El sótano
Foto por Ashley Rose |
Ella se quejaba por todo: por el aire húmedo e irrespirable, el frío o el calor, por la comida enlatada... Entonces yo le echaba en cara que, si tras la gran explosión, habíamos logrado sobrevivir, era sólo gracias a mi esfuerzo. Le recordaba cuántas veces se había burlado de mí, con cariño, vale, pero sin echarme una mano, mientras a este paranoico previsor, ante la amenaza de la guerra nuclear, le daba por hacer acopio, dentro de este sótano, de litros y litros de garrafas de agua, y de cientos de latas de conserva, las mismas que estábamos ya hartos de comer todos los días...
Pero acaso, más que toda esa comida enlatada, era, tal vez, la rutinaria convivencia la que nos estaba provocando el mayor hartazgo. Casi desde el principio se marchitó, en nuestras caras, la expresión de felicidad. Yo intuía su rostro alicaído, en la perenne noche del sótano. Ninguna satisfacción iluminaba ya nuestros días, como cuando, apenas unos meses atrás, derrochábamos vida despreocupada y resuelta, del trabajo a casa y de casa a la calle, paladeando cada minuto de nuestro tiempo libre. Ahora no podíamos viajar a ninguna parte —estábamos atrapados—, ni cenar en ningún restaurante molón y vanguardista, ni siquiera en un chiringuito cutre de playa. Lejos quedaba también el recuerdo de nuestras travesuras en las tibias aguas del mar Caribe. De todo aquello ya no quedaba nada...
Hacíamos nuestras necesidades en un rincón del sótano. El hedor debía ser insoportable, pero ni lo sentíamos; de tal manera se acostumbra uno a su pestilente condición de animal... Era la desidia lo que de verdad nos incomodaba, esa perturbadora realidad de estar condenados a un estado de inacción permanente. Supongo que por eso no hacíamos más que discutir, y ella, más que yo, de lamentarse por cualquier tontería...
Cada vez estaba más desquiciada... Su incapacidad para encajar la situación me estaba conduciendo a mi propia pérdida de cordura. Tan harto me tenía, que prendí en su cabeza una idea suicida, en el momento en que le dije que saliéramos al exterior. Enseguida me di cuenta de que aquella propuesta era una majadería: a causa de la radiactividad, lo que más convenía para nuestra supervivencia era que permaneciéramos dentro del sótano todo el tiempo que nos fuera posible, al menos mientras tuviéramos víveres y agua. Pero el pensamiento de abandonar el sótano se le avivó en el cerebro con la obstinación de una vela eterna e incombustible, y ya no hubo forma de extinguirlo...
Intenté disuadirla. Puede que ella tuviera algo de razón, después de todo: nuestra convivencia era insostenible, por lo que nada teníamos que perder si nos aventurábamos fuera de esta madriguera hedionda. Pero no cedí a sus anhelos. Yo tenía demasiado miedo a lo que pudiera sucedernos ahí afuera...
Sin mediar palabra, un día ascendió por la escalera y abrió el portón, chapado en plomo, que yo mismo instalé para sellar el sótano. Una luz intensa y cegadora se filtró por todas partes. Intuí, a contra luz, su informe silueta tanteando el espacio, en movimiento hacia el exterior. A ciegas volví a cerrar el portón. Desde entonces, no he vuelto a escuchar su voz. Tampoco sus lamentos...
No sé cuánto tiempo habrá transcurrido desde que se marchó. Estimo que no menos de tres semanas, puede que un mes ya. Libre es ahora, si es que sigue viva. Aunque no sé si prefiero creer lo contrario, pues me duele la posibilidad de que no haya querido venir a rescatarme, a decirme que puedo salir sin peligro de este agujero. Mi única certeza es que sigo respirando, el mismo aire viciado. Pero aunque mi corazón aún late, dentro de este sótano prisionero soy, de mis temores y de todo este tiempo anodino y desperdiciado...
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