Cabrón menudo
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Aparte del calor, le intranquilizaba a Arturo la cuestión pendiente que don Secundino había dejado en sus manos. Una semana exacta había transcurrido desde que se atrevió a entrar en el despacho del jefe, con la intención de reclamarle esa mejora salarial que, en su opinión, tanto merecía. Entonces había llamado a la puerta con decisión, convencido de sus rumiados argumentos. Pero en cuanto empezó a largar su discurso, más que de sobra ensayado, con el patrón allí delante, el puñetero, mirándole a los ojos desde su posición de sentado, la voz se le quebró, a Arturo. Aunque don Secundino era calvo y rechoncho, casi un enano, un mindundi, hablando claro, Arturo nunca podía disimular el temor que le tenía. Cabrón de todas las maneras, del derecho y del revés, pues menudo cabrón era el cabrón menudo...
Como a perros castrados los tenía el amo a todos, igual de amaestrados, a Arturo y al resto de compañeros. Para ser jefe, pensaba Arturo, hay que tener un don especial que a él no le acompañaba, una personalidad blindada a las corrosivas lágrimas ajenas, y una seguridad, en uno mismo, como para no mudar de color ni aun en pelota picada en una misa de beatas.
No previó Arturo el inconveniente que, a la larga, supondría que el director general aceptase su propuesta. Así, tan fácil, de primeras. Y, en apariencia, lo hizo de buen grado. Es más: dijo, el muy hijoputa, que ya le iba extrañando, desde hacía años incluso, que no le hubiera reclamado esa mejora salarial que, sin lugar a dudas, le correspondía. En resumidas cuentas: estuvo del todo de acuerdo con Arturo. Pero claro... Se lamentó, ya de paso, el jefe, de que a la empresa no le estaba yendo del todo bien últimamente. Ya se sabía... Que si la crisis, como una helada negra, continuaba asolando a todos los negocios, y para colmo de males la recuperación económica no terminaba de llegar; que si para más inri los del Gobierno, ¡los muy mamones!, todo el día predicando, por todos lados y medios, el resurgir de brotes verdes y la inminente primavera económica, pero que luego na de na; y que si lo de los políticos no era más que cuento, ¡menuda gentuza!, pura charlatanería lo que largaban por la boca, para tenernos bien distraídos y más que engañados a todos...
Añadió, don Secundino, que lo que deberían hacer esos ministruchos de chicha y nabo era dejarse de tocar los huevos de una vez, y venir a darse una vuelta por Cojoplástica S.L., que él mismo les mostraría, en persona, la cuenta de resultados de los últimos cinco años, a ver si entonces tenían, el ministro de economía y sus ¡asesores de mierda!, parásitos todos, los cojones de venirle a él con charlatanerías de mercadillo. En resumen, vino a concluir el director general: que con cuentos chinos a otro, pues, aunque él no era un rojo comunista, eso por descontado, tampoco un imbécil integral que se hubiera caído de un guindo antiayer.
«¿Por dónde íbamos, Arturo? ¡Ah, sí, el tema de su aumento!», fue, literalmente, cómo retomó don Secundino el hilo de la conversación que se había traído con su empleado, aquel caluroso miércoles de hacía justo una semana. Se mostró dispuesto a concederle el aumento de sueldo que le pedía, sí, pero, en vista de lo visto, y dadas todas esas circunstancias que acababa de exponerle, para que la subida fuera viable habría que rascar de algún lado:
—Yo, a su petición, no le veo más que una alternativa, Arturo: tendremos que despedir a alguno de sus compañeros. Le voy a ser franco:
dos meses hace que llevo dándole vueltas a este asunto, el de prescindir de alguno de
ustedes. Porque a ver si va usted a creer que uno toma este tipo de
decisiones así a la ligera, como si nada le importara. A fin de
cuentas son ustedes personas, y no máquinas, ni tampoco galgos de caza a
los que uno pueda colgar de un árbol cuando ya no le sirven.
Entiéndame, Arturo: tomar una decisión así, como la de despedir a alguien, no le
resulta a nadie fácil, independientemente de la indemnización que le vaya a
suponer a la empresa, por supuesto. Por eso, cuando ha entrado usted en mi
despacho con su razonable demanda, en el fondo ha venido a hacerme un favor.
Sí; bien crea que me lo ha puesto a huevo, como aquél que dice...
»Opino como
usted, que se merece ese aumento de sueldo, ya se lo he dicho. Pero como
contraprestación, le voy a pedir que se ponga en mi lugar, y me haga el favor
de echarme una mano. ¿Quiere ese aumento? Pues bien: dígame, a
quién despedimos. Imagino que no se ofrecerá usted mismo como voluntario, eso
lo puedo entender, es natural, que no quiera autoinmolarse como aquellos kamikazes de la Segunda Guerra Mundial. Sí, ya no
quedan héroes como los de antes, Arturo... Aunque a veces todavía uno se sorprende cuando, por la tele, sacan por ejemplo a algún chalado rescatando a un gato o a
un niño de un incendio, ¿verdad? Doy por hecho que, en la cuestión que nos atañe, optará usted
por salvar su propio pellejo. Así que vaya pensándoselo y dígame
de quién, en su opinión, conviene que prescindamos y por qué razones. Y piénselo bien, Arturo, no se me vaya a apresurar. No tiene que darme la respuesta ahora mismo. ¿Qué día es hoy, miércoles? Una semana... El miércoles de la semana próxima, al
final de la mañana, a más tardar, me comunica su resolución. Como le digo, sopésela detenidamente; piense bien los argumentos que me va a dar para señalar a tal o cual
compañero. Que luego, el descartado todavía tendrá la poca vergüenza de echarnos en
cara, a mí y a Cojoplástica S.L., que tomamos las decisiones así al tuntún. La gente es muy desagradecida, Arturo, a pesar de todo lo que venimos haciendo desde siempre por ustedes.
Por lo que a mí, y a esta empresa respecta, tenga por seguro que le
vamos a estar muy agradecidos. Que no le quepa la menor duda de que,
con lo que conseguiremos ahorrarnos gracias a su colaboración, será de sobra
recompensado. Aunque ya le prevengo que no verá repercutido el susodicho
aumento de sueldo hasta fin de año.
»Está bien, Arturo; ahora continúe con su tarea, que
hoy tengo mucho lío y ya me ha entretenido bastante; se creen estos del Gobierno que aquí, y en todas partes, se atan los perros con longaniza...
Siete días habían transcurrido desde aquel encuentro de Arturo con don
Secundino. Siete días en que el dócil empleado había malgastado la jornada laboral como un inútil, dibujando circulitos en el cuaderno que solía utilizar para
planificar las tareas de la oficina. Siete días con la mente extraviada en una
nebulosa de culpabilidad, abandonado a las reflexiones circulares y al acecho
de sus compañeros. Parapetado tras la pantalla de su ordenador, no había hecho
otra cosa más que espiarlos, buscando alguna excusa que lo exculpara del pecado que iba a cometer. Siete días aplatanado por el calor y acosado por
la proximidad de un patíbulo que él mismo, sin querer, había construido bajo
sus mohínos zapatos de gris oficinista...
El calor lo iba acogotando a Arturo aquella
mañana, cada vez más, según el plazo que le había concedido don Sencundino iba llegando a
término. Al menos, durante el verano se libraban, él y los otros oficinistas varones, de la rigurosa corbata que se les exigía durante el resto del año. Aquella
corbata, aquel día, habría sido como otras soga más alrededor de su cuello, aparte del calor desmesurado y los remordimientos.
Le sabía mal a Arturo que, por tan poco, estuviera a punto
de venderse. Como de costumbre, el trilero del jefe le había vuelto a desplumar. De
alguna forma le iba a ascender, sí, pero a un infame cargo de juez y verdugo,
retractilado todo en un mismo pack y a un módico precio. Señalar a
uno de sus compañeros, para arrojarlo al saco sin fondo de la montonera de
desempleados, no era muy distinto que ajusticiarlo.
Lo de menos, ahora para Arturo, era el asfixiante calor o cualquier inexistente corbata. Lo que lo tenía bien agarrado por el cuello era su propia angustia, apretándoselo como un garrote vil al ritmo paciente en que el reloj de la oficina iba mareando los minutos. La proximidad de la hora de comer le retorció el estómago, no por la habitual sinfonía de retortijones gástricos, sino porque veía expirar el plazo que don Secundino le había dado, sin que aún se hubiera atrevido a notificarle su
veredicto...
Sopesó qué sería mejor, si comunicarle ya al amo su
decisión, o dejarlo para después de comer, no fuera a ser que la pitanza se le
acabara indigestando. Aunque, con toda probabilidad, se le indigestaría de
cualquier manera... Tal vez, sólo por eso, se armó de coraje y, de una vez por
todas, se acercó hasta el despacho del director general.
Picó tres veces en la puerta. Tras la puerta, escuchó la voz amortiguada de don Secundino, imperiosa e inmutable, como siempre, dándole paso. Sobre el pomo de la puerta, dejó Arturo la huella de su mano sudada...
Picó tres veces en la puerta. Tras la puerta, escuchó la voz amortiguada de don Secundino, imperiosa e inmutable, como siempre, dándole paso. Sobre el pomo de la puerta, dejó Arturo la huella de su mano sudada...
No imaginaba entonces Arturo, cuando traspasó aquella
puerta, que don Secundino tenía la decisión más que tomada. Al fin y al cabo, era lo más previsible. Pues, aquel jefecito de mirada pétrea e irreductible, no era de los que
se dejaban aconsejar. Para qué estaba él, si no, al mando de
Cojoplástica S.L. Sólo el sillón regulable de tapicería de cuero, modelo Big Star, que amortiguaba sus pedos, valía más de lo que en un mes cobraba cualquiera de sus
empleados. Para eso detentaba él, como único accionista de Cojoplástica
S.L., el cargo de director general: para tirarse pedos a su antojo...
Si despreciaba el jefe a toda esa patulea de ministruchos del Gobierno, era porque en todo momento necesitaban rodearse de
consejeros, de puro incapaces mentales que eran. En Cojoplástica S.L., así como en las demás facetas de su vida, para decidir sobre cualquier cuestión se bastaba él solo: don Secundino
Amor del Perojo...
Entró pues expectante Arturo en el despacho del jefe, con la ingenuidad y el respeto de un escolar
reclamado por su director de primaria. Tras tanto discurrir durante toda
la semana, le comunicó a don Secundino que, en su modesta opinión, Juana era
la compañera de quien se debía prescindir. Una lástima, que tuviera
tres niñas y un marido desempleado, pero, desde su humilde punto de
vista, aquella administrativa, cuarentona y algo neurótica, era la menos productiva
de toda la oficina.
Añadió, a continuación don Secundino, tras darle las gracias a su empleado, que se veía en la obligación de prescindir también de sus servicios, los del mismo Arturo. «Créame, que lo siento de veras, Arturo, pero nuestra cuenta de resultados está al borde de los números rojos. Debe entender usted que, dada su inminente subida de sueldo, nos va a resultar demasiado caro. Sintiéndolo mucho, en los momentos actuales no nos podemos permitir a alguien de su valía».
Aquel mismo miércoles, al finalizar la que fue su última jornada laboral en Cojoplástica S.L., Juana y Arturo recogieron sus
enseres personales, todos aquellos que tenían desperdigados por sus respectivas mesas de
trabajo. En una caja de cartón, Juana metió, junto a un sinfín de bártulos y las
lágrimas que le llovían, una fotografía de rostros sonrientes, los de sus tres niñas, el marido desempleado y ella misma, durante un veraneo en la playa. Los trastos de Arturo no fueron ni tantos ni tan valiosos: un bote desbordado de bolígrafos —la mayor parte inservibles—, y un cuaderno con anotaciones y unos cuantos garabatos circulares.
También recogió de su mesa, Arturo, un cactus de pelos trastornados, tan enmarañados, como los pensamientos que, por la cabeza, le rondaban mientras hacía el petate, en aquella tarde de miércoles bochornoso...
También recogió de su mesa, Arturo, un cactus de pelos trastornados, tan enmarañados, como los pensamientos que, por la cabeza, le rondaban mientras hacía el petate, en aquella tarde de miércoles bochornoso...
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