La coleccionista
Foto por Dietmut Teijgeman-Hansen |
A diferencia de Marta, que tenía su propio piso, a mí no me cabía otra mas que vivir apesebrado en casa de mi abuela. Se podría decir, en cierto modo, que también mi abuela me ha dado asilo, desde que mi madre se metió en la droga y se desentendió de mí. Tuvo un pronto final, mi madre, pero, según mi abuela, es lo mejor que nos pudo pasar, que muriera de SIDA. De mi padre nunca tuve noticias, más allá de la evidencia de que dejó preñada a mi madre y luego se desentendió de los dos, de mi madre y de mí mismo. Igual le había sucedido a mi abuela muchos años antes, con el hombre que la dejó embarazada de mi madre. Como se ve, mi historia familiar es un tanto truculenta y repetitiva, y repleta de desatendidos.
Supongo que, por eso mismo, por el reguero de desatendidos, tanto me cautivaba Marta y su manera solidaria de encarar las miserias del planeta. Ella militaba en todo lo contrario que mi familia: sentía un gran pesar por las desgracias de los demás. No presentí yo entonces que, igual, ese altruismo suyo no era para con todo el mundo. Es por eso que acudí a su piso con Carlos, un refugiado político de Venezuela que conocí en un curso de contabilidad para desempleados. Poco a poco había ido este chico haciendo sus cuentas, para concluir que se le acababa el dinero con el que llegó a España y que pronto le echarían de la pensión en que se había alojado hasta la fecha. «Lo siento —le dijo Marta—, pero no tengo más sitio. Ya ves, este piso, por más metros cuadrados que tenga, es demasiado pequeño como para meter a nadie más». Cierto era que la casa de Marta era más que grande. Situada en pleno centro de Madrid, era admirable su generosidad, pues de haber puesto en alquiler cada habitación habría podido ganar un buen dinero cada mes. Pero a pesar de la amplitud de la casa, con todas esas habitaciones en penumbra repletas de literas y de negros sonrientes —de los que sólo se intuían los ojos relumbrantes y los dientes, y esto último si es que sonreían—, la casa no daba para acoger ni a un inquilino más. «Y ¿por qué no lo alojas tú, a tu amiguito en tu casa?», me reprochó Marta no sin retintín, por lo bajini y a espaldas de Carlos, para que no la sintiera.
A sabiendas de su altruismo, no era la primera vez que acudía a casa de Marta con algún desconocido que me había encontrado desamparado en la calle. Me extrañó que, sin motivo aparente, rechazara mi sugerencia de admitir en su casa a aquella pareja de gitanos rumanos que daba pena verlos, siempre pidiendo en el mismo semáforo, hiciera frío o calor, cerca de los arbustos entre los que habían acampado. Salvo un chico de Mali, siempre rechazó Marta, con cualquier excusa, a cuanto candidato a inquilino le llevé. Me reprochaba lo mismo: que me comprometiese igual que ella y los alojase en mi casa. Ni que fuera tan fácil para mí, viviendo en casa de mi abuela. Pero Carlos me caía demasiado bien como para no insistir en encontrarle un hogar. Demasiado canutas las había pasado ya en su país. Como líder estudiantil, había encabezado varias revueltas en contra del gobierno de Nicolás Maduro. Normal, que tuviera que salir por patas de Venezuela...
Mi abuela desde siempre ha sido muy desconfiada. Como para no serlo, después de la vida atribulada que había pasado por culpa de mi madre. «Tu madre, no es que fuera mala —me ha repetido un millón de veces—. Lo que le pasaba es que era demasiado confiada, y por eso se aprovecharon de ella y la terminaron enredando en todo lo malo que le ocurrió. Pero ella poca culpa tuvo de nada». Según mi abuela, el mundo se divide en dos tipos de personas: los tontos, y los que intentan aprovecharse de los tontos. Yo diría que es demasiado simple, esa afirmación de mi abuela. Porque en la vida no todo es blanco o negro. Independientemente de que se nos catalogue como tontos o aprovechados, todos estamos expuestos a pasar una mala racha, que nos conduzca sin remedio a dormir en la calle. Así se lo expliqué a mi abuela. Y, aprovechando el hilo, le conté el caso de mi compañero de clase. Aún fui más lejos: le pregunté si podía alojarlo en mi habitación, al menos por una temporada. «Ni se te ocurra traerme a casa a ningún revolucionario sudamericano de esos. A saber por qué ha tenido que salir escopetado de su país, a saber...».
No veía pues ninguna posibilidad de dar refugio a Carlos. Al menos no en casa de mi abuela. Tal vez, me había fallado la estrategia. De seguro hubiera tenido más éxito si le hubiera venido a mi abuela con el cuento, por ejemplo, de que me había vuelto homosexual y que Carlos era mi novio. Pero no sé... Igual a mi pobre abuela le hubiera dado un síncope por lo inesperado de la revelación, de que yo fuera gay. Para qué andar pues enredando con argumentos más propios de una telenovela, en este caso venezolana...
Volví a suplicarle a Marta, y le conté todos los exabruptos que, acerca de Carlos, había soltado mi abuela por la boca. Pero el caso es que a Marta le exasperaba todo aquello que sonara a oposición al régimen bolivariano. Más bien simpatizaba con la causa chavista. Puede que fuera muy empática con la situación de desamparo de sus refugiados, pero me dejó bien claro que no quería a Carlos en su casa. «A mí no me líes con tus historias. Lo que deberías hacer es irte de casa de tu abuela, y tomar de una vez las riendas de tu vida». Pues sólo me faltaba eso: si me lanzaba a la aventura el problema se agravaría. Con mi mierda de trabajo en la pizzería, sólo de fines de semana, me vería abocado más pronto que tarde a dormir también en la calle.
«No te preocupes —me dijo Carlos—. Es lógico; esa amiga tuya sólo acoge a morenos». Le dije a Carlos que no dijera tonterías. Pero el caso es que me sembró una duda razonable, pues cierto era que en el piso de Marta sólo vivían subsaharianos negros. Los había de múltiples nacionalidades: de Togo, Liberia, Costa de Marfil, Mali, Guinea-Bisáu... Aquella casa parecía un congreso de la Unión Africana.
Por un tiempo, a Carlos no le cupo más remedio que dormir al raso, y resignarse a soportar las frías noches invernales de Madrid. La experiencia debió resultarle demasiado extrema, siendo caribeño. Algunos sábados venía a visitarme a la pizzería. Yo le invitaba a pizza, y a un café bien caliente que le traía del bar de al lado. Una tarde, le animé a acompañarnos, a Marta, a mí y a unos amigos, a una manifestación para reclamar derechos para los migrantes sin techo. Resultaba contradictorio, ver a un disidente venezolano en medio de alguna que otra bandera roja y símbolo de izquierdas. Se notaba a la legua que estaba tenso y a disgusto. En el momento en que Marta le hizo un gesto despreciativo e irónico se marchó contrariado, quién sabe a dónde. Desde luego, que no para su casa...
Pocos días después, a Marta la intentaron violar en su propio piso. Fue uno de los chicos que acogía, en concreto, un liberiano, aprovechando que se encontraban los dos solos en casa. Por fortuna, en ese momento regresaban otros dos de los inquilinos del piso, y cuando sintieron los gritos de socorro de Marta impidieron la agresión. Estaba muy afectada cuando me contó todo, como es natural. Quedamos en una cafetería. No sabía cómo animarla y, como forma de romper el hielo, sólo se me ocurrió soltar una gran chorrada: «Eso te pasa por coleccionar negros». Me mandó a tomar por culo, como es lógico. O más bien, fue ella la que puso tierra de por medio: allí me dejó, plantado con los dos cafés, el suyo y el mío.
Carlos terminó encontrando una casa y un trabajito para ir tirando. Se encarga ahora de cuidar a un anciano. Aunque le pagan una miseria, y más teniendo en cuenta su formación universitaria, al menos tiene asegurada una habitación y la comida. Está intentando arreglar papeles, a ver si con un poco de suerte puede traerse a su novia para que le haga compañía.
Por mi parte, Marta no quiso saber nada más de mí, desde que le hice aquel desafortunado comentario sobre su colección de negros. En el fondo, creo que me sentía algo celoso de aquellos chicos, porque les prestaba más atención que a mí. Dejó de responder a mis mensajes, y tampoco me cogía el teléfono. He terminado muy desencantado de ella y su particular manera de practicar la solidaridad. Y, por extensión, también de la vida y del mundo mismo. Me temo que, como mi abuela, terminaré volviéndome, con el paso de los años, cada vez más desconfiado y renegón...
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