El algoritmo que tenía preocupada a la señora Angustias

Piernas de muñeca con pantalones multicolores y deportivas rosas
Foto por Charles Rodstrom
En el barrio, los que conocían a la señora Angustias de toda la vida pensaban que había perdido la cabeza. Unos cuantos sentían lástima por ella; a otros más bien les parecía divertida su ida de olla. Si por primera vez algún desconocido se la cruzaba en la calle, simplemente la veía como a otra más de esas viejas desquiciadas que, ocasionalmente, aparecían merodeando por la ciudad.

De un día para otro a la señora Angustias le había dado por renovar al completo su atuendo personal. Nadie supo la razón ni en qué momento concreto sucedió, pero el caso es que había hecho algunos cambios "estratégicos" en su indumentaria. Sus vestidos -la mayor parte floreados- dormían ya el sueño de los justos dentro del armario, tal vez desde hacía apenas unas semanas, o puede que un par de meses. Había aparcado también, la señora Angustias, sus zapatos oscuros de respetable anciana, sin duda cómodos y de buen material, sí, pero tan faltos de alegría como los del comercial de una funeraria.

La señora Angustias calzaba ahora unas zapatillas de corredora en color rosa. Aunque eran "Made in China", tenían la suela compuesta de un gel de ultimísima generación que amortiguaba los estragos del traqueteo asimétrico que suponía su caminar. ¡Menudo alivio eran aquellas zapatillas para sus juanetes!... Completaban su vestimenta unos pantalones estrechos de retazos multicolores, una sudadera de color butano, y una gorra de los Yankees de Nueva York. El porte de la señora Angustias, encorvado por sus 93 años y la artrosis, y el caminar ralentizado de sus piernas de espagueti, le conferían el aire atribulado de una heroinómana de extenso currículum.

Mientras circulaba Angustias por la acera, envuelta en su nueva guisa, camino de comprar el pan o rumbo a la carnicería, o al kiosco de periódicos -pocos quedaban como ella ya en el barrio, de los que compraban el periódico todos los días-, los coches de conducción automática rodaban por la calzada. Cada vez eran más; se habían ido adueñando de las carreteras con el mismo sigilo con que los comerciantes chinos habían acaparado todo tipos de negocios, y por todas partes. Ésa era otra de las novedades en los barrios de cualquier ciudad, la de la invasión de los coches de conducción inteligente. Casi nadie que compraba un vehículo nuevo a estrenar se resistía a la moda de la conducción automática. Que por otra parte, aquella manera de ir dentro de un vehículo poco o nada tenía que ver con la conducción, sino más bien con un dejarse llevar...

Eran muchas las ventajas de los coches de conducción inteligente. Mientras uno se dejaba conducir, podía, por ejemplo, jugar con el móvil sin que los agentes de tráfico le dieran el alto para ponerle una multa. Estaba permitido hacer casi cualquier cosa en el interior de los vehículos de conducción automática, como merendar, tener una experiencia apasionada si surgía la ocasión y con quién, o, por qué no, leer el periódico. Claro que, casi nadie reparaba en la posibilidad de leer  la prensa mientras era transportado de un lugar a otro. A la señora Angustias, por su parte, aunque ávida de noticias como ninguna, jamás le había dado por tener vehículo propio, ni manual ni automático. Ella rara vez se aventuraba más allá de los límites del barrio, y, si salía a pasear, lo hacía al ritmo despacioso de los que presienten el aliento de la muerte en cada próxima esquina.

Sería por eso que caminaba lento, la señora Angustias, porque no tenía ninguna prisa en adentrarse por los andurriales del más allá. El final de sus días se le había convertido en obsesión. Por su nombre, estaba predestinada Angustias a sentir una enorme congoja, que se le ensanchaba según iba cumpliendo años. En su caso, más que esmerarse en no olvidar los que tenía, le quitaba el sueño la cuenta atrás de los que de vida le quedaban. Aunque, más bien, y tal y como ella lo percibía, eran días y no años, los que se le iban restando a su contador particular...

Le preocupaban mucho también, a la señora Angustias, los acontecimientos fatales que leía en el periódico, y más que nada si iban acompañados de estadísticas. Según un artículo publicado hacía unos meses, desde que los coches automáticos poblaban las carreteras los índices de accidentes habían disminuido, incluidos los atropellos. A primera vista aquella noticia era positiva, pues todo apuntaba a que esos vehículos, sacados de las ingeniosas mentes de un grupo selecto de programadores, estaban dotados de grandes reflejos de guardameta, tanto como para esquivar casi cualquier peligro de la carretera. Pero la perspicaz lectura de Angustias recaló en un detalle que le hizo ver el asunto bien distinto. Las estadísticas también detallaban que, si se tenían en cuenta los atropellos mortales por edad, los del rango correspondiente al de los ancianos había aumentado en consideración. Pareciera que aquel detalle nimio hubiera pasado desapercibido para el articulista, pero no para la señora Angustias, que era muy de armar sus propias conjeturas: ¿estarían los Estados aprovechando la renovación del parque móvil para, a cambio de jugosas subvenciones, forzar a los fabricantes a seguir un siniestro plan para liquidar a los ancianos? Todo cobraba sentido en la mente conspiranoica de la señora Angustias.

En otro artículo de un suplemento dominical, leyó Angustias las conclusiones de ciertos test psicológicos a los que se había sometido a un muestrario representativo de la población. Puestos a elegir, entre el dilema de salvar la vida de un niño o la de un anciano, la gran mayoría de los encuestados, por no decir todos, se había decidido por salvar la del niño. Si la tesitura era escoger entre el anciano y una mujer embarazada, o un adolescente, o un hombre adulto, el resultado siempre era el mismo: casi ningún sujeto en estudio optaba por rescatar al anciano. Incluso cuando la vida del anciano se ponía en comparación con la de un perro, no eran pocos los encuestados que escogían la opción de que palmase el viejo.

El mismo artículo añadía que los programadores habían decidido implementar, en la psique de los vehículos inteligentes, un algoritmo que, en caso de posible atropello, y ante similares disquisiciones, emulase, no el comportamiento tal vez más azaroso de Dios, sino el de los humanos. Aquel algoritmo, en consonancia con las conclusiones de los test psicológicos previos, era implacable con los viejos.

Como casi siempre sucede, algún nostálgico trasnochado aún se resistía a abandonar la clásica conducción de volante, marchas y pedales. Aunque visto lo visto en los periódicos y suplementos dominicales, y sacadas las conclusiones, aquella circunstancia marginal no aminoró la zozobra interior que le quitaba el sueño a la señora Angustias.

Algo más tranquila, sí se quedó Angustias desde el día en que tomó la decisión de renovar su vestuario. En viéndola a cierta distancia, con su remozado atuendo juvenil y tan menuda como era, cualquiera la confundía con una adolescente anoréxica, pero adolescente al fin y al cabo. A su edad, poco le importaba ya lo que la gente de ella pensara, ni que a sus espaldas murmurasen que se le había estropeado algún resorte de la cabeza...

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