El perdedor porfiado

Pies desnudos de un muerto tendido sobre un campo verde
Foto por José Martins

«Por favor, pásese por aquí en cuanto pueda; necesitamos que nos ayude a reconocer el cadáver», le hablaron del Instituto Anatómico Forense.

Habían encontrado muerto a su padre, le dijeron, entre unos contenedores de basura. Todo apuntaba a que había muerto intoxicado con algún alimento que debía haber recogido de alguno de los contenedores. Pero ¿cómo iba a ser aquel hombre su padre, si el suyo, en realidad, había muerto de un infarto fulminante hacía ya cuatro años?

Desde el Anatómico le habían anunciado también que, entre las pertenencias del muerto, habían encontrado una carta dirigida a él, gracias a la cual habían conseguido localizarlo.

Se puso una chaqueta por aquello de la vestimenta formal para un asunto tan grave, y salió para allá. Le resultó muy desagradable ver el cadáver de un vagabundo cuyo rostro asurcado no le sonaba de nada. Apestaba, la sala a desinfectante, aunque casi mejor no imaginar el genuino olor del muerto. «Fíjese bien, igual no lo reconoce por la barba», le insistió el hombre de la bata blanca, el mismo que le había hablado por teléfono, y seguramente quien había realizado la autopsia. Volvió a echar otra ojeada al muerto. Ni con la boscosa barba, ni sin barba; nada tenía que reconocer en él, no lo conocía en absoluto. Pese a sus reticencias, el hombre de la bata blanca insistió en leerle la carta, por si le ayudaba a atar algún cabo.

El conjunto de sobre y carta los llevaba el muerto envueltos en una especie de hatillo de plástico, improvisado con algún retal de bolsa. Una breve nota en el sobre decía «Para mi hijo», y a continuación revelaba, sorprendentemente, un nombre y dos apellidos que coincidían con los suyos. La carta era un solo folio escrito por ambas caras, en tinta negra y con la esmerada letra de un niño de parvulario. Era la letra de la misma persona que, en el sobre, había escrito aquella nota con su nombre. Estaba por demostrar, eso sí, que fuera el propio muerto quien hubiese escrito todas esas letras. En cualquier caso, el autor afirmaba en la carta que era su verdadero padre biológico. Para dar fe de ello, mencionaba a su madre también con su nombre completo y dos apellidos, y, además, aportaba el dato de que la había conocido en Cartagena, ciudad de la que, por cierto, era natural. El autor decía ser también de la misma localidad, y señalaba cierto hotelito en el que aseguraba haber compartido habitación con la mamá durante el verano del 68. Todo coincidía: los nombres, la ciudad, el cálculo de la edad que actualmente él tenía...

Las coincidencias lo dejaron con la mente en otra parte. Tan abstraído estaba, que se despidió del Instituto Anatómico Forense sin mostrar el menor interés por llevarse consigo la carta. Quizá tampoco se la hubieran podido entregar. Al no reconocer el cadáver, en principio, ninguna relación se podía establecer entre él y ese vagabundo anónimo de rostro cuarteado y nariz regordeta, por la que asomaban unos pelos muy negros y recios como púas.

Ya en casa, le dio vueltas a lo acontecido. Pese a los detalles referidos en los papeles del muerto, el relato se le hizo inverosímil. Por nada del mundo podía imaginar a su madre practicando las traicioneras artes de la infidelidad, y no por el aspecto de un galán tan desaseado, sino porque su madre era una santa. En cualquier caso, la duda se le fue agrandando con el paso de los días, y durante las no pocas noches en que se le hizo difícil conciliar el sueño.

Sopesó si su padre pudo haber tenido algún enemigo. O despertado envidias, ya que durante una época llegó a tener cierto éxito en la vida, cuando debutó en Primera División. Claro, que como árbitro de fútbol. Y sólo fue durante una sola temporada, pues la mayor parte de los partidos se los pasó arbitrando en los embarrados campos de la Segunda División, y de ahí para abajo. Se podía concluir, que fue un árbitro bastante mediocre, su padre. Después de la retirada, tuvo que conformarse, hasta la jubilación, con su anodino trabajo de contable en una planta embotelladora.

Su madre, que aún vivía, era una respetable anciana de 84 años. Como ama de casa, toda su vida la había dedicado a los quehaceres domésticos, en otras palabras, a servir al señor árbitro y a cuidar de su hijo. Después de una vida tan llena de renuncias, no iba a ser él tan ingrato como para afearle la conducta y alterarle los ánimos, con comentarios de presuntas infidelidades. Aunque sí le hubiera gustado hacerle un par de preguntas disimuladas, más que nada por borrarse de la cabeza cualquier resquicio de duda. Pero no se atrevía a tanto...

A espaldas de la madre, sí que hizo alguna pesquisa por su cuenta. Miró y remiró entre los montones de fotos en blanco y negro que guardaba ésta en un cajón de la cómoda, por ver si en alguno de aquellos rostros del pasado reconocía el del vagabundo. Algunas de aquellas caras eran de familiares conocidos, mientras que otras no las había visto en su vida. La mayor parte de toda esa gente debía haber muerto ya, o le faltaría bien poco, para olvidarse de cualquier preocupación.

Eso hubiera querido él, dejar a un lado todas sus angustias. En especial, la que lo tenía confinado últimamente, dentro de un círculo de pensamientos en bucle. Le hubiera gustado desprenderse del mal recordatorio de aquel cuerpo inerte y frío que tuvo que encarar en la morgue, y de cada uno de los surcos profundos de su rostro barbudo. En algún mal sueño se imaginó al vagabundo exhalándole su aliento de borracho, durante un trabado discurso en que terminaba erigiéndose en su papá, con la típica altivez de los dementes que se autoproclaman Napoleón. Por arrebatarle a ese loco de pesadilla toda esa vanagloria suya de la paternidad, se sugirió a sí mismo la hipótesis de que tal vez el muerto se la tuviera jurada a su padre, el señor árbitro, y por extensión a él. La hipótesis era plausible: un penalti mal pitado en una final, es una afrenta que muchos fanáticos jamás olvidan, y por la que reclaman eterna venganza...

Y no andaba desencaminado en sus conjeturas... El muerto, allá de joven, jugó en el Cartagena Fútbol Club. Un día de partido se sintió víctima de la caprichosa manera de impartir justicia que tenía su padre, el señor árbitro, en un decisivo partido en que su equipo terminó descendiendo de categoría, por culpa de un gol anulado. Obviando que el juez de línea no había levantado el banderín, el árbitro decidió pitar fuera de juego por su cuenta y riesgo, y anuló su gol de impecable testarazo. Para uno de los escasos goles que el hombre logró meter en su trabada vida... Y encima contra el rival al que más inquina le tenía: el Real Murcia Club de Fútbol. Ya se sabe, cómo son, las inmemoriales disputas que se traen entre cartageneros y murcianos. Una afrenta como ésa, no se perdona así porque sí. Al muerto no se le ocurrió otra manera de tomar venganza sino la de escribir una imaginativa carta que testimoniara infidelidades con la esposa del árbitro. En una vida complicada, que a partir de aquel día fue de descenso en descenso, de fracaso en fracaso, el vagabundo se aferró a aquella carta y a su sed de venganza con una determinación, tan tozuda, que terminaría rayando en lo absurdo.

Y es que, para alguna gente, tal vez sea el ánimo de revancha el único acto de fe que le quede ya, para seguir alimentado su indescifrable instinto de vivir...

«Sí, seguramente, no es más que eso», se dijo. «Que a papá el muerto le tuviera ojeriza, ve tú a saber por qué».

Incuestionable era que a su padre no le faltaron enemigos durante su desempeño como árbitro. Cierta vez, tras un partido en Lorca, los aficionados apedrearon el coche en que trataba de huir junto a sus compañeros, los jueces de línea. En otra ocasión, la Guardia Civil tuvo que protegerlos para que no fueran linchados por una turba enfurecida.

Pero pese a todas esas razonables coartadas para mantener a salvo la reputación de su madre, no fue capaz de desterrar el perturbador eco de aquellas letras de bonita caligrafía. Las que, supuestamente, le había dejado como implacable herencia un perdedor porfiado, a quien ningún instituto forense fue nunca capaz de ponerle nombre...

Comentarios

  1. Al ver la foto me he acordado del ogro de Pulgarcito. Un poco ogro es este muerto también, ¡menuda ocurrencia! ¡Y qué arriesgada la vida de los árbitros! No quisiera ser yo hija de ninguno por si acaso!
    Me has hecho sonreír con tu relato, con la inocencia del hijo que ve santa a su madre, y con la descripción de letra de niño de parvulario.
    Un abrazo Miguel

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    1. Gracias Loles. Te confieso que éste es de los relatos que a veces escribo por estar entrenado; particularmente no me apasiona la historia que he contado, pero aun así, he intentado cuidar la manera de escribir, como siempre. Un abrazo, y gracias por pasarte y comentar. Ahorita voy de cabeza a tu sitio, a ver qué te has contado últimamente...

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