La mujer de la parada
Foto por Sigfrid Lundberg |
Trabajo como vigilante nocturno en una residencia de ancianos, situada en un pueblo a las afueras de Madrid. Mi jornada laboral es bien simple, más bien diría aburrida: estar atento por si algo interrumpe la quietud de la noche, pero como nunca sucede nada, básicamente me limito a procurar que el sueño no me venza. Ya cerca del amanecer tiene lugar el cambio de turno. Es entonces cuando, aún de noche, abandono la residencia y me encamino a la parada del autobús.
La parada tiene por techo un semicilindro de metal pintado de rojo. Se asemeja bastante a un enorme barril de petróleo, al que hubieran cortado por la mitad longitudinalmente. Tres paneles de cristal, encajados en guían metálicas, también pintadas de rojo, conforman la pared trasera, más otro panel adicional en el extremo derecho, que alberga los horarios y rutas de los autobuses. Al lado opuesto por el que estos llegan, formando esquina con la pared trasera, hay una vitrina que encierra, por ambas caras, sendos pósteres publicitarios. Recuerdo a la modelo, flaca y etérea, de uno de estos anuncios: su mirada lánguida y perdida, siempre resignada a esperar un incierto autobús que nunca debió llegar. No tardaron en reemplazarla por una lata de bebida energética. Ni hecho aposta, pues, a las horas en que espero el autobús, tengo tan poco fuelle como un anciano encarando una cuesta arriba.
Sirve como asiento, en la parada, una plancha horizontal de metal perforado. Está anclada a cada una de las guías metálicas de la pared acristalada posterior. En ese asiento, cuando hace frío, se le queda a uno el culo congelado. Aunque siempre queda la opción, sobre todo si te toca esperar de pie, de apoyarte en el incómodo tubo de acero, en forma de U invertida, que, anclado al suelo, se encuentra junto al panel informativo. A pesar de ser bien inhóspita y fría el conjunto de la marquesina, al menos en algo te resguarda de la lluvia y el viento. Eso, si no le da por soplar de lado. En verano te mantiene a salvo de la solana, aunque a veces hay que buscar la sombra por fuera, en la parte de atrás de la marquesina.
Diez minutos casi exactos tardo de la residencia a la parada. No hay nadie allí cuando llego. La mujer aparecía unos seis minutos y medio después que yo, puntual e inevitable como una enfermedad hereditaria. Con su rictus serio e inamovible, parecía que estuviera contrariada con el mundo. Siempre se sentaba en el banco metálico, por muy helado que éste estuviera. Yo prefiero esperar de pie la mayoría de las veces, por eso de estirar las piernas; ya suficiente tiempo paso sentado durante mi guardia nocturna. Acostumbra también a ser puntual el autobús, entre catorce y quince minutos después de mi llegada. Es entonces cuando la mujer se incorporaba del asiento, con la intención de subir al autobús. No sé cómo lo hacía, pero se me adelantaba todas las veces, en la brevísima fila que formábamos los dos.
Mi madre siempre me reprochaba que yo no era muy espabilado. «Desde luego que no eres de esos que se las apañan hasta para sobrevivir en un campo de exterminio», me decía. La verdad, es que no creo que nada tenga que ver una parada de autobús con un campo de concentración. Pero en fin, cosas de mi madre... Para algunas explicaciones era bien bruta y de hablar sin rodeos. Aunque supongo que algo de razón llevaba. Me daba mucha rabia que la mujer siempre escogiera mi asiento favorito, en el bus. En concreto, el de la primera fila, junto a la ventanilla del lado opuesto al conductor. Cualquiera me dirá que no era para tanto, que podía yo escoger cualquier otro asiento, sobre todo teniendo en cuenta que, aparte de la mujer, el chófer y yo mismo, nadie más iba en el bus a esas horas. Todas las localidades estaban vacías. Pero es que soy un tanto maniático, y siempre he tenido el capricho de contemplar, con la mejor perspectiva posible, la salida del sol, mientras el autobús avanza como a su encuentro, dejando atrás la carretera... Tanto coraje me daba que la mujer se me adelantara, que acababa sentándome en la otra punta del autobús, en los asientos de la última fila del lado del conductor.
Así he estado un año y cinco meses, renegando de la mujer y sin saber cómo atajar esa actitud suya, tan incívica, desde mi punto de vista. Durante todo ese tiempo me dediqué a madurar un plan. Hasta que por fin, hace siete semanas con tres días, me atreví a ponerlo en marcha. Simplemente una mañana, en cuanto la vi aparecer por la parada, le di los buenos días. Le comenté, también, algo insustancial sobre el tiempo y la llegada de la primavera. No me sirvió de mucho, pues, como de costumbre, se me adelantó en la fila. Por lo menos, al día siguiente fue ella la que, cuando llegó, me dio los buenos días. Tres días después, aunque seguía quitándome mi asiento favorito, ya estábamos conversando. Conociéndonos un poco, vaya. Ni que decir tiene que me sentaba junto a ella en la primera fila, en la plaza libre de al lado. Nuestra conversación debía amenizar también el trayecto del conductor, pues le sorprendí varias veces observándonos a través del espejo retrovisor.
Entre otras cosas, la mujer me contó que se llamaba Adela, y que cuidaba de una viejita durante las noches, hasta que la hija de ésta regresaba del trabajo y podía hacerse cargo de su madre. Toda una casualidad, que Adela y yo tuviéramos en común la manera de ganarnos la vida, con los ancianos. Aunque, eso sí, mi trabajo es más al por mayor. También me contó que era peruana; ya imaginaba yo que debía ser de algún país de Sudamérica, por su piel morena y ojos achinados. Aunque, sinceramente, esperaba que tuviera un nombre más telenovelesco, como Magali, Karen o Medalid. El de Adela me parece, hoy día, no sólo inusual para una sudamericana, sino para cualquier mujer. A fin de cuentas, qué sé yo de mujeres latinas, y eso que desde siempre me han gustado. Pero hasta entonces, nunca me había atrevido a dirigirle la palabra a ninguna.
La anciana que Adela cuidaba se murió hace trece días. Es lo que tienen los viejos, que en cuanto te encariñas de ellos se borran de tu vida. Con la muerte de la anciana, Adela se quedó sin trabajo. Ahora que ya empezábamos a entendernos, fui consciente de que ya nunca me la volvería a encontrar en la misma parada...
Hoy por la mañana, también muy temprano, Adela y yo nos hemos vuelto a subir juntos a un autobús, bien distinto. Esta vez lo hemos hecho para compartir un largo viaje, de vacaciones. Como Adela llevaba cinco años sin visitar su país, le propuse que, aprovechando la desgracia de haberse quedado sin empleo, nos tomáramos un respiro juntos. Creo que ya nos lo íbamos mereciendo, después de tanto trabajo nocturno. En Lima, hemos comprado un par de pasajes con destino a Cajamarca. En total, catorce horas y cuarenta y tres minutos de nada. Por fin —ya era hora— Adela me ha dejado el asiento del lado de la ventanilla: como es lógico, prefería recostar su cabeza sobre mi hombro, antes que sobre el frío y duro cristal.
Mientras Adela dormita, yo miro y remiro el paisaje a través de los ventanales. Amanece. Por estos parajes semidesérticos de la costa, las sombras de los matojos se arrastran despaciosamente, como lagartos adormecidos y formidables. Al otro lado de la carretera, el océano Pacífico es un sinnúmero de ojos desperezándose a la vez, un sembrado inabarcable de pupilas que reflejan cada incipiente rayo de sol. Me ha dado por pensar en las palabras de mi madre, en todo aquello de los campos de exterminio. No sé si estará bien decirlo, pero me invade una gran sensación de paz, como si reposara ya eternamente en algún cementerio de estos páramos remotos, y no me importase el estar muerto. Según va saliendo el sol, Adela, como una gata malcriada pero agradecida, se acurruca, cada vez más, sobre su asiento y sobre mí...
Inmutable y confiado, el autobús rueda y rueda por la Panamericana. Su traqueteo, monótono, nos arrulla, a Adela y a mí, kilómetro tras kilómetro, de esta carretera sin fin...
Bireen
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