El mar de Castilla

Puesta de sol sobre un campo de cultivo castellano
Puesta de sol sobre el mar de Castilla, por veteporlasombra

Los pajaritos se lanzaban ladera abajo en dirección al río Tajo, con la esperanza de que el encuentro precipitado con la brisa les ofreciera un poco de refresco. Pero lo que la brisa insuflaba en sus plumajes era puro aire abrasador. Se consolaban, entonces los pájaros, buscando refugio en la copa de alguno de los numerosos árboles de la urbanización, ajenos, en sus gorjeos desganados, al devenir bullanguero de los veraneantes que se daban un remojón a esa hora de la tarde, bien en las piscinas, o cuanto menos aprovechando el chorro improvisado de una manguera.

Ya aliviados del calor, e indiferentes a su vez al canturreo de pájaros y de alguna ocasional chicharra, los veraneantes se disponían a merendar. Eso si no andaban aún durmiendo la siesta, pues, dentro de las casas, todavía quedaba algún remolón ensopado en sudor, despatarrado por algún sofá, cama o camastro.

En una de las parcelas de la urbanización, de las situadas en lo alto de la ladera, el eco de una canción, interpretada por los Machucambos, esparcía un aroma de nostalgia y sal marina entre los melocotoneros, ciruelos, y demás frutales que bordeaban la zona próxima a la alberca:

Cuando calienta el sol aquí en la playa,
siento tu cuerpo vibrar cerca de mí.
Es tu palpitar, es tu cara, es tu pelo,
son tus besos, me estremezco, oh, oh, oh.

Era un viejo disco de cuando el abuelo de Mateo anduvo trabajando en Francia, allá por los años 60. Ahora la mamá de Mateo lo había escogido al azar entre una pila de discos polvorientos que el abuelo había abandonado en el garaje, junto a un sinfín de cachivaches, incluido el tocadiscos estereofónico en que giraba y giraba el viejo vinilo de los Machucambos.

—Yo no sé qué voy a hacer con tanto trasto —le decía la mamá de Mateo a su mejor amiga—. Pondré un anuncio en Wallapop, o lo arrojaré todo directamente a la basura.

Le repetía también a la amiga, por enénisma vez en el fin de semana, que aunque la suya más que una piscina pareciera una alberca, en cuanto se le diera un buen repintado y acoplase una depuradora, el suyo quedaría como un chalé de categoría.

—Es que mi padre, como sólo la utilizaba para regar el huerto, la tenía muy descuidada. Era un indómito, y más desde que murió mi madre. Cualquiera le decía nada... Pero lo que yo te digo: con una buena manita de pintura, a la piscina y a todo, esto se revaloriza.

Y la amiga asentía, no sin cierta envidia.

Tampoco sabía la mamá de Mateo qué iba a hacer con el palomar. Aquella estructura circular, prominente cual atalaya mora, y no menos intrusa que un ovni al que le hubiera dado por aterrizar en medio de la parcela, la había levantado el abuelo con sus propias manos: ladrillo por ladrillo, paletada de cemento tras paletada, teja por teja. Aparte del huerto, la dedicación a sus palomas había sido su principal entretenimiento, tras llegarle la jubilación.

—Por mí derribaría el palomar mañana mismo. Pero para algo servirá, aunque sea para guardar porquería.

Eso sí: tras la muerte del abuelo, ya no lo iban a echar de menos sus consentidas palomas. Habían sido desalojadas de su morada por el método sumarísimo de la aniquilación total. Por orden de la mamá, el papá de Mateo había mezclado matarratas con el grano con el que el abuelo las alimentaba. Por supuesto que ese detalle se lo escamoteó la mamá a su mejor amiga. Hubiera sido de mal gusto entrar en esas menudencias, ahora que tocaba ofrecerles un refrigerio a sus invitados, en la zona embaldosada aneja a la alberca.

—¿Y Mateo qué, no viene a merendar? —preguntó la amiga.

—¿Mi hijo? ¡Ahí lo tienes con el móvil, que parece que con eso se alimentara!

—Pues está bien alto.

Bien espigado era Mateo, desde luego, y tan rubio y blanco como un adolescente nórdico. Había buscado refugio a la sombra del palomar, sentado en el escalón de acceso. Al margen del corrillo de los adultos y de los pájaros, del cielo completamente azul y de la música de los Machucambos, andaba el adolescente embebido en la pantalla de su teléfono móvil, contemplando el voluptuoso baile de una chica que tendría poco más de sus 14 años.

—¡No sabe hacer otra cosa en todo el día! ¡Mateo —le gritó su madre—, deja el puñetero móvil de una vez y vete a dar una vuelta por la urbanización, a ver si te echas algún amigo!

A buenas horas, se iba a echar Mateo algún amigo, en aquel lugar en medio de la nada castellano-manchega, más nada, si cabe, que la propia nada. Tal vez hubiera tenido alguna posibilidad cuando era un crío, si las visitas al abuelo y a su complejo residencial hubieran sido más frecuentes. Pero desde que enviudó, el abuelo se volvió demasiado hostil y maniático en sus cosas, así que la madre de Mateo siempre había evitado las incursiones en aquel territorio comanche, por más que el único indio salvaje que por allí habitara fuera su padre. Pero un salvaje siempre es un salvaje. No obstante, Mateo desprendió los ojos de las sugerentes caderas de la joven aprendiz de bailarina, le devolvió una mirada entre hostil y resignada a su madre, y procedió a cumplir sus absurdas órdenes: abandonó la sombra del palomar y se encaminó, con toda su desgana, hacia la gran puerta corredera por la que se accedía a la parcela.

El portón gimió dos veces: la primera, cuando Mateo lo descorrió para salir de la parcela. Dos pájaros, que medio dormían sobre un olivo del huerto, echaron a volar sobresaltados. Por segunda vez gimoteó el portón cuando Mateo lo empujó para cerrarlo. Miró el muchacho a un lado y a otro de la carretera que tenía delante: lo mismo le daba tirar para la izquierda que para la derecha, pues por ningún lado se intuía un alma, amiga o enemiga. La quietud de la tarde era apenas interrumpida por los consabidas conversaciones entre aves y chicharras, y por el torpedeo intermitente del escape manipulado de una moto que sonaba a lo lejos. Mateo escogió tirar para la izquierda. Como ninguna novedad parecía prometer el paseo, volvió a sumergirse en la pantalla de su móvil, otra vez más pendiente del mundo virtual que de la realidad que le rodeaba.

Avanzaba el adolescente por sobre la línea discontinua que dividía los dos sentidos de la carretera, entre un muestrario de muros de obra y alambradas revestidas de vegetación, que lo observaban con su misma indiferencia. Cada portón de acceso, a cada parcela, también estaba construido de una manera distinta, según la posibilidad y antojo de cada propietario: los había de hierro forjado, con retorcidos barrotes que terminaban en punta, y otros fabricados con paneles de chapa soldada a una estructura de metal, o también los que eran una simple alambrada a la que se le echaba el cierre con una gruesa cadena y un candado. Enanos sin Blancanieves, caballitos rampantes, tortugas amuermadas y cristos de rostro mustio, estratégicamente situados sobre los muros y pilastras de algunas de las parcelas, hacían la función de inútiles vigías. En otras, sin embargo, unos cartelitos de amarillo chillón y carentes de pomposidad, eran los encargados de disuadir a los visitantes indeseados para que, por su bien, no traspasaran los límites de la propiedad: «Cuidado con el perro», advertían. Y en una parcela semiabandonada, la de un propietario moroso, había un letrero amarrado con alambres, en el que a pesar del óxido aún se podía leer: «Securitas Direct. Alarma con aviso a Policía».

Tan embobado iba Mateo con lo que sucedía en la pantalla de su móvil, que ni siquiera hacía caso al ladrido de los perros desquiciados que alborotaba a su paso. No percibió tampoco a los tres críos (dos niñas y un niño) que andaban jugando en una de las orillas de la carretera, hasta que los tuvo prácticamente delante. Cuando alzó la vista del móvil vio que le estaban mirando como tres mochuelos diurnos y curiosos, con los ojos bien abiertos y casi sin parpadear.

—Hola —dijo Mateo, pues sintió que aquellas miradas le conminaban a saludar.

—Hola —respondieron a coro los tres mochuelos.

Juan se llamaba el varón de aquella minúscula cuadrilla de tres. Llevaba una gorra azul con la visera hacia atrás, y estaba sentado en una silla plegable, de las de asiento y respaldo de tela y estructura metálica. Sostenía una caña de pescar. Tras saludar a Mateo, Juan volteó la cabeza y siguió a lo suyo, que no era otra cosa sino rebobinar el carrete de la caña de pescar. Frente a él, el lugar hacia donde había lanzado el sedal de pescar: una amplia parcela sin alambrada ni vivienda alguna, apenas cubierta con vegetación agostada y unos pocos arbustos, más restos dispersos de basura y algún escombro. Mateo no entendió nada:

—¿Qué haces con esa caña de pescar?

—¿Pues qué va a hacer?: pescar —respondió, con el ceño fruncido, la mayor de las niñas. Su nombre era Rosa, y parecía que le hubiera molestado lo obvio de la pregunta.

—¿Tú eres nuevo por aquí, no? —quiso saber Juan, sin dejar de rebobinar el carrete.

—Sí, estoy ahí pasando el fin de semana, en la parcela donde hay un palomar que se ve desde fuera.

—¡Ah, donde vivía el viejo que se murió! —dijo Juan.

—¡Obvio! —puntualizó igual de enojada Rosa— Si vivía es que se murió. ¡Menudo cascarrabias, era el viejo! 

Luego la niña bajó su voz tajante, como si temiese que el muerto la fuera a escuchar:

—Yo creo que estaba un poco pirado —dijo, apuntando a su cabeza con el dedo índice en círculos.

—El típico loco solitario que hablaba con las palomas —habló por fin Aurora, la otra niña.

Aurora llevaba un trapo blanco anudado a la cabeza que le impedía ver, e, igual que una niña ciega, se ayudaba de un palo en la mano para tantear el espacio.

—Era mi abuelo —dijo Mateo.

La confesión de Mateo tensó por unos segundos el ambiente, y se hizo el silencio.

—Pues se ha quedado una buena tarde para pescar —rompió el silencio Aurora, oscilando la cabeza a un lado y a otro del cielo, como si fuera capaz de ver los dibujos caprichosos que formaban las inexistentes nubes.

Tampoco comprendía Mateo el juego que se traía aquella niña, parecido al de la gallinita ciega:

—¿Y tú, por qué llevas los ojos vendados?

—Se está entrenando para los obstáculos de la vida —se anticipó a responder Rosa—. Total, para lo que hay que ver... ¡Basura, nada más que basura por todas partes! Mira.

Agarró Rosa, por el asa metálica, un cubo azul de plástico que estaba junto a Juan, para acercárselo a Mateo, y que éste pudiera comprobar por sus propios ojos todos los restos de basura que el cubo contenía. Se notaba a la legua que a la niña el asunto de la basura le ponía bastante furiosa, aunque este nuevo enfado tampoco añadía ninguna novedad a su rictus ceñudo. Tenía el cabello muy negro, tan repeinado hacia atrás, que parecía que su larga trenza se la hubieran tensado demasiado. Tanta tensión, acrecentaba su aspecto malhumorado.

—Y esto lo hemos recogido en lo poco que llevamos aquí esta tarde. ¿A qué sí, Juan?

Juan hizo un gesto afirmativo, sin dejar de rebobinar el carrete. Cuando terminó de recoger el sedal, Mateo pudo ver el gran gancho metálico que, en lugar de anzuelo, tenía anudado al extremo del hilo de nailon. Luego, con gran maestría y sin levantarse de la silla, Juan zarandeó la caña de pescar de atrás hacia adelante, y arrojó el gancho bien lejos, a las profundidades del secarral que tenía en frente.

—¡Una pena, en lo que se ha convertido este mar!... —añadió entre suspiros Aurora.

Mateo miró estupefacto al descampado.

—¿Pero qué mar, si esto es un solar vacío?

Los tres niños voltearon a la par sus cabezas hacia Mateo.

—¡Ahora! Pero aquí, dice mi padre que cuando él era pequeño se podían pescar hasta truchas —dijo Juan, que había dejado por un instante de rebobinar el carrete.

Antes de responder, Mateo se ofreció a sí mismo una sonrisa sarcástica.

—¡Sí, ya! ¡Además, si las truchas son de río!

—Pues no serán tan de río, porque esto es un mar, ¿te enteras? —respondió Rosa, con una vehemencia, como si se estuviera jugando la vida en la defensa de sus argumentos—. ¡El mar de Castilla! Que aunque esté un poco seco, a veces se ven hasta sirenas.

Mateo se echó una mano sobre la cabeza y se agarró su pelo ralo y rubio, tratando de disimular, detrás del brazo, su enorme sonrisa de descreído.

—Yo no pierdo la esperanza de pescar alguna, por más seco que esto esté... —dijo Juan.

—¿Una sirena? Porque ésas, más bien te pescan a ti —le advirtió Rosa.

—¡No, una trucha! No pierdo la esperanza de pescar una trucha.

—La esperanza es lo último que se pierde... —intervino Aurora.

El manido dicho que pronunció Aurora contrarió, una vez más, a Rosa. Tanto, que terminó tomándose cada respuesta de su amiga como si estuviera en una discusión:

—Pues yo no tengo ninguna esperanza, y menos en el mañana. ¿Con toda la porquería que hay por todas partes? ¡Dios!, ¿qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos?

—Yo no pienso tener hijos. Si acaso, un perrito.

—¿Un perrito? Mejor uno grande, de los que muerden, para que te defienda.

—O uno lazarillo, de esos marroncitos claros.

—¡Mirad, mirad, que parece que ha picado algo! —interrumpió la discusión Juan.

Con gran sorpresa, Mateó pudo ver cómo la punta de la caña de Juan se había tensado. El pescador se había incorporado de su silla, y rebobinaba el carrete con cierto esfuerzo.

—¡Juaaaan! —se escuchó gritar a lo lejos.

—Juan, te llama tu padre —le anunció Aurora.

 —¡Qué pesado es! —dijo Rosa.

—¡Es mi madre, la pesada! —puntualizó Juan—. A mi padre le da todo igual. ¡Y justo ahora viene a molestarme, cuando pican! ¿Qué quieres? —gritó a su padre Juan.

—¡Que dice tu madre que vengas a merendar! —gritó desde lejos el papá de Juan.

—¡Dile que ahora no puedo, que estoy pescando una trucha!

—¡Vale, pero no tardes demasiado, que luego tu madre se enfada!

El papá de Juan se dio media vuelta y se perdió más allá de la verja de entrada de una de las parcelas.

—¡Mierda, parece que esto se ha enganchado! —se lamentó Juan.

Ahora la punta de la caña se arqueaba más y más, según Juan trataba de rebobinar el carrete. Pero el sedal no daba más de sí.

—¡Anda, Aurora, ve a ver qué es lo que ha picado! —ordenó Rosa.

Agarrándola por los hombros, Rosa condujo a su amiga hasta el bordillo próximo, que delimitaba la carretera con el descampado. Aún la ayudó a sortear el bordillo, hasta que la invidente se adentró, por sí misma, en ese secarral del mar de Castilla, tanteando con el palo cada matojo de hierba y cada trozo eventual de porquería.

—¡A la derecha! ¡A la izquierda! —corregían a voces Rosa y Juan, la errática trayectoria de su amiga.

Mateo observaba incrédulo el espectáculo que, gratuitamente, le estaban ofreciendo aquellos tres. A la larga, estaba siendo más entretenido que cualquiera de los vídeos que veía en su móvil.

Al final Aurora, harta de tropezarse y dar tumbos sin éxito, se quitó la venda que le impedía ver.

—¡Ya lo tengo, no tires! —dijo Aurora, mientras trataba de desprender el gancho de un arbusto, y el supuesto pez que había mordido el anzuelo.

—¿Qué es, qué es lo que ha picado? —preguntaba ansioso Juan.

—¡Que no tires de la caña!

—¡Si no estoy tirando! ¿Pero qué es lo que ha picado?

Aurora no respondió todavía. Algo traía en la mano, pero, aparte de su color rojo, Juan no podía identificar, en la distancia, si aquello era una trucha o más basura. Terminó de rebobinar el sedal, nervioso por la falta de información. Mientras, Aurora, iba tronchando la hierba seca que encontraba en su regreso, a mandoble limpio con el palo.

—Mala suerte: era un trapo —dijo al fin Aurora, al reencontrarse con sus amigos.

—¡Qué rabia! ¡Siempre la misma porquería! —protestó Rosa.

Aurora, a su manera, trataba de ver el lado positivo de la situación: tapándose de nuevo la vista, esta vez con el trapo rojo que había encontrado en el descampado.

—Anda, espera, que yo te ayudo—, le conminó Rosa.

Tras echarle una mano con el nudo, Rosa pasó una mano por delante de los ojos de su amiga, para comprobar si realmente veía o no.

—¿Qué tal me queda? —preguntó Aurora.

—Psss... —torció el gesto Rosa—. Por lo menos, es de material reciclado...

Luego Juan, que ya andaba plegando su caña de pescar, le hizo un gesto a Marcos y señaló a lo lejos con el dedo, a modo de un navegante descubridor.

—¡Mira, por aquella orilla vienen las sirenas!

Mateo miró en la dirección que Juan le indicaba. Dos chicas adolescentes, como de su edad, jugaban a hacer equilibrio por sobre el bordillo. Eran Elena y la Mari. La primera sostenía en una mano un pequeño altavoz portátil de color azul, que amplificaba el sonido de su teléfono móvil. Según se aproximaban, se podía medio descifrar la letra contraída de la canción de Jhay Cortez que venían escuchando:

Tú t'as dura sin ir al gym, taco Louboutin,
maquillaje de Sephora, panti de Supreme.
Tu celular y tu corazón tienen PIN,
por nadie llora, a to'a la' relacione' pone fin.

—¿Qué, listo? ¿Te pensabas que era mentira lo de las sirenas? —arremetió Rosa contra el ensimismamiento de Mateo. —Pues ándate con cuidado: si te llevan con ellas, ya no volverás...

Pon un momento, Mateo sopesó si concedía alguna credibilidad, tanto a aquella visión como al augurio de Rosa. Al menos las sirenas parecían de verdad. A diferencia de él, los muros y alambradas que bordeaban la carretera no hacían el menor caso a los ombligos al aire de las dos sirenas, ni a sus camisetas y pantalones ajustados. Sí una paloma torcaz mostró gran atención a la confortabilidad del enhiesto y mullido moño de la Mari, que parecía ideal para la crianza de sus polluelos.

Las dos sirenas se apearon del bordillo, en cuanto advirtieron a la cuadrilla de niños mirándolas. A partir de ese momento, sus andares se volvieron cimbreantes, contagiados por el ritmo machacón de la música. Poco a poco, con un flow de bailarinas que caminaran en el plano secuencia de un videoclip, llegaron a donde estaban los niños.

—¿Qué, cuántos han picado hoy, enanos? —dijo la Mari, alzando la voz por encima de la melodía.

—Ninguno. Nada más que porquería, como siempre —se lamentó Juan.

—¿Y qué esperabas, pescar un tiburón? —dijo Elena.

Las dos adolescentes, en perfecta sincronía, soltaron una enorme risa algo impostada.

—¿Y éste? ¿Es tu primo? —quiso saber la Mari, señalando a Mateo.

—No. Es nuevo en la urba —respondió Juan—. Su abuelo era el viejo que vivía donde el palomar, el que se murió hace poco.

—¿Quién, el loco de las palomas? —dijo la sirena Elena.

Las dos muchachas se reinterpretaron en sus risas burlonas.

—Sí, a mi abuelo le gustaban mucho los pájaros —aclaró Mateo, como si se excusara.

—¿Y es verdad, lo que dicen por ahí, de que se lo encontraron todo picoteado por las palomas? —preguntó con descaro la Mari.

—Jo, tía, que morbosa —dijo Elena.

Y de nuevo el jajajá de las dos sirenas.

—No les hagas caso. Son unas imbéciles —dijo Rosa, irritada.

—Pues como tenga que haceros caso a vosotros tres... —dijo la Mari—. Son un poco raritos estos niños, ¿sabes? —le advirtió a Mateo.

—¡Anda, deja a la niña amargada ésa y vámonos de una vez! —dijo Elena.

La sirena Mar le susurró algo al oído a su amiga. Tuvo que repetirle el mensaje, dado lo alto de la música. Elena miró a Mateo y se sonrió. Luego le devolvió un gesto afirmativo con la cabeza a su amiga.

—¿Oye, quieres venirte a dar una vuelta con nosotras? —preguntó la Mari a Mateo—. Hemos quedado con unos amigos.

Mateo dudó. Miró a Rosa, como si necesitara que aquella niña le concediera el permiso para ir con esas dos chicas tan monas. Pero por respuesta, sólo encontró su acostumbrado rostro ceñudo, mirándolo fijamente y sin pestañear.

—Bueno, vale. No tengo otra cosa que hacer... —dijo Mateo.

—Pues hala, ahí os quedáis, enanos —se despidió Elena, que era la que parecía llevar más prisa de las dos sirenas.

Ya de espaldas a los niños, las dos sirenas volvieron a echarse una buena risotada. Mateo las siguió a un par de metros de distancia, como un perrillo obediente. Volteó la cabeza hacia el grupo de los tres niños, como si esperase de ellos cierta comprensión. Luego aceleró un poco el paso, para seguir más de cerca a las dos sirenas.

—Ya no volveremos a verle más el pelo... —se lamentó Juan.

—Parecía tan majo —suspiró Aurora.

—Tan majo no será, si las ha preferido a ellas antes que a nosotros —protestó Rosa—. ¡Cuánto las odio! ¡No soporto esa música que escuchan todo el tiempo!

—Pues a mí me gusta —dijo Aurora, como olisqueando la música más allá del trapo rojo que le cubría los ojos. No percibió la mirada fulminante que le echó Rosa; alguna ventaja tenía que tener el no poder ver.

Las dos sirenas y Mateo ya se perdían a lo lejos de la carretera. También la música:

¿Cómo se siente, cómo se siente?
Baby, del uno al die', yo te doy un veinte.
Contigo nadie gana por má' que comenten.
Hoy e' noche de sexo, llamé pa' verte.

—Bueno, yo ya me tengo que ir —dijo Juan, con la caña y la silla ya plegadas—. A ver si mañana hay suerte y pescamos una trucha. O mejor un nuevo amigo. Adiós.

Y se marchó en dirección a la parcela en la que se había metido su padre.

—Yo también me tengo que ir —dijo Aurora, tanteando el suelo con su bastón de ciega.

—¡Espera! Llévate la basura y tírala al contenedor, que te pilla de camino.

Rosa le pasó el cubo de basura a su amiga. Aurora empezó a caminar en dirección al bordillo.

—¡Te cuidado, que te vas a chocar! —dijo Rosa, cuando ya su amiga se había trompicado con el bordillo.

Rosa tuvo la cortesía de enderezar a su amiga, en el rumbo correcto hacia su casa. Se quedó observándola hasta que llegó a la altura del contenedor.

—¡A la derecha! ¡Justo a la derecha; ahí lo tienes, el contenedor!

Aurora tanteó con el palo sobre el contenedor de basura. Abrió la tapa, y vertió el contenido del cubo. Luego, por fin, se quitó la venda roja de la cabeza y la arrojó también en el contenedor.

—¡Hasta mañana! —se despidió Aurora desde lejos.

Con la mano en alto, Rosa le devolvió un gesto desganado de adiós a su amiga. Después se volteó hacia el secarral. Sus cejas, su mirada, su semblante todo, compusieron un inusual gesto de melancolía. Ahí delante estaba el sol, contemplándola, sobre el telón de fondo del cielo, dudando si empezar a ponerse ya, más allá del horizonte de ese mar de Castilla, para darle una tregua en su sequedad. Dudó la niña de sus sentimientos, y echó a correr hacia su casa...

Comentarios

  1. Me ha encantado Miguel !!!!!.Un abrazo pleno de gratitud!!!.

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    1. Gracias Mónica por dedicarme tu tiempo, que este relato era especialmente largo. Me alegra que te haya gustado. Me quedé con la espinita de no haber realizado el corto, porque primero escribí un guión y esa era mi idea. Pero con el relato he podido desarrollar detalles que en el corto ni hubieran aparecido. Como suele decirse, el libro siempre es mejor que la película, y con eso trato de conformarme.

      Un abrazo igual de grato para ti.

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  2. Las truchas del secarral se fueron alguna vez tras las sirenas. Pero Juan llegará a ser buen lanzador de anzuelos. A Rosa la veo metida en política, y Aurora, la intrépida, convertida en cualquier cosa que se proponga. En cuanto a Mateo, tan obediente a su madre, a las sirenas... Ojalá dé con alguna buena.
    Me gusta cómo recreas el calor y la solitaria hora de la merienda en verano. Casi me he subido yo también a la tapia y le he pedido a Juan que me deje lanzar el gancho-anzuelo.
    Un abrazo Miguel

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    1. Sí, dan ganas de volver a ser de nuevo niño, por la vida despreocupada, y sobre todo por ese sinfín de posibilidades que te depara la vida, como bien proyectas para cada personaje.

      Gracias y un abrazo, Loles.

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