo detalle las formidables jugadas del inolvidable arquero apodado el Loco. Cientos de veces le contó aquella parada en la que René se lanzó al vuelo adoptando una pose de alacrán nunca antes vista en una cancha de fútbol, para, en un visto y no visto, aguijonear con sus talones el balón, que cayó como muerto y desinflado sobre la línea de meta, justo cuando ya todo el mundo iba a cantar gol. Los ingleses, que aquella noche desbordaban el estadio por cientos de miles y que estaban todos muy borrachos, nunca supieron si aquella parada realmente sucedió, o si fue fruto del delirio de su borrachera colectiva. El padre Andrés Felipe, que no creía en ningún tipo de milagros, era muy escéptico respecto a la veracidad de ésta y otras jugadas inverosímiles que le contaba su padre acerca de Higuita. Es más, incluso dudaba de si la firma del balón era auténtica, como siempre le había asegurado su papá. En cualquier caso, aquella pelota era una especie de vínculo sagrado con el más allá, y por eso, a donde quiera que fuera, la llevaba con él. 

«A mí qué vaina me vienen ustedes a contar», fue la monserga que, a bote pronto, salió de la boca del padre Andrés Felipe, cuando las cinco viejas vinieron a importunarle. Parecía el Negrito la imagen viviente de un San Martín de Porres venido a menos y contrariado, bajo la manta que le cubría desde la cabeza hasta las corvas de las rodillas, en un intento vano por guarecerse del frío invernal que hacía aquella mañana en Torreznos. Tal era su aspecto de desamparo, que las cinco beatas se le quedaron mirando boquiabiertas, y más que ninguna la Florencia. No menos embelesada se quedó la sacristana que esas maduras alemanas que viajan a Senegal, cuando por primera vez contemplan la esbelta escultura de ébano que, por días y noches, han venido a alquilar.

Pero no eran caricias ni susurros tiernos lo que andaban buscando las cinco feligresas. Tan solo pretendían que el Negrito les proporcionara alguna pista del origen del manantial salado que anegaba, cada vez más, las calles del pueblo. «Vayan ustedes a hablar con el señor Demetrio», les sugirió el padre. «Experto en aguas ha de ser, pues harto me tiene con la plática repetida de que fue él quien descubrió la fuente de San Saturio, pero que le cedió los derechos de explotación al santo, por toda la devoción que le tiene».

Allí que fueron las cinco feligresas en procesión a la casa del Demetrio, una detrás de la otra, unidas por un cordón umbilical imperceptible, como cuentas de un rosario. Si ni por asomo se les había ocurrido que el Demetrio era quien mejor les podía ayudar en todo este asunto del manantial, era porque la Florencia estaba obsesionada con el padre Andrés Felipe: que si el Negrito pa'cá, que si el Negrito pa'llá. «Ni que quisieras echártelo de novio, a tu edad», le decían las otras, y a la Florencia se le escapaba una sonrisilla nerviosa como la de las adolescentes enamoradas, que no pasaba desapercibida para las otras doñas. Pero vamos a lo que habíamos venido: tenía el Demetrio fama en el pueblo de ser un experto en aguas subterráneas, así que lo más lógico y natural hubiera sido ir a preguntarle a él, en lugar de importunar al padre Andrés Felipe. «El manantial nace en la casa de la Forastera», afirmó sin rodeos el Demetrio. Y para demostrarle a las viejas lo que él ya sabía desde hacía tres días, cogió su varita de zahorí y, siguiendo el curso del manantial salado, las condujo hasta la casa de la Forastera, según las indicaciones que la varita iba marcando. «Ahí la tienen, a la Forastera, llorando sin parar encima del tejado. A ver si entre mujeres se entienden y logran consolarla, porque si no para de llorar nos vamos a ahogar todos en su mar de lágrimas».

Las ancianas empezaron por preguntar a la Forastera acerca del motivo de su llanto. «Lloro porque mis padres han muerto y mi novio me ha dejado. Todo en el mismo día. Nada tiene ya sentido para mí». Las cinco viejas, tan conmovidas como curiosas, quisieron saber más detalles, y entre lágrimas y balbuceos la Forastera les contó que el crucero en que viajaban sus padres había naufragado frente a la costa Amalfitana. La Florencia vino a corroborar que la noticia del naufragio la habían echado en todos los telediarios. Por lo visto, el capitán, un galán madurito de apellido Mastroianni, arrimó demasiado el barco a la costa aquella noche, con el fin, según su propio testimonio, de impresionar a una sirena de la que estaba muy enamorado. Previamente había dado la orden, a uno de sus subalternos, de que hiciera sonar a todo trapo, por la megafonía del barco, la romántica canción de La felicitá, de Romina y Albano. Tan arrobado estaba el capitán con su sirena, que no vio venir el islote que acabó partiendo en dos al crucero de ciento veinticinco plantas. Mientras el crucero-rascacielos se precipitaba raudo hacia el fondo del Mediterráneo, se podían escuchar los gritos aterradores de la tripulación y el pasaje, entremezclados con la empalagosa melodía y letra de La felicitá:  «La nostra canzone d'amore che va, come un pensiero che sa di felicità».

Los papás de la Forastera, que con motivo de sus bodas de oro se habían regalado aquella travesía por las costas de Italia, se ahogaron sin remedio en el naufragio. Nadie sobrevivió, salvo las ratas y el capitán Mastroianni. Tiempo después, contó un reportaje, en el canal más sórdido de la televisión, que los equipos de salvamento encontraron al capitán en medio del islote contra el que estrelló el barco. Lloraba sin consuelo, abrazado a un enorme atún, con la camisa desabotonada y los pelos de su pecho de lobo marino ondeando al albur de la brisa... Aseguró el capitán, tal vez trastornado por el amor, que aquel pez era su sirena, a la que Neptuno había hechizado porque le tenía muchos celos. Los rescatadores llevaron al capitán directamente al manicomio, y a su novia a la lonja, para que fuera subastada como en un mercado de esclavos. La compró un afamado restaurante de Tokio, especializado en ramen y sushi. El capitán Mastroianni terminaría, más o menos, restablecido de su enfermedad mental, aunque ya nunca quiso probar el sushi, pues decía que el sabor le recordaba demasiado a los besos apasionados que le daba su sirena.

«¿Y cómo es que su novio la dejó, justo el mismo día en que se ahogaron sus padres?», preguntó a la Forastera, la más cotilla de las viejas. La Forastera, que en realidad se llamaba Lourdes, había llegado cinco años antes a Torreznos acompañada de su novio Jean Paul, un joven demógrafo francés que tenía dos obsesiones en la vida: hacerse rico plantando bananos, y tener muchos hijos con los que repoblar la España vaciada. El caso fue que los bananos para nada se adaptaban al frío clima soriano, y tampoco Lourdes había logrado quedarse embarazada en todos esos años que llevaban en Torreznos. No fue hasta el día en que se quedó huérfana, que no le confesó a su novio el problema de infertilidad que le venía de familia. Su madre la había tenido ya pasados los cincuenta, y sólo gracias a la intercesión de la Virgen de Lourdes, de la que era muy devota. Por aquel milagroso favor que le concedió la Virgen, su madre le puso aquel nombre de Lourdes, tan francés, pero tan poco chic.

Tal vez Jean Paul hubiera preferido que su chica le mantuviera ilusionado en la esperanza vana de tener muchos hijos, pero decepcionado con tanta sinceridad repentina, la abandonó justo en el momento en el que más estaba necesitada de su cariño y abrazos. Lió el petate y puso rumbo a su país, a la isla de Guadalupe, a ver si al menos en aquel lugar del caribe se le daban bien los bananos.

«Ya no merece la pena seguir viviendo», era el mantra que, en su desconsuelo, repetía la Forastera encima del tejado. «¡Baje de ahí, niña, y pare ya de llorar, que nos está inundando el pueblo!», le recriminaban dulcemente las cinco viejas. Pero cuanto más se lo decían, más ella lloraba. No había manera de hacer entrar en razón a Lourdes: se había empeñado en ahogarse en su propio mar de lágrimas, y no iba a dejar de llorar hasta que lo consiguiera.

«¡Hay que desalojar el pueblo!», ordenó el sargento de la Guardia Civil que comandaba los efectivos que la subdelegación del Gobierno envió para cuidar de los vecinos de Torreznos. «¡Eso, o le pegamos un tiro a esa desgraciada que no para de llorar!». Los vecinos estuvieron de acuerdo con el sargento, en lo de pegarle un tiro a la Forastera. Tuvo que aclarar el sargento que aquella expresión suya había sido una mera manera de hablar. Mas una vez enardecidos, no se calmaron fácilmente los ánimos, hasta que el padre Andrés Felipe puso un poco de sensatez entre la alborotada turba. «No se solivianten de ese modo, mi'jos, y piensen en la gran oportunidad que puede representar para sus vidas la inundación. ¿Acaso el pueblo de Israel no alcanzó la Tierra Prometida tras abandonar Egipto, cruzar las aguas del Mar Rojo y una larga travesía por el desierto?».

Las palabras sosegadas del padre Andrés Felipe amansaron a los vecinos: todos quedaron convencidos de que lo mejor era liar los bártulos y empezar una nueva vida. En realidad, el Negrito estaba deseando marcharse de aquel lugar tan destemplado a otro más cálido, y por eso disfrazó sus palabras de promesas halagüeñas. Los más viejos del pueblo, es decir, casi todos, se marcharon ese mismo día a Benidorm. Pero la sacristana le rogó al padre Andrés Felipe que le permitiera acompañarlo a donde fuera que se marchase. Florencia, a sus 82 años, se había enamorado locamente de el Negrito, y no concebía ya otra vida lejos de él. El padre Andrés Felipe no puso ninguna objeción a la octogenaria: tanto mejor, así tendría alguien para que le planchara las camisas. Cogió su pelota de fútbol y la maleta de ruedines, en la que metió las cuatro o cinco cosas que tenía. Luego, en compañía de la sacristana, se fue a esperar al autobús de las tres y media. Y allí, en su tejado, quedó la Forastera, llorando sola como un gato triste y azul. Hasta que su llanto acabó ahogado bajo las aguas de sus lágrimas...

Lo primero que hizo el padre Andrés Felipe, tras abandonar Torreznos, fue cumplimentar la protocolaria visita a su superior. Le propuso al señor obispo una idea que estaba seguro que no podría rechazar: con su cálida entonación colombiana, le explicó que si le dejaba ir a evangelizar al reino de Marruecos no se arrepentiría, pues pensaba convertir tantas almas musulmanas al catolicismo, que en poco más de diez años le enviaría un aluvión de fieles entusiastas. «Suficientes como para repoblar todas las iglesias y conventos de Soria. Ya verá, su excelencia, pues yo soy bien berraco; tantos conversos le voy a mandar, que le sobrarán candidatos para reponer a todos esos párrocos viejitos que no dicen más que pendejadas». Como nada tenía que perder, el obispo dio el visto bueno y su bendición a los planes del Negrito.

Nada más instalarse en Marruecos, el padre Andrés Felipe pidió audiencia con el rey Mustafá III, para tratar unos asuntos relacionados con un producto que se cultivaba mucho en su país, allá en Colombia, y que él conocía a una persona que era experto en cultivarlo, que podía hacerle ganar mucho dinero a su majestad. Aquel cuento que improvisó el padre Andrés Felipe fue una simple argucia para colarse en el palacio de Dar al-Majzén, con la intención de entablar una primera conversación con el rey de Marruecos. Estimaba el padre que si lograba convertir al rey al Evangelio, su pueblo iría detrás.

Pero cuando el rey de Marruecos escuchó, en perfecto árabe aunque con acento colombiano, los detalles de la propuesta que le expuso aquel negro vestido de cura, le dio tal coraje, que si no lo mandó ahorcar fue porque su hijo, el príncipe Abdalá, intercedió por él. Se había reído mucho el príncipe con la loca historia que contó el padre Andrés Felipe. El Negrito aseguró que, en el centro y un poco por arriba de España, había un gran lago salado que era consecuencia de las lágrimas que había vertido una mujer durante más de tres meses seguidos, y que él conocía al hombre que, de alguna manera, había hecho que aquella mujer llorase tan desproporcionadamente. «Ése es su hombre, mi estimado rey, el experto que puede hacerle ganar una fortuna, mediante el cultivo del banano».

Menudo berrinche, se pilló Mustafá III: había perdido su valioso tiempo escuchando a un mamarracho que le proponía convertir Marruecos en una monarquía bananera. «¡Retírenlo de mi vista, o lo mando ajusticiar!», ordenó a los miembros de su guardia personal. Sin embargo, como al príncipe Abdalá le cayó en gracia el negro cuentista, a espaldas de su padre acordó que lo visitara en palacio de vez en cuando, para que le siguiera contando historias tan de fábula.

Es así como el padre Andrés Felipe empezó a pasearse por el palacio de Dar al-Majzén como Pedro por su casa, aunque no en bata de guatiné ni en calzoncillos, sino más bien disfrazado bajo una chilaba, y sólo cuando el rey Mustafá III estaba ausente. Le acompañaba siempre la Florencia, pues si la dejaba sola en casa decía que se aburría, ya que no tenía amigas porque no entendía el árabe con acento marroquí. El príncipe le pedía al sacerdote colombiano que le contara alguno de esos relatos inverosímiles que con tanto arte sabía contar, y el padre le recitaba pasajes de la Biblia que se sabía de memoria. Fue así como, poco a poco, el Negrito se fue ganando la confianza y voluntad del hijo del monarca alauita. La Florencia, mientras el padre contaba sus cuentos, se entretenía en una cuarto anejo, tomando lecciones de danza del vientre que gustosamente le daban las cinco concubinas secretas del príncipe.

Un buen día el príncipe Abdalá decidió comprobar por sí mismo si aquella historia del lago de las lágrimas era cierta. Cogió prestado el jet privado de su padre y viajó, en vuelo directo, hasta la capital de la provincia de Soria. Luego tomó un autobús de línea medio destartalado, que lo condujo por unos parajes sobrios, vacíos, y silentes... Hasta que, a eso de las tres y media de la tarde, el bus lo dejó junto a un lago. O más bien lo que quedaba de él: allí sólo había un gran salar blanco como el de Atacama. Las aguas, de lo que había sido el lago de las lágrimas, se habían evaporado. En medio del salar se podían reconocer las casas de un pueblo abandonado y como tapizado en sal, y, sobre el tejado de una de las casas, el cuerpo incorrupto de una mujer. O más bien, momificado por el salitre. Cuando el príncipe Abdalá verificó con sus propios ojos la historia de la mujer llorosa, tomó la parte por el todo, y creyó a pies juntillas todos los demás cuentos del padre, los que había sacado de la Biblia.

«¡Envíen a buscar al padre Andrés Felipe!», fue lo primero que ordenó el príncipe Abdalá a sus asistentes, nada más descender del jet, a su regreso a Rabat. En cuanto lo tuvo a tiro, el príncipe pidió al Negrito que lo bautizara, y allí mismo y en ese momento el padre Andrés Felipe lo bautizó con el nombre de Manuel Alejandro, en una fuente con doce leones esculpidos en piedra, que había en uno de los patios de palacio. Después, el príncipe Manuel Alejandro le ordenó al padre que lo dejara a solas, pues debía consultar un asunto muy grave con su nuevo Dios.

«¿Qué vaina tan importante y tan secreta será, como para que el príncipe no me la haya querido contar?», comentó muy disgustado el padre, cuando se encontró con la sacristana. Estaba molesto porque el príncipe Manuel Alejandro se lo hubiera saltado en la cadena de mando, y se hubiera dirigido directamente al Altísimo. «¡Ni que fuera uno un pelaíto deslenguao, como pa'que anden desconfiando!...». 

Lo que pasó fue que el príncipe Manuel Alejandro prefirió no airear demasiado sus intenciones, pues, entre otras cosas, estaba preparando un plan para derrocar a su padre. No tardó ni dos días en llevarlo a cabo. Una vez depuesto el papá lo envío a Soria, allá junto al padre Tomás, para que lo tuvieran entretenido jugando al tute y a la brisca, y no le diera la lata.

Tras autoerigirse en rey, Su Alteza Real Manuel Alejandro comunicó a su amado pueblo la obligación de que todos los musulmanes se convirtieran al catolicismo. «Quien no se convierta será expulsado de Marruecos, y sus propiedades le serán confiscadas». Ante esta prerrogativa tan exigente, los más fieles seguidores de Alá se vieron forzados a emigrar. De entre estos, los más pudientes cruzaron el estrecho de Gibraltar en el Ferry de Tánger a Algeciras, y se metieron de okupas en chalets vacíos de Marbella y Torremolinos, en los que pudieron vivir cómodamente de sus ahorros, ya que estaban exentos de pagar la luz y el agua. A los musulmanes más modestos no les cupo más remedio que cruzar el mar en patera, y buscarse un nuevo oficio para ganarse la vida, como el de jornalero andaluz o el de vendedor de baratillo. Los que menos posibilidades económicas tenían se quedaron en Marruecos, resignados a practicar la religión de Mahoma en secreto.

Por último, el rey Manuel Alejandro ordenó al jefe de los servicios secretos que preparase un comando especial para viajar a la isla de Guadalupe. El comando debía buscar por toda la isla a un francés de nombre Jean Paul, experto en el cultivo del banano. «¡Si no quiere venir por su propia voluntad, secuéstrenlo!».

Un mes después, ya estaba Jean Paul plantando bananos por todo Marruecos. No se le había dado nada mal el oficio de los bananos en la isla de Guadalupe, pero, para su desgracia, no llegó a encontrar ninguna isleña dispuesta a ayudarle en la proliferación masiva de su estirpe. Ahora, en Marruecos, estaba entusiasmado, pues el rey le había prometido tres esposas jóvenes, bellas y fértiles para que viviera en pecado, y hasta 72 vírgenes que le estarían esperando en el cielo, si la monarquía bananera que estaba ayudando a implantar sobrepasaba, en cuanto al producto interior bruto, a las monarquías parlamentarias de los países nórdicos.

Por el momento, las plantaciones de bananos no dieron tanto de sí como para lograr los cuantiosos resultados que deseaba el rey Manuel Alejandro, con lo que sus súbditos siguieron cruzando el estrecho de Gibraltar como en tiempos de su padre, en patera y por miles, rumbo a las costas españolas. Pero ahora, la gran mayoría lo hacían para recristianizar la España atea. Muchos de los que llegaban se dedicaban a predicar, de casa en casa y por la calle, la palabra de Dios, haciéndole competencia a los mormones y los Testigos de Jehová.

De entre los nuevos cristianos que acudieron desde Marruecos, algunos encontraron una oportunidad de trabajo en el salar de Torreznos, cuya sal era muy valorada por los chefs más prestigiosos del mundo. En la misma provincia de Soria, la sal era utilizada para aderezar unas tiras de tocino y piel de cerdo que se freían en aceite de oliva. Tan delicioso era el sabor que les confería la sal de las lágrimas de la Forastera, que los otrora musulmanes pronto supieron apreciar aquellas delicatessen de cerdo churruscado.

Es así como el padre Andrés Felipe dio por cumplida su misión, aunque decidió colgar los hábitos, pues no pudo resistirse a los encantos de la Florencia, que a cada rato le andaba provocando con el sensual contorneo de caderas de la danza del vientre. Ambos se casaron en la mezquita-catedral de Casablanca, con la bendición del obispo de Soria, que la envío por móvil en un mensaje de voz.

Son varios los testigos que aseguran que Jean Paul nunca logró la esperada cosecha récord de bananos que había prometido al rey Manuel Alejandro, pero que fue muy feliz junto a los más de doscientos hijos que le dieron sus tres esposas marroquíes. No faltan tampoco los testimonios que afirman que la Florencia dio a luz a treinta y tres niños mulatos, todos los que le dio tiempo a hacerle el Negrito, hasta que le dio por morirse el día de su santo, a la edad de 114 años. Si fue alguno más los que concibió, o alguno menos, no puede asegurarse con certeza, pues ya se sabe que los testimonios cuentan más o menos lo que sucedió, aunque no de la exacta manera a como ocurrieron de verdad.

Comentarios

  1. Jajajajajaj, la Forastera, La Florencia y los santos padres de Torreznos. Qué disparatado y divertido.
    Un abrazo Miguel

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    1. Disparatado, sí, ésa es la palabra. Fruto, el relato, de un delirio. A veces la mente se me desboca, sin que lo pueda remediar.

      Gracias por pasarte por aquí, leer y comentar. Un abrazo, Loles.

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  2. Anónimo3:40 p. m.

    Menudo lío, casi disparate, peto lo que me he reído con el curso y la sacristana, les cundio el tiempo. Mui bueno para reírse . Kjjjj

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