El último de los cuentos
Foto por Aamir Javed |
Amanece en la ciudad olvidada. Malo sería que no amaneciera. De la ciudad excavada en roca, apenas queda un minúsculo vestigio de lo que fue. Todas las cuevas quedaron deshabitadas hará dos milenios, salvo la de una pareja de ancianos que, como un terco anacronismo, se resisten a la lógica del reloj de arena.
Un alacrán se despereza, dejando su rastro efímero sobre esa arena que se lleva el viento. El señor Rachid sale de su casa cueva y se echa un cigarrillo a la boca. Su esposa Fátima no le permite fumar en el interior. Él se lo consiente, que le impida fumar dentro de la casa cueva. Prefiere no discutir con ella. El señor Rachid es, ante todo, un hombre tranquilo y de pocas palabras. Además, sabe que tiene todas las de perder, si le lleva la contraria a su esposa. Enciende el cigarrillo con su mechero de yesca dándole la primera calada. Antes de pegarle una segunda observa la punta incandescente, borrosa ante sus ojos gastados por la edad y el polvo del desierto. Levanta luego la vista nublada hasta el cielo despojado de nubes y le da la tercera calada al pitillo, profunda e insondable, como el mismo cielo que mira, no como sus pensamientos, por lo general bien simples. Cavila el señor Rachid si fumarse todo el cigarrillo ahora o reservarse la mitad para después. Es el último que le queda.
Habrán pasado casi cuatro horas desde que amaneció. Ahora el señor Rachid se resguarda del impenitente sol a la sombra de la enorme pared de arenisca, junto a un famoso bajorrelieve de los tiempos de Matusalén. A su lado, su burro siembra de boñigas la arena. Andan a la espera de los turistas, a ver si por fin hoy alguno se acerca a contemplar el bajorrelieve milenario. Tampoco es que vengan demasiados: la ciudad más cercana, Al-Mirez, está en la otra punta del desierto, a más de cien kilómetros de distancia. A pesar de la lejanía, le parece muy extraño, al señor Rachid, que haya transcurrido ya cerca de un mes desde que llegó el último grupo de turistas. No sabe que ninguno aparecerá ya. Desconoce que su esposa, el burro, sus cuatro o cinco cabras y él mismo, son los únicos habitantes de la Tierra. Eso sin considerar los alacranes y demás pequeños bichos, capaces de sobrevivir por aquel paraje árido.
Rebuzna el burro de puro aburrimiento, y bosteza el señor Rachid a la par que rebuzna el burro. Por entretenerse en algo, mientras llegan o no llegan los turistas, suele tejer artesanías con hojas de palmera (el señor Rachid es quien teje, el burro solo sabe rebuznar). Almacena ya tantas de estas artesanías en su casa cueva, que hace unos días decidió dejar de tejerlas, hasta ir liquidando existencias. Además, ya encontró su mujer la excusa perfecta para hacerle la guerra: que si le tiene la casa tan llena de trastos, que aquello parece la cueva de Alí Babá, y que si patatín, y que si patatán. Se le acumulan las artesanías al señor Rachid porque los turistas no terminan de llegar nunca. «¿Pero dónde se habrán metido?», se pregunta. Están todos muertos. Hará como tres semanas que una guerra atómica tuvo lugar entre las naciones más poderosas, pero eso ahora no viene al caso. Las artesanías se las ofrece a los turistas el señor Rachid a cambio de unos cigarrillos, o de un par de billetes. Es casi para lo único que necesita el dinero el señor Rachid: para comprarle tabaco a los mismos guías que conducen a los turistas hasta aquel lugar tan remoto. Para todo lo demás, el señor Rachid y su esposa son bastante autosuficientes. No tanto el burro ni las cabras, que dependen al completo de la voluntad de su amo. Le apetece ahora mucho fumar al señor Rachid, y se arrepiente de no haber dejado ese medio cigarrillo para después. Le pone de muy mal humor, el no tener tabaco. Además, desde que no mata el tiempo tejiendo sus artesanías, se le hacen la mañanas eternas...
Fastidiado y aburrido, decide regresar a la casa cueva, a ver qué le tiene preparado Fátima para comer. Recoge todos esos cestillos y máscaras que expone sobre la arena, los que ningún turista vendrá a comprarle, y los guarda en unas alforjas de esparto que cuelgan del burro. Antes de subirse al burro, de las mismas alforjas toma un pequeño odre que contiene agua. Lo fabricó él mismo con la piel de una de sus cabras, que con sus mismas manos degolló. Son como una raíz esas manos, retorcidas y despaciosas, pero con mucho tesón. El señor Rachid bebe agua del odre: está caliente, como meado de cabra. Ya podría ser Coca Cola con un par de cubitos de hielo, pero hasta allí no llega ningún camión repartidor. En cualquier caso, están todos muertos, los repartidores de la Coca Cola y los del hielo seco. Cada cubito se evaporó, cuando aquello de la conflagración atómica; no quedó una sola botella, ni una lata de Coca Cola sin reventar. Pero ¿qué le importa al señor Rachid, que se hayan extinguido las cocacolas y derretidos los polos Ártico y Antártico? Su burro y él sólo beben agua, lo mismo que Fátima y las cabras. Un agua que extrae con gran esfuerzo el señor Rachid, de un pozo muy profundo.
Termina de saciar su sed el señor Rachid, y se encarama al burro. «¡Arre!», le jalea, en la misma lengua en la que Alá dictó el Corán al profeta Mahoma. Como el burro no le entiende, o no le quiere entender —tal vez sea ateo—, le hostiga el señor Rachid en los ijares, a ver si así lo convierte al movimiento. Parece que no quiere andar hoy el burro, por más que le dé repetidos golpecitos con sus talones curtidos y desnudos. No es que lleve los pies descalzos el señor Rachid, sino que sus alpargatas, abiertas por detrás, le dejan el talón al aire. Estarán muy gastadas esas alpargatas, pero son las únicas que no quedaron churruscadas, tras la hecatombe nuclear. Ni una zapatería queda ya en pie, ni en Al-Mirez, ni en ninguna otra parte. A Fátima le es indiferente que no queden zapatos de su talla, puesto que siempre va descalza.
Sigue sin querer caminar el burro, anda que no es terco. Será que no camina porque se cree muy importante. Distinguido no será, pero sí de una raza en peligro de extinción: es el único que queda de su especie. Vuelve a azuzarlo en los ijares el señor Rachid, y por fin se pone en marcha.
Podría decirse que le sirve de lazarillo el burro al señor Rachid, pues demasiado poco ve el anciano con sus corneas arañadas. Para lo que hay que ver... Bajo las alpargatas que pendulan sin tocar el suelo, según avanza el burro, todo es arena. En lo alto, muy por encima del turbante del señor Rachid, el cielo es de un azul tan monótono que resulta indiferente verlo más o menos desenfocado.
El guía de cuatro patas va poco a poco conduciendo a su amo hasta la casa cueva. Menos de un kilómetro a ritmo cansino, hasta el otro extremo del cañón de donde se encuentra el bajorrelieve. Tiene el bajorrelieve unas figuras talladas que son dignas de ver: tres reyes ancianos, escoltados por sus tres camellos, que parecen ofrecer sus presentes a una hermosa mujer con el torso desnudo. Aunque el señor Rachid percibe las figuras desenfocadas, las recuerda perfectamente. Sobre todo la de la mujer con los pechos al aire. A Fátima esa talla en concreto le parece demasiado impúdica: «Tantos siglos de civilización, para que venga una antigualla a exhibirse con tanta desvergüenza», repite siempre. Si por ella fuera, hace tiempo que hubiera demolido el bajorrelieve por entero, incluidos los camellos. No opina lo mismo su marido, que está encantado con tener una vecina de tan excelso busto, a solo un paseo en burro de su casa. Además, sabe el señor Rachid que el bajorrelieve es la principal atracción que vienen los turistas a buscar. A veces, mientras los espera, palpa los tibios senos de arenisca pulida. Según se dice a sí mismo, lo hace para no olvidar los detalles. Si supiera Fátima que anda manoseando los senos de otra mujer, dinamitaría no solo esa, sino cada una de las sensuales esculturas que se exponen en museos y monumentos. En realidad no sería necesario que se tomase tanta molestia: la Venus de Milo, y todas esas esculturas femeninas ligeras de ropa, son ya poco menos que polvo de tiza.
Prosigue el borrico el camino de vuelta a su aire desganado, y se contraría el señor Rachid: a ese paso no van a llegar nunca. Por extraño que parezca, el cielo se está empezando a cubrir de unas nubes oscuras, negrísimas. «Solo faltaba eso, que me pillara una tormenta en mitad del camino», masculla el señor Rachid. Un milagro será que llueva... Por si acaso, arrea de nuevo al burro el señor Rachid, a ver si lo convence de que avive el paso.
Por fin llegan burro y amo a su destino. Lo primero que hace el señor Rachid, nada más entrar en la casa cueva, es destapar la cazuela de barro en la que Fátima anda preparando la comida. «¿Otra vez garbanzos y berenjena?», protesta. Parece que el septuagenario no aprendiera nunca, mala cosa lo de cuestionar las decisiones de su mujer. «¿Pues qué quieres, si hace tres semanas que ninguno de tus hijos se digna a hacerle una visita a su madre?». Aunque los dos ancianos se las apañan sin más ayuda que la de Alá, agradecen las viandas que, de cuando en cuando, les traen sus hijos desde la cuidad. «¡Que parece que ya no se acordaran de una!...», se lamenta Fátima. «Porque una madre será para cien hijos, pero cien hijos no son para una madre», remata.
No son cien los hijos de Fátima, sino cuatro. Todos varones: Mustafá, Karim, Mohamed, y Jorge Roberto. Uno de ellos es adoptado: se lo dejó olvidado un turista. Pero para Fátima todos son iguales, que para eso los crió con el mismo amor e idénticos regaños. Emigraron los cuatro a Al-Mired y allí viven sin que les falte un capricho, por ejemplo un kebab o una cocacola bien fresca. En realidad ya no viven: fallecieron no hará ni un mes, los cuatro de un golpe de calor. Pero su madre, como es una ignorante que ni tele tiene para informarse, despotrica de todo: «Claro, que la culpa de que no vengan mis hijos es de tus nueras, que les tienen el seso comido», le calienta la cabeza al marido. El señor Rachid, harto de tanta cantinela, sale a la entrada de la casa cueva a echarse un pitillo, como tiene por costumbre cuando se siente agobiado. En seguida cae en la cuenta de que no le queda tabaco. Al final su esposa va a tener razón: si hubieran venido sus hijos, no le faltarían esos cigarrillos que siempre le traen. Suspira con melancolía el señor Rachid... Mientras está o no lista la comida, decide acercarse a la cueva corral, para a echarle de comer al burro y a las cabras.
Pero antes se acerca al pozo, para sacar agua con la que reponer los bebederos de las bestias. Es una tarea pesada para un anciano, el tener que izar el cubo desde tan hondo, desde allá donde se encuentra el agua. Tira y tira con resignación de la cuerda el señor Rachid, y, como el burro, parece que no llega nunca, el preciado elixir de la vida. Hace años, cuando sus hijos eran unos niños, casi podía tocar el agua con la mano desde lo alto del pozo. Pero el nivel freático fue descendiendo, de un modo alarmante en los últimos años. El señor Rachid se vio obligado a disminuir la superficie de cultivo en su huerto, así como el número de cabras de su rebaño. Pese a las estrecheces, y por más que sus hijos les insistan que se vayan a la ciudad a vivir con ellos, el señor Rachid y su mujer no se plantean morir en otra parte más que en ese territorio árido que los vio nacer. Ni la ciudad fue hecha a su medida, ni ellos a la de la ciudad.
Alcanza por fin el cubo lleno de agua el señor Rachid, y vierte su contenido en una espuerta de cuero. Cuando termina de trasegar el preciado líquido levanta la mirada al cielo, para dar gracias a Alá. Tal vez no aprecie cada uno de los detalles de esos feroces borregos que son las nubes, pero intuye su creciente negritud. «¡Ojalá caiga un diluvio!», reza a su dios. Rara es la vez que Alá accede a sus peticiones hídricas; tan tacaño es que ni cuando por sobre la cabeza del anciano se extravía alguna nube termina premiándole, ni siquiera con una ligera llovizna. «Que sea lo que Alá quiera», recita en modo automático el señor Rachid. Luego toma la espuerta de agua y se encamina a la cueva corral.
Vierte el agua de la espuerta en los bebederos de los animales, y se encarga de que tampoco les falte el alimento. Rumia el burro su ración, y con idéntica tranquilidad el señor Rachid sus pensamientos, mientras observa a las cabras. Le recuerdan a su mujer, en el ahínco con que se se disputan el mejor lugar en el comedero.
Ha llegado el turno de reponer fuerzas, para el señor Rachid y su mujer. Sentado en el suelo, el marido espera hambriento mientras la solícita esposa acerca a la mesa la olla con el guiso que ha preparado, el cuenco del pan, un poco de queso y unos dátiles, y la fuente en que servirá el guiso. Sitúa la fuente en el centro de la mesa, junto a la olla. Ya al fin se acomoda en el suelo, frente al marido, y con un cazo sirve en la fuente el potaje de garbanzos y berenjena.
«¿Solo hay este pan?», quiere saber el señor Rachid. «Se acabó la harina», resuelve sus dudas su mujer. Los dos comen de la misma fuente, y entonces el señor Rachid se acuerda de las cabras. Mientras van dando cuenta del guiso, sienten el murmullo del inusual festín de lluvia que está sucediendo afuera. «¿Está lloviendo?», se pregunta con escepticismo el señor Rachid. Se incorpora y sale de la casa cueva. Fátima continúa mojando sopas en la fuente, ya casi no queda pan.
Un monumental aguacero disuelve la incredulidad del señor Rachid. No tarda en ponerse bajo el caño de aquella ducha prodigiosa. Tampoco se demora su esposa, en cuanto asoma la cabeza por la puerta de la casa cueva, unos instantes después. Es una mezcla de ceniza y agua lo que cae del cielo, algo más oscura y densa que el tradicional barrillo al que están acostumbrados en el desierto. En realidad no tan acostumbrados, porque pocas veces sucede el fenómeno de la lluvia, y menos de aquella manera tan torrencial. Pocas veces ocurre también que esos dos viejos encuentren algún motivo para ofrecerse una sonrisa, pero está sucediendo ahora, que les salga de dentro, y como si nada, lo de alterar la rutina de su aspereza natural. Se devuelven una mirada cómplice, la que habían reservado para un día excepcional. El señor Rachid abre y alza sus manos en señal de gratitud: «¡Gracias Alá, por la lluvia!»
Es lluvia radiactiva lo que cae. Las nubes negras, que como jinetes del Apocalipsis han estado paseándose impunemente por cada cada rincón del planeta, recordaron que existía una ciudad olvidada, y por fin se acercan a cumplimentar su visita al señor Rachid y su mujer. Los dos septuagenarios estarán muertos en un par de días. Eso a Alá no le importa, porque es ateo: hace tiempo que dejó de creer en el hombre. Tampoco a su mujer le tiene fe. Además, el señor Rachid y Fátima son ya demasiado viejos, como para que Alá ande demasiado preocupado, con lo que tiene que hacer. De momento, eso sí, está llenando el pozo del señor Rachid con agua ponzoñosa, para que al menos el frugal anciano se lleve una última satisfacción antes de morir. Ya verá luego Alá si decide amnistiar al burro y a las cabras. Los alacranes, seguro que se van a salvar, y el bajorrelieve de la mujer con los pechos desnudos, que quedará intacto para que lo admiren esas generaciones venideras que no vendrán. El que seguro no lo contará es quien les cuenta este apocalíptico relato. ¡El último de los cuentos! Así que me marcho, que comienza una nueva era, y, como digo, Alá tiene mucho que hacer. Hasta la próxima. En realidad, no habrá próxima. Dios bendiga a Alá.
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