El bota de oro

Foto por Bronski Beat
—Andá y acercáate a las oficinas del club, y pídeles que te devuelvan al menos una.

Terminó Lionel haciendo caso a su señora, aunque hubiera preferido no pasar por tal humillación. Pero no le quedaba otra... Los malos consejos financieros, sobre todo, más una serie de indemnizaciones que tuvo que que afrontar a causa de un turbio asunto en que lo enredaron, y, por último, las facturas de un exclusivo hospital estadounidense, por los remedios empleados en vano en la incurable enfermedad de un pariente suyo, lo fueron precipitando al abismo de los que no llegan a fin de mes.

Ahora, el hombre que tras la ventanilla lo atiende, acaba de hacer un raspón en la piedra de toque, con aquella bota de oro macizo que Lionel acaba de rescatar de las vitrinas del club. Ni siquiera lo ha reconocido al entrar, el hombre, ni apenas mirado a la cara. Por otra parte, casi nadie lo relaciona ya, a sus setenta y muchos años, casi un octogenario, con aquel futbolista eléctrico y habilidoso de su Gloriosa Era. Cerca de cuarenta años han pasado desde que colgó las botas, cómo lo olvidan a uno, cuando ni para el recibo de la luz tiene...

Quedamente, como se apoderan el musgo y los helechos de las aldeas abandonadas del Pirineo catalán, la apatía y la decadencia de la ciudad le escamotearon la oportunidad de ser tenido en cuenta, más allá de las estadísticas balompédicas. Quién se lo iba a imaginar, esos casi 40 años atrás, en el día de su retirada; hasta la bandera estaba el Nou Camp para verlo jugar el último partido, la afición sobrellevando a duras penas la prematura nostalgia, y todos los compañeros de generación allí congregados, junto a él, para decirse qué buenos que hemos sido; otros vendrán a sucedernos, Leo, pero como nosotros, ya no habrá...

Nunca ha sido Lionel de mucho hablar, más bien retraído, y menos de crear polémicas, ni tampoco de dichos, ni de diretes. Tal vez por eso la prensa deportiva y los políticos lo dejaron tranquilo, cogiendo polvo en la desmemoria colectiva, como un mueble inservible arrinconado en un desván. Y ahora, el hombre tras la ventanilla vierte una gota de ácido nítrico con el cuentagotas, sobre la raspadura que la bota de presunto oro ha dejado en la piedra de toque, y añade, en su rostro recontraconcentrado, un diminuto gesto de autocomplacencia, tan minúsculo que pasa inadvertido para Lionel:

—Lo que yo suponía: esto no es oro. ¿De dónde lo sacó? Parece una réplica de aquellos trofeos que les daban a los jugadores del Barça, cuando se hinchaban a meter goles. ¡Anda que no ha llovido desde entonces, si hasta éramos los amos de Europa, y usted y yo jóvenes!... Claro, que todo aquello terminó tras la independencia...

Decepcionado, como cuando fallaba un penalti, Lionel toma su bota ful y sale de la tienda de empeños. Tampoco es que le haya extrañado demasiado, que el trofeo sea de un oro tan falso como la eterna promesa de remodelar el Camp Nou, mantra inservible que repite la directiva del Barça a sus feligreses, cada inicio de temporada. Se desmorona el estadio a pedazos, así como la esperanza de los aficionados más veteranos, la de ver, antes de morir, a su equipo ganar al menos dos partidos seguidos de la Champions...

Más allá del fútbol, desconoce Lionel toda estrategia acerca de la vida. Pese a todos los años que amontona de paciente matrimonio, no se imagina cómo va a encarar a Antonela, su mujer, cuando llegue a casa, hacerla entender que, dada la lamentable situación por la que atraviesa el Barça, lo más probable es que el oro y la plata de la sala de trofeos hayan sido fundidos hace tiempo, con el fin de liquidar deudas. De las botas de oro que prestaron los antiguos jugadores para ser exhibidas en las vitrinas del club —incluyendo la que Lionel transporta ahora, disimuladamente en una bolsa de deporte, y las otras que recibió—, no debe quedar más que un amago disfrazado de verdad.

Desciende Lionel cabizbajo por Las Ramblas, a contra corriente de la legión de cruceristas que arribaron a puerto no hará ni una hora. Entre selfies y souvenirs, ignoran estos su chaparra y encorvada figura, el rostro fofo y ojeroso, mientras avanza esquivo, como siempre, vencido como nunca. Se pregunta Lionel, de camino a casa, si su esplendoroso pasado fue alguna vez real, o no es más que un mero antojo de su imaginación, los primeros síntomas de una demencia senil que ya viene acechando, no sólo a él, sino al estado de las cosas en general, y a todo lo que huela a gloriosa memoria en esa desdichada ciudad, la que con él antaño refulgió, la misma que, como a los moribundos de un hospital de pobres, aún lo acoge...

Comentarios

Entradas populares