La casa asolada

Casa abandonada en mitad del campo
Foto por M Moraleda

Entre otras cosas, de él, a ella le gustaban sus manos fibrosas y consistentes como raíces de manglar, que se hacían aún más recias en la prolongación de esos brazos con los que la abrazaba cada noche, para estremecerla y hacerla sentir a salvo de cualquier peligro. Más que a nada, a quien temía Amelia era a ella misma, por esa insatisfacción que la venía acosando, sobre todo, desde el último medio año. Aunque justo ahora no era ella quien se desmoronaba, quien caía a pedazos por tanta desazón, sino el tabique que dividía en dos estancias el comedor y la cocina, a cada envite de la maza con que Sancho lo golpeaba, con sus dos manos extensas y delicadamente rudas, las mismas que tan bien sabían escudriñar, por las noches, cada uno de sus secretos.

Mientras él derribaba los tabiques interiores de la casa, ella avanzaba en la tarea de arrancar el viejo papel pintado de los muros que daban al exterior. Los hijos de Amelia, Óscar y Claudia, andaban entretenidos en el patio: el niño, intentado atrapar alguna lagartija o cualquier otro bicho con el que asustar a la hermana, y ésta, dibujando monigotes felices en la pared, con una brocha y algo de la pintura añil con que su mamá tenía planeado redecorar la fachada. Le había dado permiso a Claudia su madre, para pintarrajear cuanto quisiera en las paredes descascarilladas del patio interior. Óscar no tardó en aburrirse de la infructuosa cacería, y se sumó a la expresión artística de la hermana.

Apenas habían llegado los cuatro el día anterior a aquella casa, situada a las afueras de un pueblo tranquilo, y ya estaban reestructurando cada espacio y la vida misma, con que Amalia venía soñando desde que empezó a aburrirse de su matrimonio. Era la casa lo poco que le había quedado de la herencia de su madre, la abuela de los niños. A su marido —que no a Sancho—, siempre le había parecido una majadería ese antojo suyo de reformarla, e irresponsable lo de venirse la familia al completo al pueblo, para vivir de la nada. Acompañaba a Amalia la sensación de que el marido la contravenía en todo, siempre poniéndole pegas con excusas descorazonadoras, como la de que la reforma supondría un excesivo gasto, o la de anteponer por encima de todo ese trabajo mediocre que tenía y que no podía abandonar, como si en la vida no hubieran más maneras de sobrevivir. Estaba tan cansada de escuchar siempre lo mismo... La vida junto al padre de los niños le hastiaba: por los anodinos días en que nada nuevo ocurría, y por tener que contemplar el mismo horizonte de las cuatro paredes del piso mínimo en que vivían. O, más aún si cabe, por las monótonas conversaciones con el mismo hombre, y por los hirientes silencios entre ambos.

Pero ahora, tras un solo día de escapada y aventura junto a Sancho —ese otro hombre que la venía consolando en secreto desde los últimos cinco meses—, comprobaba al fin, y por su propia mano, que no había obstáculos insalvables para empezar una vida nueva. Estaba sucediendo su anhelada revolución, la que iba a poner patas arriba su pequeño y miserable mundo. Ya no había posibilidad de vuelta atrás ni de arrepentirse; se sentía feliz viendo caer los tabiques al compás certero e implacable, que marcaba el mazo de ese hombre decidido que en nada se parecía al marido. Con cada golpe, aquel libertador rompía también sus cadenas, las que poco antes la condenaban a una vida plena de resignación.

Aquella primera noche los dos amantes hicieron el amor en medio de un archipiélago de cascotes desperdigados por el suelo. Los niños dormían profundamente, exhaustos por tanto juego y el largo viaje hasta el pueblo. Se esforzaba ella en disimular sus gemidos para que no la sintieran, en aquel espacio vano en que cada susurro quedaba amplificado como un eco chismoso. A él, sin embargo, le traían sin cuidado tantos miramientos, por lo que ella le reprendía bajito entre risas cómplices, para que se contuviera un poco. Y eso que Amalia hubiera preferido el menor recato, una fogosidad desaforada y tan estrepitosa como la de la presa de un embalase que se abandona y cede al empuje de impetuosas aguas. Aquel hombre formidable no sólo le arrancaba pasiones insospechadas, sino que, además, ya desde el primer minuto estaba cumpliendo todo lo que le había prometido, esa vida en tecnicolor con la que ella tanto venía soñando.

Las primeras luces del alba los descubrió acurrucados y semidesnudos, la una bien pegado al otro con apenas la ropa interior y una sábana encima. Aunque era verano, una brisa fresca se colaba por los huecos huérfanos de puertas y ventanas, las que también él había derribado a golpe de maceta. Jugaba la luz a hacer sombras chinescas con los escombros por paredes y suelo, mientras les iba dando tiempo a que se fueran espabilando. Los niños seguían durmiendo plácidamente en un rincón, por lo que Amalia y Sancho aprovecharon para hacer de nuevo el amor. Después, Sancho se incorporó y se dispuso a asearse en lo que había quedado del cuarto de baño. Desde debajo de la sábana, Amalia lo contemplaba mientras se vestía, feliz y complacida. Las manos vigorosas de su hombre contrastaban con la vaporosidad de su camisa blanca, que se acomodaba en el cuerpo robusto y amplio. Una vez aseado y vestido, Sancho se acercó a Amalia y le dio un beso en el cuello. Luego le pidió algo de dinero, para ir a buscar cualquier cosa con que desayunar. «A ver si a estas horas tan tempranas puedo encontrar alguna churrería abierta en alguna parte», le susurró. Ella le señaló su bolso sobre una mesa indemne a la demolición. Rebuscó él en el bolso, y, como si nada, cogió todos los billetes que halló en la cartera. Después abrió la puerta que daba a la calle, la única que quedaba aún en pie en toda la casa. Desde el otro lado de la puerta, recostada sobre la frugal colchoneta, su amante escuchó el ruido del motor cuando él arrancó el coche, y lo sintió alejarse, sin sospechar que no volvería a verlo jamás...

Durante toda la mañana, las caritas felices que habían pintado los niños el día anterior en el patio, y los niños mismos, estuvieron preguntando con insistencia por qué Sancho tardaba tanto en regresar con el desayuno. Pero transcurrió la mañana sin que volviera a aparecer por aquella casa, tan asolada en lo físico como iba a quedar para siempre Amelia en lo mental. Cuando por fin ésta se autoconvenció de su desamparo, no fue capaz de concebir ningún otro plan distinto que el de llamar a su marido, para que hiciera al menos el favor de venir a rescatar a los niños. Al marido le jodió tener que compadecerse de ella, y, tal vez por eso, por las condolencias, no le cupo más remedio que hacer un largo viaje en autobús, pues coche no tenía, y pagar los billetes de vuelta para los cuatro.

Ya en la ciudad, con el transcurso del tiempo, cada cual se las tuvo que apañar para recomponer por separado sus heridas. Nada volvió a ser lo mismo. Salvo para la casa asolada que había quedado allá en el pueblo, un monumento de meros escombros que, desde entonces, recuerda a todas esas víctimas de las promesas fáciles y vanas...

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