Pajaritos
Foto por Thibault Martin-Lagardette |
Los chinos, más que no enterarse de nada, entienden lo que les interesa. Lo que una servidora no entiende es por qué los gerifaltes, de la cadena de supermercados en la que trabajo, no hacen algo contra los chinos, para que no se lleven todas las ofertas. Es que no tiene sentido, creo yo, poner en descuento, por ejemplo, las cocacolas, para que luego venga la china de la tienda de al lado, llene el carrito, y deje a dos velas el estante. Que digo yo, que también a los demás clientes les gustará comprar la Coca Cola rebajada. ¡Pues si quieren Coca Cola, que vayan a comprarla al chino! A mí plin, lo que decidan los amos del supermercado. Ellos sabrán lo que hacen, si tan listos son...
Lo único que sí me da por culo, es el lío que me arman los chinos en la caja, a la hora de pagar. Me traen un manojo de tickets descuento, y entiéndete tú con ellos, en su idioma o hablando como Tarzán: «Sí, tique ponel ahí Coca Cola, y otlo éste también, y aquí otlo pa celveza Mao». Y la fila de clientes detrás resoplando, mientras la china se hace la sueca, cuando la digo que sólo se vale un tique por persona: «¡No te hagas la tonta, que ya te lo he dicho montones de veces!». Pero tienen varias tarjetas, la del marido, la hija y la abuela, y con eso hacen la trampa.
Y no son sólo los chinos, los que te la arman en la caja. Viene gente de ésa, a la que le regalan vales de comida en Cáritas o en la Cruz Roja, y todavía quieren llevarse detergente, pañales de bebé, o cosas así, que no son comida: «¡Eso no son alimentos, señora!, ¿tan difícil es de entender?». Y también están los viejos... Esos, son los peores. No se enteran de nada, y encima hay que gritarles porque están medio sordos: «¡Señor, que el precio de descuento es si se lleva dos, DOS PAQUETES!». Y dale, y dale que te pego el viejo, con que sólo necesita un paquete...
Me está matando la salud, esta mierda de trabajo. Que si consistiera sólo en pelear con los clientes, bueno, vale, a mi no me achanta nadie... Pero es que a una no le queda tiempo ni para mear, de todas las tareas que tiene que hacer. Cuando no estoy en la caja, estoy reponiendo artículos a contrarreloj en los estantes, porque los gerifaltes escatiman en personal, ya se sabe: «Señorita Mar, acuda por favor al pasillo de los lácteos», me reclama por el megáfono el jefe de tienda, y ahí va la Mar con el mocho a fregotear el estropicio que ha armado algún subnormal al que se le ha caído una botella de leche. Y para colmo, el tocapelotas del jefe sacándome la puntillita a cada rato: que si he puesto tal o cual artículo del revés, porque «todo tiene que estar mirando correctamente, Mar, que si no los clientes no aprecian los productos en detalle». ¡Menudos águilas son los clientes, como para que no vean bien clarito lo que les interesa, aunque lo coloque boca abajo! El jefe me pone enferma, «Mar esto, Mar lo otro»; me va a desgatar el nombre de tanto usarlo. ¿Pues no se empeña, el maniático, en que antes de echar la comida caducada al contenedor, lo dejemos como una patena? Que ésa es otra: ya nos la podrían dejar llevar a casa, si las fechas de caducidad son aproximativas... Pero nada por el bien de los trabajadores: todo hay que tirarlo al contenedor, por más que tenga buena pinta.
«Dale bien con lejía al contenedor, Mar, y echad sólo comida caducada, no la mezcléis con el resto de basura». Así, todos los días, qué tío más pesado y repetitivo. ¡Pero si se va a mezclar todo cuando los basureros viertan el contenedor al camión de la basura. Pero claro: es muy fácil dar órdenes absurdas, cuando uno no tiene que hacer el trabajo sucio...
Mi compañera, la Carmen, casi siempre se escaquea, de lo de la limpieza del contenedor de los alimentos caducados: «¡Carmen, vamos, que ayer lo limpié yo, no seas tan lista!». A la cabrona la he visto escupir dentro alguna vez, de pura rabia que la entra por tener que hacer ese asqueroso trabajo. Ganas de escupir me dan a mí también, pero a ver si me va a pillar el jefe, y con lo gilipollas que es, seguro que me pondría de patitas en la calle...
Aparte de eso, me entiendo bien con la Carmen. Qué remedio, si somos las últimas esclavas de este sistema... Nos las apañamos, la mayoría de las veces, para hacer coincidir nuestros turnos, que con los otros compañeros no me llevo tan bien. Que ni tan mal tampoco. Pero, por ejemplo, la Delci me pone de los nervios, que parece que no tuviera sangre en las venas, como casi todos los ecuatorianos: «¡Vamos, Delci, bonita, date brío y vente de una vez para la caja, que mira el gentío que tengo y yo sola no doy abasto!». Luego está Manu, el chaval, que está aún más empanao que la Delci. Es lo que pasa con los jóvenes, que como no tienen experiencia no se enteran de nada, y como encima no están acostumbrados a trabajar parece que anduvieran todo el día medio cansados. Me da a mí que al Manu lo van a largar uno de estos días. Éste no llega a comerse el turrón, no, que no será el primero ni el último al que le cortan el cuello antes de Navidad. Por eso, mejor hacer el turno de mañana con la Carmen, aunque nos toque aguantar al pedorro del jefe, que también trabaja de mañana.
Lo mejor del día es cuando llega el relevo a eso de las dos: una horita, y para casa. Primero hay que cuadrar la caja, que si falta más de la cuenta le toca a una reponerlo. Y si sobra, no te creas que te lo quedas: aquí todo son ganancias para los dueños del supermercado. Luego, ya casi a lo último del turno, es cuando tenemos que sacar el contenedor de los alimentos caducados. «¡Venga, vamos, Mar, que ya pasan dos minutos de y 45, y aún no habéis sacado el contenedor!» ¡Como si pasan 20, joder, que en todo tiene que ser cuadriculado el hombre éste!
Así que ahí va la Mar para fuera con el puto contenedor, cuando ya sólo quedan 15 minutos para terminar la jornada. Empieza entonces el gran espectáculo de todos los días...
Yo no sé de dónde salen, pero por todas direcciones aparecen, todas esas personas a rebuscar comida en el contenedor: la vieja alta y flaca vestida de negro, con su amiga la mora rechoncha, la del pañuelo en la cabeza. Parecen don Quijote y Sancho Panza, en versión femenina. También están el barbas mugroso, y la borracha que viene con la hija, también con pinta de borracha... Esos nunca faltan. Otros, sólo aparecen de vez en cuando, aunque casi siempre los mismos. Sólo de vez en cuando se ve alguna cara nueva, que yo soy muy buena fisonomista y me los conozco a todos. El jefe de tienda se queda ahí controlando toda la operación desde la puerta. Con lo estirado que es, quién lo diría, que hasta parece que se se le cambia la cara viendo a toda esa gente repartiéndose la comida, igual que si estuviera mirando pajaritos comer de su mano. «¡Venga, vamos, no pelearse que hay pa' tos!», es lo que yo diría, si no estuviera ahí el jefe mirando todo ese festín con su cara de bobo.
Y ya por fin llega el momento en que una se libera del uniforme, y se pone el disfraz de persona. Todavía me toca esperar, casi siempre, a la Carmen, porque se retoca las pestañas y el maquillaje en el cuartucho en que nos cambiamos. ¡Dios, qué mujer tan presumida, o qué ganas de hacerse la interesante justo a la hora de salir! O será que quiere seducir y robarme al marido... Manolo sale también del trabajo a la hora de comer, y como le pilla medio de paso me viene a buscar. En el BMW, que a quien Dios no nos dio hijos, el diablo nos regaló un buen coche. Bueno, en realidad nadie nos ha regalado nada; bien que doblamos el lomo cada día mi marido y yo, en nuestros correspondientes trabajos. Nos recoge Manolo a la Carmen y a mí, sólo cuando nos toca el turno de mañana; si por algo nos toca el de tarde, no nos queda más remedio que regresarnos a casa en el autobús, qué fastidio.
Cuando ya por fin nos montamos en el coche, todavía queda algún pajarito rezagado buscando algo de comida en el contenedor. Me dan ganas de bajar la ventanilla y gritarle: «¡Hay que espabilar y venir tempranito, si quieres llevarte la mejor presa!». Pero para entonces estoy tan molida, que simplemente me recuesto en el asiento y le advierto a la Carmen: «Mañana te toca a ti limpiar el contenedor, que ya estoy más que harta de que me toque a mí casi todos los días». Entonces mi compañera, toda indignada, parpardea como una marquesa, con sus pestañas erizadas...
Hace años, en uno de los supermercados al lado de mi casa, se notaba que las pobres empleadas trabajaban al límite. Todo era muy patético: los estantes desabastecidos, los clientes, yo mismo... Pero estaba bien de precio. Una de las cajeras era de armas tomar. La anécdota de los chinos es real. Repetidas veces la vi regañarlos en voz alta, mientras ellos defendía sus trapicheos con los tickets descuento. Un día le montó un pollo a una mujer que traía un vale de comida de servicios sociales, porque se quería llevar detergente o algo así (igual eran las normas). Los viejitos se liaban con las ofertas, y como sólo había una cajera atendiendo a la vez se formaban tremendas colas de clientes cabreados. Sin embargo, esperando mi turno en la fila, yo disfrutaba mucho, como quien toma nota en un circo romano. Claro, que también alguna vez me salpicó la sangre. Un día, en que estoy tapando el pin de la tarjeta, me dice la cajera, con su voz de pito: "¡Pa que lo tapa, si nadie le va a ver el número secreto!". Otro día me dijo: "Es usted muy amable" (al relato le falta que le haya puesto un poco de humanidad en su persona. Con la otra empleada ecuatoriana, por ejemplo, se llevaba aparentemente bien). Me sorprendió también, otro día, que al salir del trabajo se montó en un pedazo de coche que conducía un hombre. No me encajaba, tanto sacrificio en un trabajo inmundo para invertirlo en un cochazo (cosas mías).
ResponderEliminarEn el supermercado de al lado, sucedía lo de la recogida de comida caducada. Había siempre una vieja alta y una mora rechoncha, siempre juntas esperando en la calle. Pensé que una era la cuidadora de la otra, pero no me encajaba su relación horizontal. Semanas más tarde me di cuenta de que estaban esperando a que sacaran la comida caducada.
Y por último, me ha pasado, en algún curro, que algún jefe supercabrón me terminó pareciendo más magnánimo y menos hijoputa que algunos de mis compañeros, que al igual que yo se quejaban tanto de él.
Hace años que quería juntar todo esto en una historia, pero en mi mente no funcionaba que lo contara desde mi punto de vista, es decir, desde el cliente que contempla todo este circo. Hasta que en estos días me di cuenta de que encajaba más contarlo desde el punto de vista de la cajera cabrona. No sé si se habrá apreciado mi intención o habré parecido un nazi. Pero había que intentar contar todo este espectáculo humano, del que formo parte cada día.
Me gusta cómo captas y unes en personajes los elementos del circo. A veces no se muestran tan en directo, pero parece que te has metido dentro de alguno (o varios) de ellos.
ResponderEliminarLas reacciones de tu cajera se han puesto de moda con la pandemia entre los más miedosos, o los más exagerados o los más fanáticos, o los más hartos... (Como ves no sé muy bien cuál es el desencadenante), pero lo he vivido de cerca. La crítica a la falta de inteligencia de los políticos, al plan oculto de los chinos , a las grandes farmacéuticas que se van a forrar con las vacunas, a la conspiración de los gobiernos que nos van a volver tontos inoculándonos microchips en vez de agentes que induzcan anticuerpos... y las salidas garbosa o llenas de humanidad de los afectados: el BMW, el coqueteo de la Carmen, la orden de limpiar con lejía el contenedor a sabiendas de lo que ocurre cuando llegan los alimentos caducados, ... "and so on", que dirían los ingleses.
La escena final, con pestañas erizadas pestañeantes, (¡Qué bueno!) me parece que pone en evidencia la clave de humor y aceptación con la que asistes a tu entorno
Un abrazo Miguel
Gracias Loles. Sí; supongo que me meto en los personajes o bien porque me afecta de algún modo lo que contemplo, o bien porque me veo reflejado, tanto en el bueno como en el malo.
EliminarRespecto al circo de la pandemia, a mí lo que más me ha fascinado es la falta de resignación y esa tendencia natural a entrometernos en las decisiones de los demás, con la excusa de que a uno le afectan (cosa que, en opinión, a veces no ocurre).
Un abrazo y gracias de nuevo, Loles.