Sopa de sobre

Una cuchara de madera y unos cuantos ingredientes para una sopa: una cebolla, un sobre de sopas Knorr, un paquete de espinacas
Foto por Kevin Shock
A Andrea le había llegado ese momento de la vida en que toca escoger entre elaborar un caldo casero, con todos los aditamentos preparados por uno mismo, o abrir uno de esos prácticos tetrabriks que venden en los supermercados. Una encrucijada de enorme trascendencia. Hacía dos días que Juanjo, su último novio, había salido por la puerta de casa para no regresar, y era ahora cuando, por fin, toda la responsabilidad culinaria recaía sobre sus espaldas.

Jamás ninguno de sus ex se había hecho planteamientos tan profundos, acerca de si convenía, por ejemplo, preparar el puré de patata a partir de los copos Maggi, o pelar y hervir las patatas, y luego triturarlas por el pasapurés. Y no es que no hubiera hombres juiciosos en el mundo, pero desde luego que nunca le había tocado a ella uno en suerte.

Entre otros muchos defectos, tenía Juanjo el de ser adicto a las sopas Knorr. Vamos, que era un yonki de las sopas instantáneas. Después de verter el contenido de los sobres en el agua hirviendo, apuraba con el dedo y se deleitaba con los restos saladitos de aquellos polvos mágicos. Nada que ver, en cuanto al arte de preparar sémolas y fideos, con esos italianos que fabrican su propia pasta con harina de trigo duro. Ni Juanjo, ni ninguno de los ex que habían pasado por la vida de Andrea, eran tan voluntariosos en asuntos de cocina.

A Juanjo, si acaso, le adornaban otras virtudes. Por ejemplo, era... Era muy gracioso. Tenía su chispa e ingenio, desde luego, y hasta podría catalogarse como un chico simpático. Al principio de su relación, Andrea se reía mucho con él. Pero con el transcurso de la convivencia sus chistes se fueron gastando, y sus bromas incluso resultando pesadas. Había ido perdiendo parte su gracia, igual que esos humoristas demasiado expuestos ante una misma audiencia.

Trabajaba Andrea como médica de familia, en un centro público de salud. Tras pasar consulta cada tarde quedaba exhausta. Cómo era la gente, siempre quejándose por todo, como si ella tuviera la culpa de los recortes en sanidad de la derecha, de la falta de personal que la obligaba a trabajar, como quien dice, cronómetro en mano, midiendo el tiempo que podía dedicar a cada paciente. Arrogantes impacientes entraban en su consulta, con semejante exigencia a la de quien lleva su BMW último modelo a un taller mecánico. Luego estaban también algunos otros enfermos, imaginarios o no, que acudían con ánimo, sobre todo, de conversación, siempre dando vueltas y revueltas a sus nimias dolencias y preocupaciones, qué aburrimiento y qué hartura, sostenerles las mismas conversaciones que ya se sabía de memoria. Ni que ella fuera psicóloga o confesor... Por fin, tras acabar la jornada laboral, regresaba a casa, y allí estaba esperándola su amorcito, con la cena puesta: «Te he hecho una sopa bien rica, cariño, que por la noche reconforta». «¡Reconforta ni hostias, la puta sopa Knorr, de cada dos por tres!», maldecía ella por dentro. Ya la tenía aburrida su chico, tanto como sus pacientes.

Cada novio había ido ahoyando un poco más su esperanza, dejándola como un par de medias llenas de agujeros, o como un queso gruyer. Hasta el punto de que la madurez, pensaba ella, consistía en asumir que jamás aparecería ese hombre que realmente mereciera la pena. La mayoría de las veces, según su experiencia, o afrontaban ellas, las mujeres, las dificultades que iban surgiendo en una relación, o ahí se quedaban sin resolver, lo mismo que las pelusas sin recoger por cada rincón de la casa...

Y lo de la sopa de sobre, más allá de ser una simple metáfora, en el fondo tenía su importancia. Pues tenía más que claro, Andrea, que de lo aparentemente simple sobreviene, con el tiempo, lo que realmente acaba importando...

Tenía la teoría de que todo esto de la desgana y dejadez del género masculino empieza ya en la lactancia. Ya desde bebés se acomodan los hombres en el regazo de una mujer, y le succionan los pechos, como si todo en la vida fuera un continuo y despreocupado mamar. Pero el condumio hay que trabajárselo cada día, y bien duro, igual que ella en su consulta. Llegado el momento de los postres es muy fácil, para muchos, abrir una lata de piña en almíbar. También para alguna. Pero las cosas no son tan simples: primero alguien tiene que plantar la mata en el suelo, abonarla, regarla, preservarla de parásitos y hierbas advenedizas... Tras año y medio de esmerado cultivo, hay que cosechar las piñas, llevarlas a la fábrica, pelarlas, trocearlas, envasarlas en las latas. Y por último, embalarlas y meterlas en un contenedor, para transportarlas en barco al otro lado del océano, allá donde viven los consumidores pudientes. No es nada fácil la vida, no. Todo requiere un enorme esfuerzo y compromiso.

Y no es que Juanjo fuera un parásito. Aunque desde el principio se había venido a vivir a casa de Andrea, también tenía su trabajo, de administrativo en una gestoría, y compartían todos los gastos. Pero en la casa, más allá de hacerle unos cuantos taladros para colgar cuatro cuadros, arreglar la cisterna del váter, aquella vez que no paraba de manar agua, y barnizarle todos los rodapiés y las puertas de los armarios empotrados, na de na. Por más que Andrea le insistía en que no mease de pie, que le ponía el baño perdido de salpicaduras, Juanjo no daba su brazo a torcer. «A ver, cariño, es contra natura, como si yo te digo que tosas para dentro», era la estúpida ocurrencia que esgrimía como excusa. Así que llegaron al acuerdo de que él se encargaría de limpiar el baño, una vez por semana. Aunque siempre Andrea tenía que forzarle un poco, para que se pusiera con la tarea.

A menudo Juanjo le decía a su chica que se calentaba demasiado la cabeza. «Para calentamiento, el de la Tierra», le solía responder ella, «que parece que te importa todo una mierda». Porque claro, ¿qué mundo pretendía él dejar a los demás, si ni siquiera se había planteado lo de tener hijos? Otra razón más por lo que la relación entre ambos se fue haciendo cada vez más imposible. Ganas le daban a Andrea de olvidarse de tomar los anticonceptivos, y sorprenderle un día con que se había quedado embarazada.

Aunque no fue precisamente, el crío que no tuvieron nunca, la gota que vino a desbordar el insondable pozo en que andaban zambullidos, sino otra niña de ceño fruncido, que asomó por la ventana de plasma del televisor.

Fue Greta Thunberg la que, de alguna manera, terminó interfiriendo entre los dos. En nada se parecía esa niña sueca a aquella otra de ficción, Pippi Långstrump, que casi cinco décadas atrás se había hecho también famosa por la tele. Ni en las coletas ni en nada. Resultaba paradójico que, mientras los televisores pasaban del blanco y negro al color, los rostros de las niñas suecas parecían haber realizado el camino inverso, es decir, de un mundo en tecnicolor, a otro en tonos grises. Otra metáfora inapreciable, tal vez, de lo que estaba aconteciendo en los últimos tiempos. Si Pippi era risueña, gamberra y anárquica, Greta ofrecía al mundo su rictus hosco y el discurso asediado por las preocupaciones de un adulto. Dos caras y posturas bien distintas de enfrentar la vida, que bien podrían representar las de Juanjo y Andrea.

Juanjo no soportaba a Greta, cada vez que salía por la tele, y Andrea no lo soportaba a él, en su desprecio y chanzas. Era vergonzoso, para Andrea, que un hombre adulto se burlase de una inocente chiquilla. Le parecía mentira, además, que tuviera que venir una cuasi adolescente a despertar las conciencias del mundo, advirtiendo sobre el panorama apocalíptico que suponían la huella de carbono y el calentamiento global. Pero claro, qué conciencia se le iba a despertar a Juanjo, si adolecía de toda falta de complejo de culpa. Daba por hecho Andrea, que por eso a su novio le resultaba tan fácil tomar sopa de sobre sin hacerse preguntas de ningún tipo.

No había llegado todavía ese momento fatídico que Greta pronosticaba, pero sí aconteció el día en que Andrea, hastiada de tanta falta de seriedad y planteamientos, le dejó bien claro a Juanjo su postura irrevocable: «¡Te marchas de mi casa, pero hoy mismo!». No tardó él en empacar sus cosas. «¡Y no te olvides de tus latas, ni de tus sopas de sobre!», le advirtió ella por último. Pero el cabrón, ahí se las dejó, como un recordatorio infame de los tres años que habían compartido.

Ahora que por fin volvía a tener las riendas de su propio destino, era cuando Andrea se enfrentaba al dilema del caldo casero. Cogió el teléfono y llamó a su madre, para que la asesorara en la misión de elegir los ingredientes.

—Ve al mercado y compra unas carcasas de pollo.

—¿Carcasas?

—Esqueletos.

—No, mejor prefiero hacerlo vegetal.

—¿De verduras? Pues échale puerro, apio, unas zanahorias, cebolla, ajo, un chorretín de aceite y otro de vino blanco... En fin, yo qué sé hija, lo que tú quieras. También lo puedes hacer de Avecrem, y te quitas de tanta molestia, que ya suficiente tienes con el trabajo.

¡Ay, su madre!... Cómo explicarle lo de la huella de carbono. Cómo contarle, también, que pensaba tirar a la basura todos esos sobres de sopas Knorr que Juanjo había dejado olvidados, si tardaba más de la cuenta en regresar a por ellos.

Así que siguiendo las indicaciones de su madre, bajó a la tienda de frutas y verduras, a comprar los ingredientes necesarios para preparar un buen caldo. Pero al final se decantó por unas espinacas.

Dudó —siempre dudaba Andrea, ya lo decía Juanjo— entre escoger un manojo, o una bolsita de espinacas ya lavadas y peinadas. Al final, pensó que el esfuerzo y el derroche de agua, para limpiar las espinacas, no merecían la pena, y se decantó por la bolsa. Le preguntó al frutero si sabía qué tipo de abono le echaban a la espinacas. Le apetecía interactuar un poco con aquel hombre, más allá de la mera transacción entre cliente y vendedor. Pero era una quimera hacerle entender al frutero la diferencia entre un abono orgánico y otro mineral. Más que nada porque era bangladesí, y no hablaba muy bien el español.

De vuelta a casa, Andrea indagó en internet ciertos datos respecto a la huella de carbono que aquellas espinacas preparadas suponían para el efecto invernadero, desde que se semillaban hasta que eran puestas a la venta en aquel pequeño establecimiento. No encontró información relevante. Pensó que estaría bien si los datos que andaba buscando se añadían, de alguna manera, a los embalajes y manojos de hortalizas, incluso a las frutas. Así tendría ella la ocasión de comparar y elegir los productos con buen criterio.

Mientras preparaba las espinacas, vuelta y vuelta en la sartén de teflón, seguía dándole vueltas, también, al tema de los fertilizantes. Pensó si no sería menos cuestionable, para abonar los campos, esquilmar las reservas de fosfatos del pueblo saharahui, que estercolarlos con los excrementos procedentes de esas macroexplotaciones de vacas, cerdos y gallinas. En alguna parte había escuchado, por ejemplo, que los pedos de las vacas son puro metano, un gas terrible que acrecienta el efecto invernadero. Y luego estaba toda esa contaminación, por nitratos, de los acuíferos, debida a los purines de los cerdos...

Así andaba ella en sus divagaciones, un día sí y otro también. Echaba la vista atrás cada vez que avanzaba un par de pasos, para ver cuán negras eran las huellas que iba dejando. A pesar de que en algunos momentos no le apetecía en absoluto cocinar, intentaba ser fiel a sus convicciones: nada de productos precocinados, y cuanto menos carne mejor. Bajaba dos veces por semana a la verdulería, e insistía en hacerle insondables preguntas al frutero:

—¿Estos aguacates son de aquí o de importación?

—Muy bueno, amiga, aguacates muy bueno y barato.

Un día, cuando iba de camino a la compra, salió a su encuentro un cartel que anunciaba el menú diario, muy económico, de un bar: «Caldo y croquetas caseras». Miró la hora en el teléfono móvil: no faltaba demasiado para tener que ir a trabajar, pero aún le daba tiempo. Así que entró en el bar.

Alguna duda tuvo respecto al caldo, pero las croquetas, para nada le parecieron caseras. Todas clónicas y como hechas con molde, sin duda eran de esas que venden en los congelados. Pero no reclamó al camarero, pues desentonaba protestar por nada en aquel local tan alegre, con lucecitas navideñas siguiendo la hilera de botellas de licor. De segundo pidió un pescado rebozado, seguramente de alguna especie en peligro de extinción. Y de postre, se le antojó piña. Otra decepción más: era enlatada y en almíbar. Mientras en el platillo acorralaba con la cucharilla al último pedazo de piña, descubrió a Greta, toda enfurruñada, mirándola desde la enorme pantalla del televisor que colgaba de la pared. «Hija, qué le vamos a hacer», se excusó Andrea. «El bar este, un fraude, como casi todo».

Luego pidió la cuenta, y se marchó a su consulta. No dejó ninguna propina. Ni volvió nunca, al mismo bar.

Comentarios

  1. ¡Esa Andrea! ¡Quiera Dios que no sea dietista!
    Me ha encantado el detalle de que "apuraba con el dedo y se deleitaba con los restos saladitos de aquellos polvos mágicos". La entrañable y vivaracha Pippi, y como personaje, Juanjo, al que si yo fuera de la junta directiva de Knorr, no dudaba en contratar.
    El frutero tampoco tienen desperdicio, y la obsesión por convencer al común de los mortales sobre la trascendencia de la alimentación basada en agricultura ecológicamente sostenible, tristemente de rabiosa actualidad.
    Siempre me dejas sonrisas.
    Un abrazo Miguel

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Eso es lo que importa, dejar sonrisas. Y no te creas, que a veces no tengo la sensación de estar escribiendo algo medio divertido, porque en el interior me late un pulso trágico. Es tragicómica la vida, el mantener un equilibrio entre los nobles ideales y la voluntad. Y cuando entra en juego la pura supervivencia, ya olvídate de toda filosofía, "aguacates bueno y barato, amiga".

      Por mi parte, soy más de sopas Knorr, por pura flojera, aunque aprecio que me conviden a un buen caldo casero.

      Un abrazo, Loles, y gracias por pasarte y comentar.

      Eliminar
    2. Me ha encantado, relato divertido y de una riqueza descriptiva que destaca.Sopas Knorr o caldo casero jajajaja,cuando quieras estás invitado para compartir mis sopas caseras.Un abrazo y gracias por deleitarme con tus cuentos.

      Eliminar
    3. Gracias a ti, compañera, por leer y divertirte. A ver si de una vez pasa de largo esta pandemia, y ya vemos lo de quedar para probar tus sopas. Un abrazo, Mónica.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares