El Día del Juicio Final

Bola de discoteca, con sus reflejos
Foto por Travis Nep Smith

Fui llamado a los cielos justo el último día, el del Juicio Final, junto a otros tantos seres que habitábamos en ese momento la Tierra. Millones de almas, qué digo millones, quintillones, o incluso más, estaban allí ya, a la espera de que diese comienzo el juicio definitivo, tan apretados todos, los que acabábamos de llegar más los que esperaban desde tiempos inmemoriales, como gas a presión dentro de una bombona de butano, y eso que éramos incorpóreos. Tantos éramos, que aquello parecía, más que las puertas de la Gloria, las de El Corte Inglés, en el día en el comienzan las rebajas.

Poco antes, estaba yo tan tranquilo en la entrada de mi cueva, disfrutando del día soleado mientras buscaba la rima perfecta a un poema de amor no correspondido, mi entretenimiento habitual, por no decir mi condena. De repente, un gran estruendo, que parecía venir desde lo más alto, me sacó de mi ensimismamiento. El estrépito procedía de las las trompetas de Jericó, que venían a anunciar el fin de los tiempos. El cielo pareció resquebrajarse, y del mismo cielo descendió una descomunal lengua como de fuego, que churruscó la Tierra con todos los seres que contenía, incluido yo y el principio de mi poema, que quedó para siempre inacabado. De los cuerpos carbonizados fuimos ascendiendo las almas hasta los cielos, muy lentamente, como sin prisa, lo mismo las de los buenos que las de los presuntos malos. Así, poco a poco y en revoltijo, fuimos llegando las almas al cielo, sin prisa alguna, como digo, pero en un continuo fluir y no parar.

¡Menudo follón que se armó al cabo de un rato, tal vez un milenio, pues el cielo no es que quede precisamente a la vuelta de la esquina! Algunas de las almas recién llegadas intentaban saltarse la fila, por mera costumbre a lo que solían hacer sus cuerpos en la vida terrenal. Los ángeles no daban abasto, tratando de encauzar tanto caos. «¿Quién da la vez?», pregunté en tono burlesco. «¡Ya llegó el gracioso de turno!», dijo el Árcángel Grabriel. «¡Ande, calle y circule, y no diga más tonterías!», me ordenó, blandiendo su espada de fuego de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, así como hacen los guardiaciviles que regulan el tráfico en la autopista, tras un largo puente de vacaciones.

Por fin se detuvo el espeso fluir de la colada de almas en procesión ascendente. «¡Es que a quién se le ocurre convocarnos a tantos el mismo día!», pensé, y mi pensamiento resonó con voz de ultratumba por sobre las cabezas de las lenguas de fuego, o lo que fuéramos ahora las almas, algo así como vaporcillos de colores indefinidos, cada una viraba a una tonalidad e intensidad diferentes en mayor o menor grado, en función del gusto y personalidad de cada cual. Mi alma era una combinación entre el rosa palo y el aguamarina.

«¡Por favor, los que acabáis de llegar no intentéis colaros, que os conozco, que algunos sois unos listos!», se escuchó por fin la voz de Dios. «¡Además, os va a dar igual, porque los últimos seréis los primeros, así que dejad de empujar!». Y entonces, las almas que poco antes trataban de colarse hacia adelante, empezaron a hacerse las remolonas.

A continuación, el Arcángel Miguel anunció que el Juicio Final iba a dar comienzo. Era éste un señor más bien rechoncho y calvo, con aspecto de funcionario del Ministerio de Hacienda más que de ángel. Nada que ver, con el imaginario según lo pintan.

De entre el suelo de nubes, emergió una descomunal pantalla esférica con millones de caras o más, dispuestas como las facetas en el ojo de una mosca. El conjunto se asemejaba, más bien, a una bola de discoteca hipergigante. Cada una de las facetas de aquel gran ojo que todo lo muestra (la Gran Bola de la Verdad), era una especie de plasma de televisión. Desde cualquier parte y ángulo del cielo se podía ver, bien clarito, alguna de estas pequeñas teles de alta definición, que en realidad eran descomunales, pero en comparación con la bola madre parecían tan diminutas como células microscópicas. Chascó Dios los dedos y se encendieron a la par aquellos televisores, y, en perfecta sincronía, empezaron a mostrarnos la película de la vida de Adán y Eva. Las trompetas de Jericó, dispuestas en círculo alrededor y apuntando al centro de la multitud de almas, hacían la función de altavoces.

La película, a mi parecer, era mejor que el libro. Mucho más entretenida. Con bastantes más detalles, porque como no había ninguna prisa (teníamos toda la eternidad por delante), pasaron la vida completa. Algunas cosas ya se sabían, por el libro: que si Dios, mezclando su saliva con un poco de polvo, creó barro, y a partir del barro modeló a Adán, y, que como lo vio ocioso y aburrido tomó una de las costillas del Adán, y estirándola, así como hacen los niños con la plastilina, empezó a darle forma a Eva.

¡Menudos gritos daba el Adán, cuando sin anestesia ni miramientos le arrancó Dios la costilla! Claro que, pronto se olvidó del dolor, en cuanto se dio cuenta de que Dios le estaba modelando una compañera. Al principio no quedó muy satisfecho con el regalo, porque Dios no estuvo muy diestro, que le quedó su artesanía un poco como obra de Picasso, algo parecido a un botijo pero con dos pitorros. Y como sintió Dios el mohín de disconformidad que el Adán le puso, en un par de retoques le remodeló el botijo, para que fuera más de su gusto. «¡Hala, a retozar los dos por el Edén!», dijo Dios, cuando dio por terminada a Eva, la primera mujer, con todos sus detalles y complementos.

Y vaya si retozaron, la Eva y el Adán... Al principio, su vida parecía una película pornográfica: que si por delante, que si por detrás; que si ahora me pongo yo encima y tú debajo, y después probamos también del derecho y del revés... Muchas de las almas se escandalizaban con tanta inverosímil postura, y las mamás y papás trataban de impedir que las curiosas almas de sus hijos pudieran percibir aquellas imágenes tan explícitas. Pero no había manera de que poner censura a lo que mostraba la Gran Bola de la Verdad. Las más puritanas de entre las almas se preguntaban si acaso el infierno iba a consistir en todo ese bochorno que ahora sentían. «Si esto es como un documental de animales», trataba de conformarlas Dios. Pero no lograba convencerlas.

Por mi parte, he de reconocer que disfrutaba mucho con el documental. Había pasado demasiado tiempo encerrado solo en mi cueva, nada más que acompañado de una cabra que me servía de sustento, retirado del mundo y tratando de olvidar a una mujer preciosa que no me había correspondido. Pero en vez de olvidarla, malgasté mis días componiéndole versos compulsivamente. Un desatino mi vida entera, y justo ahora empezaba a darme cuenta, mientras miraba lo bien que se lo pasaban la Eva y el Adán.

Luego la película mostró lo que más o menos todos sabemos, aunque no exactamente como lo cuentan los libros sagrados. Por lo visto, el Arcángel Lucifer, que era el más voluptuoso de los ángeles, decidió unirse al ardoroso entretenimiento que mantenían, día sí, día también, las dos concupiscentes primeras criaturas del Señor. Y eso que Dios le había advertido al Adán que por nada del mundo le dejara catar, a Lucifer, las manzanas de Eva. Supimos más tarde, al ver la película de su vida, que fue un timorato exégeta el que tergiversó los verdaderos hechos de la historia de Adán y Eva. Incluso se animó a poner algo de su parte, con lo que al final el cuento verdadero quedó algo desvirtuado. El caso es que cuando Dios pilló al Arcángel Lucifer solazándose entre la floresta con los otros dos, le entró tal cólera como a un demonio, y decidió expulsar a los tres del Paraíso: «¡Por mis Santos Cojones, que a partir de ahora os vais a enterar de quién soy Yo!». 

Desde ese momento, la película de Adán y Eva tuvo un giro dramático: se volvió más terrenal y sufrida. Lucifer, al quedarse sin empleo, anduvo pateando latas por aquí y por allá, sin otra ocupación más que dar por culo y malmeter a los humanos.

Después de la película de la vida de Adán y Eva, pasamos a ver la de sus hijos, Caín y Abel, y a continuación la de sus nietos, el hombre de cromañón y el de neadertal. Y así, de generación en generación, la Gran Bola de la Verdad nos fue revelando los detalles más íntimos y secretos de cada una de las almas que habían habitado en la Tierra a lo largo de los siglos. Era como si una cámara oculta nos hubiera estado espiando desde el nacimiento hasta la muerte, y ahora pusiera en evidencia, ante los demás, cada una de nuestras virtudes y mezquindades. Nuestras vidas se habían convertido en un reality show televisivo, tan sin censura, que ni nuestras partes íntimas eran pixeladas.

Quien más, quien menos, sentía una enorme vergüenza cuando sus debilidades y secretos eran desvelados. Es entonces cuando comprendimos que el infierno iba a consistir en afrontar nuestra auténtica realidad, sin adornos ni maquillajes. La verdad cruda y sin cocinar, de lo que habíamos hecho o dejado de hacer en vida. Ningún comportamiento, bondadoso o despiadado, escapaba ahora del ojo escrutador de las demás almas, y con esas miradas, puestas sobre nuestros cogotes, tendríamos que aprender a vivir por toda la eternidad. Porque ¿quién no había tratado de ocultar algún escabroso detalle sobre su vida? A partir de ahora, no habría secretos para nadie.

El marido infiel fue descubierto por su mujer, y el mentiroso quedó retratado como un alma en la que no se podía confiar. Los licenciados que habían copiado su tesis fin de carrera perdieron toda su credibilidad, y los que hacían trampas jugando al tute se quedaron sin amigos.

Las clientas de una frutería obtuvieron, por fin, la evidencia de que, tal y como sospechaban, el frutero manipulaba la báscula para cobrarles de más. El tesorero de un sindicato, que hurtaba a escondidas la cuota que pagaban los afiliados, fue visto como un traidor por sus camaradas. Luego resultó que algunos de los más indignados se habían escaqueado de sus obligaciones, robándoles el tiempo a los afiliados que decían defender.

El espíritu del padre Cándido quedó por los suelos, cuando se enteró de que su monaguillo predilecto le sisaba parte de la recaudación del cepillo. Quedó muy decepcionado, con todo el amor que se profesaban a escondidas en la sacristía. Aquella debilidad suya, en su edad tardía, la consideraba el padre como una pecado venial; sin embargo, casi todas las almas la vieron como una romántica aberración.

Ya nadie pudo ver con los mismos ojos a la adorable ancianita que recogía gatos abandonados de la calle, aparentemente tan amable y atenta, siempre dando a probar a sus vecinos su riquísimo conejo al ajillo.

Todos vimos la doble vida que llevaba aquel telepredicador americano, el que desde su púlpito despotricaba a todas horas contra los fornicadores. Tenía tan engañadas a cada una de sus diez amantes, que todas se pensaban que eran la única.

Se descubrió también, que la ecologeta rubia del quinto, que en realidad no era rubia, sino de bote, era quien había ocasionado el tremendo atasco en las bajantes de su comunidad. Por lo visto, tiraba por el inodoro las toallitas húmedas con las que se desmaquillaba. Se supo también que utilizaba un consolador a pilas, en vez del tradicional, y mucho más ecosostenible, método manual.

A nadie le causó sorpresa que el caudillo de Rutilandia, ese gran hombre que se habían nombrado a sí mismo como el más patriota de entre los patriotas, hubiera sido el principal expoliador de su remoto y desconocido país. Las ingenuas almas que en vida habían sido adeptas acérrimas a aquel dictadorzuelo, ahora lo evitaban, cuando se lo cruzaban por los Jardines del Edén. Suficiente infierno suponía para aquel patriota, que ni los perros que antes comían de su mano quisieran ya tratos con él...

También vimos muchas películas sobre la vida de los santos. Por lo general, eran muy aburridas, aunque al menos ahora ellos podían mirar de frente a las demás almas sin que el vaporcillo de sus espíritus se ruborizase. En ese aspecto, lo mismo sucedía con las putas y los actores porno: como en vida ningún detalle íntimo habían escatimado a los ojos de nadie, poco tenían ahora que esconder y de lo que avergonzarse.

Y por fin llegó mi turno. He de reconocer cierta vanidad, cuando las trompetas de Jericó anunciaron mi nombre, con toda la pompa de una estrella holliwoodiense: «¡Tararí!: ¡Juan Nepomucemo del Amor Hermoso!».

Pese a que me precedía una fama de hombre frugal e inofensivo, mi reputación quedó bastante dañada, cuando la Gran Bola de la Verdad terminó de pasar la película de mi vida. Y todo fue por comerme a la cabra que me hacía compañía. Estaba yo reconcentrado en mis papeles, componiendo uno de mis versos, cuando alcé la vista y la sorprendí ahí delante, mirándome de frente como ella solía mirar, mientras rumiaba unas hierbas. No sé por qué, aquella mirada impasible, unida a la mueca bobalicona de su boca al rumiar, me recordaron a cierta expresión de la Maruchi, la mujer por cuyo amor no correspondido había yo decido retirarme del mundo en mi cueva. Agarré mi cuchillo y maté con saña a la cabra, y, aún en caliente y cruda, la devoré, con el ansia de un animal hambriento y feroz. De alguna manera, fui empujado por cierto instinto, como si así fuera a liquidar también, de una vez por todas, el recuerdo tóxico de la Maruchi. Pero aquel gesto primitivo y salvaje, atávico diría yo, no me sirvió de nada...

No me curé de aquella loca pasión mía por la Maruchi, hasta que vi la película de su vida en la Gran Bola de la Verdad que todo lo muestra. De menuda trastornada me había librado... Resultó que aquella mujer, a la que yo había dedicado mis días y noches y más de mil poemas, era un bicho de cuidado, una neurasténica manipuladora que había hecho la vida imposible a los tres hombres y dos mujeres con los que había convivido. ¡Qué vergüenza, que todas las almas supieran ahora que había desperdiciado mi existencia, tratando de amar a una desequilibrada!...

Pero aquella desazón mía no era nada, en comparación con la que les tocaba soportar a otras almas. «¡Mirad, ahí va el imbécil poeta enamoriscado que se comió a su cabra de aquella manera!», me señalaba alguien. «¡Pues anda que tú, que abandonaste a tu anciana madre en el hospital, para irte de vacaciones a un camping!».

Y en esas estamos a día de hoy en el Paraíso, cada alma sobrellevando nuestras vergüenzas lo mejor que podemos. Y así estaremos, in sécula seculórum, amén.

Comentarios

  1. Jajajajajaja. Ay la Marcha! La palabra neurasténica me ha remontado a mi infancia. Cuando se juntaban más madre mía mis tías era el insulto que d scalificaba a cualquier monada con ínfulas de señora de tal.
    Esa descripción del cielo y el infierno me parece bastante verosímil. Te lo digo ahora antes de que nos veamos en las alturas, por si me muero de vergüenza y te rehuyo.
    Un abrazo Miguel. Feliz Año!

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    1. La Marcha no, la Maruchi, el corrector 🥴🥴

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  2. Ajú con el corrector. Cuando se juntaban mi madre y mis tías...

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    1. A mí me suena, que la primera vez que leí la palabra "neurasténica " fue en "Pequeño teatro", una novela que Ana María Matute escribió en 1954, lo cual concuerda con lo que dices, de que fuera una palabra muy en uso en cierta época de tu madre y tías. Claro, que igual la leí en otro libro. El caso es que me llamó mucho la atención, por la fuerza sonora de la palabra. Yo creo que nunca antes la había usado.

      Feliz Año para ti también Loles. Y ya veremos, si en el cielo nos rehuimos o qué...

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