El runner pachón
Me pregunto qué deben decir de mí, a mi paso, las palomas, ésas que ya ni se apartan cuando me ven llegar. ¿Tan poco respeto les infunde mi presencia? «¡Cuidado, no te arrolle la bombona de butano con patas, ésa que viene para acá!», seguro que murmura alguna de ellas, al ver aproximarse, a dos por hora, mis 75 kilos por 1'63 metros de estatura, bien embutidos en mi sudadera naranja fosforito con capucha. El pantalón de mi chandal sin marca, de azul desvaído-triste, debe desconcertar a las palomas, lo intuyo, lo sé. «Descuida —responderá alguna otra—, que esos runners pasados de forma y pasados de todo, ni nos sienten cuando pasan de largo; demasiada tarea tienen ya con ir arrastrando los pies, en esta mañana fría, por el barrizal. Yo no los entiendo, Paloma, a esos infelices de los runners... Ya podrían dedicarse a devorar, por ejemplo, los apetitosos vómitos que tanto nos gusta picotear a nosotras, querida, o a malgastar su tiempo libre tumbados sobre los cómodos sofás de sus casas, mirando tertulias televisivas sobre política o del corazón, no sé yo cuál de los dos asuntos será mejor vómito... Pero, en cualquier caso, querida, mejor ocupación será siempre mirar la tele, vamos, digo yo, que venir a desmigarse las rodillas y el resto de articulaciones dando vueltas y más vueltas, como derviches giróvagos alucinados, por la campiña embarrada del parque Sur. ¡Menudos subnormales son todos esos corredores, y más mongolos aún cuanto más entrados en años, y en carnes, y en todo están!... ¡Cuándo esos nostálgicos de juventud se resignarán, de una vez por todas, a los cambios de estación!...».
Me pregunto, yo, si todas las palomas son palomas, si no habrá infiltrada también, entre ellas, algún palomo travestido. ¿Seremos todos, la humanidad y la cultura entera, víctimas inocentes de un matriarcado embrollador? Me pregunto, también, si existirá el Dios Todopoderoso de los cristianos, y si será Uno y Trino, y, si tal y como lo pintan desde antiguo, el Espíritu Santo es en verdad paloma, y si eso significa que Dios, aparte de Uno y Trino, es también hembra, o, por contra, macho alfa u omega, es decir, palomo echao pa'lante. Lo que corroboraría, sin lugar a dudas, la hipótesis de que el matriarcado, desde bien antiguo, anda haciendo de las suyas en el imaginario colectivo...
Me pregunto, en el caso de que los hubiere, qué dirían de mí los ángeles y los santos de los cielos, si un día me vieran traspasar, como Pedro por su dintel, los umbrales del Paraíso. «Mira, ése es el imbécil al que ni las palomas respetan. Un alma inocente...». ¿Esconderá, en el día del Juicio Final, para ellos algún secreto el libro de mi vida? Y si por desgracia, Dios no lo quiera, recalo en los infiernos, ¿qué castigos me tendrán los demonios reservados? Me putearán, yo lo sé, con terribles gincanas a través de pegajosas pistas de barro. «¡Ahora sí que vas a correr, gordo cabrón!». ¿Se secará el barro con los calores del infierno? ¿Terminaremos, como peregrinos en El Rocío, penando los pecadores entre los polvos del camino?
Tal vez, quiera Dios, que no existan ni cielos ni infiernos, ni aun ni Dios mismo. Entonces, puede que, como algunos a pies juntillas creen con suma devoción, acabemos todos más bien reencarnados, in saecula saeculorum, en facsímiles del reino animal, ya sea de naturaleza humana o inhumana. Qué pereza, por toda la eternidad de pellejo en pellejo, dando vueltas y más vueltas, como dentro del tambor de una lavadora... Me pregunto qué dirían las palomas en tal caso, cuando me vieran pasar, vida tras vida, tras cada una de mis noches... «¡Qué vida más desabrida, la de este hámster —dirá algún palomo—, tan llena de sinsabor! Todo el día dale que dale, royendo pipas, y haciendo girar y girar su rueda...». Alguna otra paloma responderá que «desde luego, palomo, cuanta razón llevas. Si en su anterior vida se hubiera comportado, el pendejo, como una persona decente, de conciencia y orejas limpias, no andaría ahora encarnado en ratón simpático y canijo, ni enjaulado ni dando vueltas sin ton ni son. Correría libre por los prados. Como esos imbéciles de runners...».
Me pregunto, también, según voy corriendo por el parque, qué comentan sobre mí las mahometanas que, acompañadas de sus chiquillos, se sientan a la vera de los columpios, para dejar pasar sin más las horas, mientras flirtean, desde debajo de sus hiyabs, con los esmirriados rayos de sol invernales. ¡Qué coño andarán diciendo sobre mí las moras, cuando me ven pasar sin otro afán, en mi vida, más que el de dar vueltas por los caminos embarrados! «Mira, otro rebelde sin causa —creo leer en sus labios sarracenos—. Apuesto a que Alá no admitirá en el Paraíso a ayatolas condescendientes ni a tolais sin descendencia como ése, ni, desde luego, en el caso improbable de que los deje pasar, andarán 72 vírgenes esperándolos». ¿72 vírgenes? Con alguna menos me conformaba yo... No creo que tantas deban merodear por el parque a estas deshoras en que lo recorro, de rabo a cabo, a mi trote cansino... Me pregunto qué cotillearían, sobre mí, a mis espaldas, todas esas vírgenes improbables, moras o cristianas, creyentes o ateas redomadas... ¿Les resultaría yo apetecible, en ésta mi edad madura, a esas vírgenes ociosas, o siquiera a la más descocada de sus amigas? Mi rostro embozado tras mi braga polar, como el de las moras tras sus cortinas, no adivinarían unas y otras, libertinas o castas a más no poder; si acaso una vivaracha silueta encerrada en un chándal de mercadillo. Seguro que ellas todas, vírgenes y desvirgadas, cristianas o musulmanas, en cuanto me divisaran allá, en la lontananza del parque, chismorrearían hiriente palabrería sobre mi estilizada desproporción, ¡las muy hijas de puta!: «¡Mirad, mirad a ese runner pachón que de lejos se percibe! ¡Qué desperdicio de hombre, y de maneras!...».
Me pregunto, sobre todo, cuando me ven pasar, qué opinan sobre mí los perros domesticados, siempre tan dispuestos y serviles ellos, ante los caprichos de sus amos. Me miran con desdén, los perros, con la superioridad de los criados de las casas de gente bien. Me jode, pero así es, que ni punto de comparación haya entre ellos y yo: puestos a correr, hasta el chihuahua más canijo me rebasaría de largo. Por eso, lo sé, los chuchos se descojonan en mi propia cara, en cuanto me ven aparecer por los caminos: «¡Guau, guau; guau, guau, guau: corre, corre, a ver si pillas un conejo virgen de pelaje prometedor!» ¡Qué hijos de perra, los perros!... Después de chotearse de mí, acuden a orinar a una farola, con la esperanza estúpida de que alguna hembra castrada atienda a sus patéticas peticiones de amor. Que se deje montar, en otras palabras, después de olisquearle el culo... ¡Orina mientras puedas, perro infeliz!... Quizá a tu amo se le antoje, mañana mismo, cortarte los huevos, mutilarte tus anhelos de una vez por todas, para que no le apestes a pis la falsa alfombra persa de casa...
Me pregunto, siempre estoy preguntándome a todas horas, como si en realidad me importaran ya las respuestas, qué canturrean sobre mí, al verme, sin inmutarse y tan de cerca, las atrevidas cotorras. Tan éxoticas ellas, en mitad de la floresta hirsuta de Carabanchel Bajo... Tan desproporcionadamente bullangueras, en sus chismorreos no desentonan tanto en esta selva... No las entiendo un pimiento, a las cotorras argentinas, cuando, en su argot porteño y engreído, osan aturullar mis pensamientos... «¡Che, pibe! ¿Viste al pelotudito ése de la campera fosforescente?», leo entre el pico encorvado de uno de esos pájaros chismosos. «¿Cuál campera?», pregunta otro. «¡La campera naranja; no os hagás el boludo! ¿No entendés, o qué? ¡La sudadera, carajo! ¿Acaso hablás ahora como genuino gallego?». Me irritan siempre esas cotorras argentinas, con sus acaloradas discusiones, todo el día de pelotera, haga frío o calor... Me conmueven a ratos, también, cuando me pregunto si no tiritarán de frío en estas latitudes, las pobres cotorras, aun enfundadas en sus verdes plumajes. ¿Serán friolentas? ¿Extrañarán sus junglas sudamericanas? ¿O más bien echarán de menos la vida fácil y cautiva, con su alimentación balanceada de alpiste y cañamón, dentro de sus antiguas jaulas de acero galvanizado? En realidad, poco me importan a mí las vicisitudes de esas aves prófugas; me cae gorda su actitud, ese empeño que tienen por desmochar, para hacer sus nidos, cada cedro del parque. ¡Plaga bíblica la que cayó sobre Madrid hace tiempo, la de las cotorras argentinas! Y aunque me lo pregunto, por aburrimiento, tampoco me importa lo que, a mi paso, tan deslenguadamente comentan sobre mí esos altoparlantes alados, ni todo bicho viviente o disecado. Para exótico, yo y mi porte de runner pachón, y mis zapatillas Puma agujereadas... Y para chirriante y molona, la impertinente personalidad de la sudadera naranja radiactivo, con capucha, que resguarda mi panza...
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