Expatriados

Foto por veteporlasombra
Expira la tarde en Carabanchel Bajo. Atrás, un sábado lluvioso del mes de abril, y la casa de mi padre en Usera, de la que vengo dando un paseo. La avenida de Oporto, a la altura de la iglesia de San Vicente de Paul, es un sendero de losetas amplias, bien asentadas, y algunos charco breves que prefiero ignorar, pues me ofrecen el reflejo de un tipo al que me aburre escuchar desde hace tiempo. Próximo a la escalinata por la que se accede a la iglesia hay un semáforo. Conduce el semáforo a una plaza, densa de bulliciosa humanidad y mobiliario urbano, que recibe el nombre de la iglesia. Estoy a medio camino de cruzar la breve calle por el semáforo, cuando me encuentro con Jose.

—Adiós Jose.

Jose se detiene; yo amago con continuar mi paso.

—¿Quién eres?

Me paro yo también; desando un par de pasos y observo a Jose de cerca. A través de unos labios que apuntan a leporinos —al menos en mi recuerdo vago— entreveo unos dientes con restos de comida, como de venir comiendo panchitos. Presenta Jose el aspecto de un neonazi retraído: cazadora bomber verde-militar, el pelo ralo, que le nace del cráneo contraído y cuadriforme, como el de un homínido rescatado de algún glacial para la Historia, y complexión delgada y un poco gibosa. Tiene algo su fisonomía de pollo flaco y desplumado; la mía, de capón dispuesto para la cena de Navidad.

—Míguel —respondo.

En la creciente oscuridad de la tarde, desde el estrecho cráneo en el que están incrustados, los ojillos de Jose intentan descifrar mi identidad,

—Ah, de OSCUS.

Le aclaro que jamás tuve nada que ver con la gente de OSCUS, que nos conocimos en las actividades de tiempo libre que realizaba junto a mis compañeros de la asociación Kandil.

—Jugaste alguna vez con nosotros al voleibol, en el Olof Palmer. La red era una cuerda que atábamos entre dos árboles. A veces también íbamos al Pradolongo. Tú venías porque eras amigo de Auri.

De aquellos juegos infantiles habrán pasado al menos veinte años. Por entonces, yo era un veinteañero; Jose, apenas un chiquillo. Normal que no se acuerde. Insiste en el tema de OSCUS.

—¿Ahí os ayudaban con los deberes de clase, no? Pero yo nunca estuve en ese sitio —le vuelvo a aclarar—; yo era de Kandil. No sé si te acuerdas de mis compañeros: de Raúl...

—No me acuerdo.

—Nati...

—Ah, sí, de Nati sí me acuerdo. ¿Era mulata, no?

—No, no era mulata. Era paya —bromeo.

Le acabo liando a Jose, con la broma de que si Nati era paya.

—¿Era gitana?

—No, no era gitana.

—¿Quedas con ellos todavía?

Supongo que por la cabeza de Jose sobrevuela la posibilidad de que aún sigamos quedando, los monitores de Kandil, a jugar en el parque con los chavales. Pero aquella asociación, y no pocos ideales de juventud, hace años que se fueron como por el desagüe...

—Sí, a veces los veo, más a Raúl. Se casó y tiene tres hijos. ¿Y tú, sabes algo de Auri?

—No; ya hace mucho que no sé nada.

—Eso me contaste hace tiempo, un día que te vi paseando por Usera: que os peleasteis y ya no os hablabais. Tú vivías cerca de su casa, ¿no?, por el parque del Olof Palmer. ¿Sigues viviendo por ahí?

—No, ya no. Vendimos la casa. A mi padre le dio un ictus.

Jose me cuenta, con su voz nasal —una pizca gangosa—, que a su padre le dio un ictus un viernes. Estoy a punto de decirle que a mi madre le dio un derrame cerebral también un viernes, pero omito el detalle; prefiero escuchar su historia. Tras el ictus, me cuenta Jose que a su padre lo tuvieron que internar en una residencia.

—En el Cristo de la Victoria, al lado de donde está ANDE.

—En ANDE hice yo la prestación social —comento, con la intuición de que Jose no entiende de qué le estoy hablando.

—Como me daba miedo vivir solo, por si entraba alguien por la noche y eso, me fui a casa de mi hermana, que vive cerca de aquí.

Le comento, ya de paso, que yo también me vine a vivir a Carabanchel, ahí a la vuelta.

—Y aunque el piso me correspondía a mí —continúa Jose—, decidimos que lo mejor era venderlo. Ahora viven ahí unos chinos.

—¿Y trabajas... —al vuelo me entra la duda de que a Jose lo quieran contratar en alguna parte, dada su aparente discapacidad intelectual— o estás haciendo algún curso?

—No; me vendo los fines de semana.

Me estremezco, no entiendo nada... ¿Qué es eso de que se vende los fines de semana? ¿Para buscarse la vida?

—¿Cómo? —insisto para que me aclare.

—Que me vengo a casa de mi hermana los fines de semana.

Por suerte le había entendido mal; su vocalización es tan burda como mi oído.

—¿Pero entonces no vives siempre con tu hermana?

No comprendo demasiado las explicaciones que me da a continuación, pero me hago a la idea, por lo que me cuenta, de que está interno en alguna residencia de fuera de Madrid.

Hacemos el amago de despedirnos, pero la conversación rebrota; se nota que ninguno de los dos tenemos prisa alguna.

—¿Cuándo le dio el ictus a tu padre?

—Hará como dos años.

—¿Y qué tal está ahora?

—Pues el hombre está ya mejor. Le tuve que ayudar el otro día para ir al baño, porque al levantarse de la cama se iba cayendo poco a poco para un lado, y claro, no le iba a dejar que fuese solo. Eso sí, no ve muy bien.

Tampoco yo vislumbro demasiado claro: imagino que Jose me habla de que ayuda a su padre cuando va a visitarlo a la residencia. Aunque cabe la posibilidad de que sea en casa de su hermana, si lo tienen de visita. La verdad es que empiezo a hacerme un lío, entre tanta casa y tanta residencia.

—Algunas veces, cuando te he saludado en Usera, ibas con un señor, no sé si sería tu padre.

—Sería... —Jose se queda pensativo—. La verdad es que a mí Usera me tira mucho, pero bueno...

—Sí, a mí también me tira... Por eso no me he ido a vivir muy lejos, aquí al lado, ya te digo. Pero este no es mi barrio. Cerca de aquí me encontré un día a Auri, que iba con su marido.

Recuerdo a Auri en su adolescencia como una chica regordeta con muy pocas luces, sonriente y bonachona, eso sí, por no decir simple. Su madre se traía cierto idilio con el alcohol. Cuando me la crucé, a Auri, hará unos tres años, también en la avenida de Oporto, me contó que tenía ya tres hijos —quizá le esté añadiendo uno de propina, no recuerdo bien—. La acompañaba el padre de los niños, un sudamericano de maneras amables, vestimenta ausente de fantasía de trabajador emigrante, y al menos diez años mayor que ella. Acarreaban un carrito de la compra del que sacaron, para refrescarse, una botella de agua helada, pues hacía calor —debía ser verano—. Según me contaron, habían salido a pasear —un kilómetro y medio de paseo, desde Usera—. Me pregunté a dónde irían con el carrito desde tan lejos. En aquel primer y único encuentro, el marido de Auri me manifestó su gran desazón por tener que vivir bajo el mismo techo que su suegra, a expensas de ella y bajo la tiranía de su mandato. «Si usted supiera de algún trabajo...», me dijo el hombre. Pero lamentablemente, ni era entonces, ni soy, agencia de colocación. No obstante, les tomé el teléfono; uno nunca sabe... Por intermediación de mi tía, como un mes después Cáritas terminó llenándoles aquel carrito de la compra. Cuando hablé con Auri por teléfono, para decirle a dónde se debía dirigir para recoger los alimentos, me sorprendió descubrirla en su faceta de madre enojada y vociferadora. De muy malas maneras, la sentí reprender a sus chiquillos para que se callaran, pues no la dejaban escuchar nuestra conversación. En nada se parecía a aquella adolescente simplona y sin responsabilidades, de unos trece años, que había conocido hace veinte...

—Pues Auri a mí ya ni me saludaba —me explica Jose—. Desde un día que estuve en su casa, y estaba como borracha, ya no me quiso hablar. Y a partir de que se echó marido, no sé por qué, si me veía por la calle miraba para otro lado, haciendo como que no me veía. Si hasta se cambiaba de acera...

—Hombre, yo siempre te voy a saludar, a menos que no te vea —le digo quitándome las gafas y hierro al asunto—. Eso sí, si voy con prisas a algún lado te diré sólo adiós. Bueno, Jose, pues supongo que ya nos cruzaremos algún otro día, por aquí o por Usera.

Nos despedimos, Jose y yo. Por fin termino de cruzar el semáforo, y me adentro en la plaza de San Vicente de Paul. Más o menos, ambos nos alejamos persiguiendo la misma dirección, pero por caminos distintos, como dos expatriados orbitando alrededor de un pasado común y los mismos temas, conscientes de que jamás regresaremos, más que de visita, al país emocional del que partimos...

Comentarios

  1. Gracias Miguel, por dejar plasmados estos recuerdos de juventud! Tú serás siempre userino al igual que nosotros.

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    1. Entre esos recuerdos estáis vosotros, por supuesto. También sois presente, por suerte.

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  2. Me ha dejado un sabor agridulce, pero el final compensa el "agri" ;)

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    1. Sí te dejó ese sabor agridulce entonces logré expresar el mismo sabor que me dejó a mí el breve encuentro con Jose aquella tarde. Gracias por leer, a ver si nos vemos pronto.

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