Enterrado en vida

Escultura de un hombre asomada a una ventana.
Foto por Valerie Everett
No era la pandemia que asolaba el país y el mundo entero lo que a Juanjo le preocupaba más, sino más bien era al otro «bicho» a quien le tenía un verdadero pavor, al que le espera en su propia casa, ese territorio casi ajeno y del todo hostil...

Eran legión, los infectados que ingresaban desde hace días en los hospitales. Pese a la recomendación del Gobierno para que todo el mundo se recogiera en su hogar, al menos hasta que los servicios sanitarios tuvieran un poco de respiro, se obstinaba Juanjo en bajar a toda costa al Morriñas, su bar habitual, como estrategia última para no tener que soportar el macilento rostro y agriado carácter de su mujer. Vivía ella, además, en un suspiro perpetuo que le confería cierto aire mustio o místico, según el punto de vista de cada cual. Tampoco es que fuera él un dechado de virtudes, y mucho menos un adonis irresistible, ni ahora ni hace veinte años. Desde luego que ya no le acompañaba, ni tan siquiera, el romanticismo y ternura de cuando cayó prisionero de las primeras pasiones irresistibles. Habría que preguntarle a ella también, si lo prefería a él dentro de casa o a un kilómetro de distancia, bien lejos de los cojines estratégicamente situados sobre el sofá, y de las figuritas de porcelana ful que poblaban los muebles y cada rincón de la casa.

Acaso fue el roce, el tiempo que todo lo marchita, la desgana, o todo a la vez, lo que fue haciendo mella en la relación de Juanjo con Eva, su querida y santa esposa. Santa, porque si hasta la fecha no se habían planteado separarse era, con toda probabilidad, porque ella sentía mucha devoción por las cosas de Dios y de los cielos, y porque a él, pese a que no era en absoluto un santo varón, sí al menos le adornaban ciertos ideales conservadores, los de la patria y las apariencias sobre todo. En la práctica, más allá de su casa Juanjo era de maneras bastante relajadas, aunque tampoco tanto como para saltarse a la torera los buenos modales y las reglas establecidas por la tradición y la autoridad.

Alguna vez, eso sí, no había podido resistirse a la tentación de echarse una copa antes de coger el coche para ir al pueblo de sus suegros, allá por Valdepeñas. Los amigos, que siempre lo pervierten a uno... Hasta ahora había tenido suerte, de que no le hubiera dado el alto la Guardia Civil tan despreocupadamente conduciendo. Y es que, por más corta que fuera, se le hacía irresistible a Juanjo cualquier tertulia improvisada en torno a unos chatos de vino, sobre todo si versaba acerca del fútbol o de lo mal que lo estaba haciendo el gobierno socialista de turno.

Pero eso sí: jamás se había desentendido de su responsabilidad como cabeza de familia. Eva y él tenían en común dos adolescentes, Pilar y Fernando. También a su manera, los chavales ponían tierra de por medio hasta sus papás, una corta e infranqueable distancia delimitada por la puerta cerrada, a cal y canto, de sus habitaciones. La una, andaba todo el día suspirando al estilo de la madre, pero a causa de unos amores no correspondidos de los que daba fe mediante poses exageradas que subía al Instagram. El hermano, youtubeaba por horas en vez de estudiar o escribir poesía, y, sobre todo, vagabundeaba de pantalla en pantalla por las decenas de vídeojuegos que sus padres le habían regalado, con mucho amor y más aún resignación. Y es que siempre caía algún juego por Navidad o para el cumpleaños, y también un libro de lectura con la esperanza de que lo leyera, que no tardaba en acumular polvo junto a los otros ejemplares del estante.

Quede más que claro que Juanjo había trabajado desde siempre, y mucho. Por su cuenta, en varios negocios propios que terminaron sucumbiendo con la crisis, o, cuando no le cupo más remedio que echar el cerrojo, sirviendo para otros amos copas o menús del día y a capricho, en bares y restaurantes de todos los pelajes, es decir, con muchas estrellas Michelín o más bien estrellados. Y, si siempre se había esforzado hasta el tuétano, no lo había hecho por codicia o afán de amasar fortuna, sino por exigencias del guión que le había impuesto su mujercita desde el comienzo de su matrimonio. «El bicho no podrá quejarse de que no trabajo», le decía resignado a los amigotes del bar. Y es que Eva no pudo conformarse con un piso corriente en un barrio moliente, y tampoco le pareció, ni medio bien, para la educación de los hijos, una escuela pública sobre todo si estaba situada en un barrio tan vulgar como en el que él había vivido hasta que se casó. Por eso más que nada Juanjo se plegó a doblar el lomo a todas horas, pues a la doña se le antojó vivir al lado de su señora madre, en un barrio de cierto pedigrí repleto de colegios concertados de curas y monjas.

Lo que en un principio le supuso un no parar, parecido a la semiesclavitud de los chinos que construyeron la línea ferroviaria de los Estados Unidos, con el devenir de su matrimonio fue una auténtica liberación. Pues todas esas horas que trabajaba de sol a sol eran momentos escamoteados a la convivencia con la parienta. Un alivio a todas luces, el que no le tosiera ella más que para conminarle a ir a dormir, y ya sin apetencias de nada...

Pero llegó un punto en que las articulaciones y la espalda le empezaron a pedir un poco de conmiseración. Así que a Juanjo no le cupo más remedio que aflojar el curro e inventarse otros entretenimientos que lo mantuvieran, más que distraído, igual de apartado de casa.

Ahora que tenía un sinfín de tiempo libre, se apuntó a una peña de pesca para poner tierra de por medio durante los fines de semana. Los embalses del Vellón, Entrepeñas o el Atazar, no sólo proveían de agua potable a la ciudad de Madrid y alrededores; también concedían solaz y apacible distancia a centenares de tan desapasionados maridos como él. Raro era ver, por las orillas de los pantanos, a alguna mujer solitaria sosteniendo una cañar de pescar. Ellas, para evadir el cerco de su matrimonio, preferían los club de lectura, el teatro, los talleres de pintura, o las tertulias en los cafetines junto a las amigas.

Eso sí: la nueva afición de la pesca no era en absoluto incompatible con la sana costumbre de bajar al Morriñas con cualquier excusa. No se perdía Juanjo un buen partido de Champions, sobre todo si jugaba su Real Madrid. Desde el otro lado de la barra, Amancio, el dueño del bar, premiaba la fidelidad de sus clientes convidando a aceitunas, y a unas gambas de bigotes alicaídos y ojos tristísismos, tan menudos como cagadas de mosca. Repartía tan suculentos manjares en unos platillos ovalados que había heredado del anterior dueño del local. En ocasiones extraordinarias se animaba a preparar también un pincho de su invención, que ofrecía con el ceremonial de un sacerdote repartiendo hostias consagradas. Consistía el pincho en una mini hamburguesa con su rodaja de pepinillo picante en todo lo alto, aderezada con un churrete de salsa que causaba mucho furor entre las moscas. El principal ingrediente secreto de aquella salsa era el ketchup. El conjunto, atravesado por un palillo, reposaba sobre una rebanada de pan del día anterior. Gracias a este truco tan ingenioso del pincho de hamburguesa, retenía Amancio un ratín más a sus feligreses en torno a la barra, o al menos eso pensaba él...

Departía así pues Juanjo por horas junto a sus íntimos de fuga en el Morriñas, todos, por una razón u otra, tan náufragos como él. No todos los que por allí se dejaban caer, como moribundos, lo hacían escapando de un bicho al que tuvieran que hacer frente dentro de sus casas, ni tan siquiera para probar las delicattesen del Amancio. Algunos, simplemente iban allí porque mantenían un apasionado y atormentado idilio con la cerveza o el vino tinto, y otros, tan solo porque huían de la soledad y de ellos mismos. La soledad, casi siempre, nos enfrenta a un sinfín de interrogantes para los que a menudo no encontramos lindas respuestas. El peor enemigo, no pocas veces, está en esos impertinentes interrogantes, en definitiva, dentro de nosotros mismos...

Tal vez por eso, por no hacerse preguntas de más, también se buscó Juanjo un entretenimiento para las tardes de los viernes. Se apuntó a lecciones de baile, por supuesto que sin la compañía de su legítima esposa: lo de menear la cadera no armonizaba con los cánones mentales ni corporales de una santa. Tanto mejor, pues así Juanjo encontró la oportunidad y la dicha de sustentar otras caderas, respirar de cerca otros alientos, alambicarse entre otras piernas... En definitiva, con el baile tenía la ocasión, o más bien la expectativa, de salir a pescar en otros mares más allá de los pantanos de agua dulce que circundaban la capital. De hecho, no tardó en encerrar en el trastero la caña y demás aparejos de pesca, para, a partir de entonces, practicar el baile —y otros movimientos más o menos lúbricos— también los sábados, domingos y fiestas de guardar.

Y es que Juanjo, con tal de no quedarse en casa, tenía una iniciativa envidiable. Incluso más de una vez había fantaseado con montar un puticlub, en alguna carretera extraviada bien lejos de Madrid. Más que nada, por ofrecer sustento y consuelo a señoritas de vida atribulada, y retomar, ya de paso, el tema de los negocios propios.

Pero con la llegada de la pandemia se le desmoronó a Juanjo la estupenda escenografía de su vida exterior. Las autoridades, con el fin de disminuir la velocidad de propagación del virus mortífero, dieron orden de cerrar bares y restaurantes, suspender bailes, el fútbol y demás espectáculos, y clausurar todo sarao que supusiese una congregación numerosa de gente. Por miedo a que la epidemia se propagara a otros lugares, ni siquiera quedó permitido huir fuera de la ciudad para caminar por los montes, y, por lógica, tampoco para ir de pesca o a realizar cualquier actividad campestre. En resumen: quedó vetado todo tipo de ocio fuera de casa.

Cerraron también el colegio en el que Juanjo venía trabajando de conserje desde los dos últimos años. Sin trabajo, bares, baile, fútbol, ni poder ir a ninguna parte, se sintió el hombre tan acorralado como un lince entre carreteras. Le obligaban a convivir con el bicho las 24 horas del día. Ni siquiera podía disfrutar de la breve tregua que suponía el permiso de poder ir a hacer la compra, pues ya su querida esposa se había encargado de acumular el suficiente papel higiénico y provisiones como para sobrevivir, dentro del refugio, a una catástrofe nuclear. Para salir a la calle, a Juanjo ya sólo le quedaba una excusa:

—Me bajo a comprar el pan.

Con cierto temor su mujer le concedía el permiso dos veces por semana, a condición de que comprase 10 barras.

Una mañana los policías municipales interceptaron a Juanjo en el parque. Estaba sentado en un banco, desmigando las barras de pan para echarle de comer a las palomas. Los agentes le dijeron que allí no podía estar, y le conminaron a que regresase a casa. Le advirtieron, además, que si lo volvían a sorprender en el parque le pondrían una elevada multa. Les descolocó la respuesta que Juanjo les dio:

—Mejor, deténganme. Antes prefiero pasarme el día en el calabozo que volver a casa con el bicho.

Los policías no comprendieron el asunto del bicho. Pensaron que aquel hombre eran un enfermo mental. Con amable palabrería, lo encaminaron a su casa, y, dados los atenuantes de su presunta demencia, decidieron perdonarle cualquier multa.

Ya de nuevo en la jaula, Juanjo tuvo que aguantar la reprimenda de su mujer: por venir sin el pan, por todo ese cuento increíble de lo que decía que le había sucedido con la policía, y, sobre todo, por descolocar, por enésima vez, «estoy harta de repetírtelo», los cojines del sofá. Sorteó como pudo los reproches, huyendo hasta la cocina en busca de una cerveza bien fría que atenuase un poco su desolación.

Abrió también una lata de aceitunas negras. Fue entonces cuando se dio de bruces con la reciente nostalgia del anteayer, cuando podía bajar a su antojo al Morriñas. Mientras daba cuentas de la cerveza y las aceitunas, sopesó que, quizá, su única alternativa para burlar el cerco era la temeridad del contagio. Con un poco de suerte, si enfermaba de veras lo internarían en un hospital durante unas cuantas semanas. En el mejor de los casos, quedaría inmunizado y libre, por fin, para ir a donde se le antojase. Lo peor que le podía suceder era la muerte, desde luego, pero ¿acaso no estaba ya casi muerto, como si lo hubieran enterrado en vida? Aquella insidiosa pregunta estuvo pellizcándole por ratos el cerebro durante el resto del día. Incluso le incordió más allá de cuando su mujer, en el dormitorio, apagó la luz de la mesita de noche. Hasta que, por fin y por ese día, el sueño le venció...

Comentarios

  1. Nooo pobre juanjo.. Que haría al dia siguiente con ese bicho? Cuanto mas aguantaría la eteena cuarentena..?
    Recorrí todas esas palabras como resbalandome en la nieve..
    Buen relato miguel!
    Abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Lo que le depare la eterna cuarentena a Juanjo o a nosotros nadie lo sabe.
      Gracias Buhito por pasarte, leer y comentar. Qué más puedo pedir... Un abrazo.

      Eliminar
  2. Me encanta la imagen está viva detrás de un vidrio y volverá a vivir lo que es la vida

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A mí también me gusta, en el pie de foto vinculo a su autora.

      Eliminar
  3. Victor Frankl(creador de la logoterapia) dice que "el sufrimiento tiene sentido."La cuarentena...a Juanjo como a todos ,nos ha servido para reflexionar mucho.Excelente relato!.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Bien cierto es lo que comentas, Mónica. Cuanto menos, esta cuarentena nos ha transformado. Gracias por pasarte y comentar, un saludo.

      Eliminar
    2. Justamente he leído a Victor Frankl en estos días de Pandemia.Juanjo es "un hombre en busca de sentido"...Juanjo lo hace a diario!.Me ha encantado tu cuento Miguel, como siempre cargado de excelentes descripciones,de los personajes,sus emociones, pensamientos y del ambientes,etc.Me quedo con aquello que: "no pocas veces,al enemigo, lo llevamos dentro de nosotros mismos."Gracias por tu arte y generosidad!.

      Eliminar
  4. Dile a Juanjo cuando despierte que se haga voluntario para repartir alimentos.
    Lo que me ha recordado a más de uno y de una! (El bicho también! Jajajajaja)
    Qué bueno! Un abrazo

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares