Carta de amor suicida
Foto por Robert Karma |
De algún modo me pediste cuentas, la otra tarde en el parque, de los argumentos de mi devoción por ti. ¡Oh, razón de mis desvelos, soy tan cobarde!... No me atreví, entonces, a responderte directo y a la yugular. Mas descuida, que a continuación, cada uno de los motivos en esta carta te los voy a detallar, los de toda esa pasión desbocada que nadie, salvo tú, es capaz de provocar en mí.
Me cuestionaste aquel día, no sin cierto enojo y de muy malas formas, las señales inequívocas que evidenciaran un mínimo interés, de tu parte, hacia mí: «¡Qué coño te crees!», dijiste tal cual. Para serte sincero, no vislumbré ninguna. Pero ¿acaso espera el Sol, cada amanecer, a que la Tierra le conceda el permiso de abrazarla con sus calurosos y afectuosos rayos? De la misma manera, oh, pequeño planeta mío, ansío yo rodearte cada noche con mis brazos, confiado en que no tardaré en derretir tus gélidos polos.
¡Oh Débora, Débora, Débora de mi devoción!... Aunque de lo común siempre me tratas tan mal, tan esquiva y desconsideradamente, no sé yo si habrá otra manera mejor de proceder, distinta a la de arrastrarme a tus pies como un terco y suplicante reptil. En el amor, Débora mía, pese a lo que quiera entender el común de los mortales, no se ha de esperar, obligatoriamente, el ser correspondido. Entiendo yo, que el amor sólo es verdadero cuando se es capaz de entregar el alma entera sin esperar nada a cambio. ¿Lo contrario?: simple mercadeo emocional. No se negocia el amor, ni se hacen concesiones de su parte: si de ti me declaro prisionero, es por mera voluntad. Tal vez desees, ama y señora mía, arrancarme a sutiles pedacitos la piel: así, en carne viva, conseguirás tan sólo legitimar, aún más, mi adhesión incondicional por ti.
¿Y qué puedo hacer yo para abstraerme de tu sustancia, si soy un romántico empedernido?... Si es que el cielo anda despejado y permite atisbar las estrellas, me embeleso en lo que se asemeja mucho a tu contemplación. Alzo la mano al estilo fascista intentando atraparte, para traerte conmigo desde la lejana e inalcanzable galaxia en que te encuentras. Mas en mi vano ademán no alcanzo sino estupor, y vergüenza, mucha, por lo infantil de mi osadía. Igual de abochornado me siento cuando, desde detrás de los arbustos, te acecho a escondidas en el parque, mientras tú y tus amigas andáis de botellón, enrareciendo, aún más, el aire viciado de la ciudad, con esa hierba empalagosa que tanto fumar os gusta. Estrellas descarriadas todas vosotras, ¡oh, Débora mía!, mas sólo tú, la rutilante que me enamora...
Pronunciaste literalmente, con esa boquita tuya de diosa de arrabal: «¡Déjame en paz, subnormal!». ¿Cómo pretendes que a tu albur te deje, tontina mía, si dada mi incapacidad intelectual no razono de lo común, sino para el amor desmedido? Concédeme, cuanto menos, tu sexo manoseado; ninguna honra vas a perder a estas alturas, y sí mucho tienes que ganar en la transacción: un esclavo siempre dispuesto a darte gusto, a la manera de tus antojos.
Le respondo yo, a tu amor hostil, con suicidas palabras: ¡TENNO HEIKA BANZAI! No soy más que un obstinado nipón, un kamikaze que quiere arder en tus llamas. Chinitos se me ponen los ojos, en mis soledades, de tanto palparme pensando en ti.
Sayōnara baby. Siempre tuyo:
Hiroyuki Watanabe, tontito por tu amor...
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