El yonki y la mercadotecnia
Empujado por mi adicción entré en el supermercado de una reconocida
marca que, por puro desdén, evitaré mencionar. Debía de ser como la hora de la
siesta, lo recuerdo bien por el calor bochornoso y la acera sobre la que caía la sombra. Hace años que este tipo de establecimientos abren casi ininterrumpidamente, desde primera
hora de la mañana hasta bien puesto el sol, para que, en cuanto el mono nos
acucie, los yonkis como yo podamos abastecernos de todo tipo de sustancias legales.
Me dirigí al estante habitual. Allí no estaban. ¿Dónde las
habrían reubicado? A esas horas, no había un alma a quien preguntar. No me cupo
más remedio que apañármelas por mi cuenta, recorrer, espoleado por la ansiedad, los pasillos entre lineales
de mercaderías, hasta que por fin di con ellas. En mitad de un estante andaban, enhiestas y majestuosas como minaretes rojos, verdes y azules,
las Pringles. Yo había venido a buscar las verdes, las de regusto a cebolla.
Abrí la tapa de una de aquellas latas de cartón y, allí
mismo, frente al estante, tomé siete u ocho comprimidos de una tacada y los
devoré con afán depredador. El suelo recién bruñido quedó salpicado de migas. Ya algo más apaciguado, seguí dando cuenta del resto de hojuelas almidonadas. No
tenía ningún ánimo de gastar el euro y pocos céntimos que me quedaban en el
bolsillo, así que me dispuse a consumar mis dos únicos objetivos. Uno: saciar
mi apetito voraz. Y dos: vaciar el bote sin tener que pasar por caja. Las
cámaras de videovigilancia debieron advertir de mi non grata presencia al personal de seguridad. No tardó en aparecer
una mujerona uniformada de cabello variegado, entre rubio Marilyn y otro color
chamuscado sin determinar, arrastrando, por el prolongado pasillo, su
complexión laxa y andares desparramados. «Perdone, pero no se pueden comer los
productos dentro del recinto», me reprochó, eso sí, con maneras educadas, en cuanto me tuvo
a tiro. «No, si las voy a pagar ahora. Ya me quedan pocas, ¿quiere una?». Con
el rictus imperturbable y serio, cachetuda toda ella, la vigilante me respondió
con la misma frase de autómata: «Lo siento, pero no se pueden comer los
productos en el interior del recinto». Apuré de un bocado las últimas hojuelas de
fécula de patata y aditivos varios, y, a dos carrillos, borboteándome de pedacitos
la boca como un volcán, improvisé una excusa: «Pero no lo pone en ningún
cartel, que no se pueda comer, ¿no? Al menos yo no lo he visto». La mujer no
modificó ni una pizca su ademán nada amistoso. «Bueno, es igual; voy a coger unos
cuantos botes de estos y me marcho».
Primero metí el tubo ya vacío dentro de mi bolsón de rafia. Luego,
ante la atenta mirada de la vigilante, fui traspasando el resto de tubos, los
de color verde, del estante a mi bolsa, hasta que no cupo ni uno más. En el
expositor sólo quedó uno de los verdes, rodeado y como acechado por los rojos y
azules. Sentí una absurda lástima por aquella lata de cartón, tan cool, pero a fin de cuentas tan abandonada, como
huérfano en hospicio, entre los otros colores. Miré a la vigilante, luego al
tubo, a la vigilante otra vez. No iba a dejar a la pobre lata allí sola, con aquel
carcamal. La agarré y, como pude, acarreándola debajo del sobaco, me encaminé hasta
la caja registradora, escoltado por la intimidatoria presencia de la señora
vigilante.
De dos en dos, de tres en tres, fui sacando de mi bolsón los
tubos de Pringles, y depositándolos en la cinta sinfín. La chica de la caja
registradora me miraba con los ojos de quien está viendo a un aparecido. «Un amigo
chino, que me las ha encargado para su tienda de alimentación. ¿No me
hacen descuento, por llevarme tantas?». La chica negó con la cabeza. Intercambió
de seguido con la vigilante una miradita cifrada y sarcástica que yo, con mi
perspicacia, conseguí decodificar al vuelo: «¿Y éste, de dónde ha salido?». «Yo
qué sé, hija, yo que sé. Otro tarado». ¡Hasta ahí podíamos llegar, que dos cualquieras me anduviesen
faltando el respeto, y menos en mi propia cara, echando mano de milenarios códigos femeniles!
Los últimos tubos verdes echaron a rodar por la cinta sinfín
cuando volteé el bolsón. La cajera, según los iba atrapando, pasaba el código
de barras por la pantalla contabilizadora. Ya al otro extremo de la caja
registradora, yo los volvía a depositar dentro de la bolsa de rafia, mientras
me iba mentalizando para la parte más difícil de la operación que me había
propuesto: la de eludir el pago de toda aquella mercancía.
No tardó la cajera en extenderme la cuenta. Por mi parte, le
extendí el único bote que estaba vacío: «Toma, guapa, que no me cabe en la
bolsa, para que convides a tu amiga». En el preciso momento en que las dos mujeres volvieron a intercambiar sus miradas y mensajes cifrados eché a correr,
«¡Oiga, oiga, por favor!», va y me grita la vigilante, mientras atravieso raudo las puertas de
apertura automática como Moisés por las aguas del Mar Rojo, torpe luego ella
persiguiéndome cual los ejércitos del Faraón, yo corre que te corre por la
calle, ella que cambia el por favor por un «¡para, hijo de puta!», me sofoco por tanta carrera y con el calor, quiero cruzar a la acera de la sombra pero
viene un autobús, prosigo con mi huir
precipitado por la misma vereda, «¡no corras, maricón!», pero yo sigo y sigo a todo lo que doy de mí, la bolsa de rafia torpedeándome la
carrera, el bofe fuera, por fin consigo cruzar al otro lado de la calle, pero me trompico
al ascender el bordillo, unas cuantas latas de cartón saltan, vuelan de la bolsa, se precipitan cual suicidas sobre la calzada, les pasará por encima el próximo autobús, quedarán las Pringles hechas añicos, desparramadas sobre el pavimento sucio, «¡mariconazo!», escucho a lo lejos, como un ladrido escueto y grave de perro furibundo, doblo la próxima esquina y me pierdo por una calle secundaria, de
la vigilante no llega la voz ni sus maneras de verdulera arrabalera…
Caía la tarde ya cuando me interceptó una pareja de policías ociosos; estaba yo sentado en un banco de la plaza, cenando mis Pringles. Invité a los agentes, pero estos, descorteses y orgullosos, no aceptaron mi hospitalidad.
Por lo visto andaban contrariados; me habían estado buscando toda la tarde. Los
cabrones me requisaron la mercancía: ¡cómo se puede ser tan hijo de puta,
dejarle a uno a medio cenar!... Después me llevaron de paseo en el coche
policial, rumbo a comisaría.
El señor comisario me saludó cordialmente, nos conocemos de
otras veces: «¿Pero otra vez usted por aquí?» me recriminó, como si fuera allí por
gusto cada vez que voy. Esa misma noche, un par de horas más tarde, ya me tenían
preparado un juicio rápido por simple hurto.
El juez casi ni me dejó expresar mis argumentos: «La culpa es
de los químicos, señor juez, que con esos aditivos que inventan, el glutamato monosódico y otros mejunjes,
nos convierten a todos en adictos. Nos tratan como a cobayas humanas, señoría.
¿Ha probado usted las Pringles con sabor a cebolla? No se lo recomiendo. Son
tremendamente adictivas. Acabaría usted convirtiéndose en un yonki, como yo. El
simpático embalaje cilíndrico de esos aperitivos no es sino una perversa estratagema para
seducirnos a los faltos de carácter, y disimular el veneno que contienen. La culpa, ya ve, señoría, recae también en la mercadotecnia y en los diseñadores gráficos. Sí, sobre todo en los
diseñadores gráficos. ¿Ha visto cómo adornan todos esos envases para
que se exhiban, como putas en Ámsterdam, en los lineales de los supermercados?».
«¡Ande cállese de una vez, que ya ha hablado más que suficiente!», me interrumpió
el juez. Después de eso, me dedicó una multa con su firma original, y a la calle…
Así que de nuevo me vi en la calle. La noche era ya
cerrada. Al menos hacía una temperatura agradable, eso sí. Los juzgados no
pillan precisamente cerca de mi casa. Aún llevaba esas cuantas monedas en el
bolsillo, pero no alcanzaban ni de lejos para un taxi. Aunque sí para unas
Pringles con sabor a cebolla...
Volví a entrar en el edificio de los juzgados, en busca de una
máquina expendedora. Ahí estaba la máquina, y en su interior las latas de verde cartón, expuestas en su versión mini. La estudiada
iluminación confería a aquellos tubos el halo seductor de una pornstar. Introduje mis últimas monedas
y marqué el código secreto: el número catorce. Con espasmos robóticos, el
mecanismo de la máquina entró en acción. Para mi sorpresa, lo que la portezuela
de salida me devolvió fue una bolsa de kikos Churruca: ¡mierda, a causa de la impaciencia, me había
confundido de código!
Decepcionado, salí de nuevo a la calle en compañía de mis
kikos, y tomé asiento en la escalinata que asciende a la entrada de los juzgados.
Tras rasgar la bolsa de kikos con los dientes, allí estuve royéndolos sin preocupación,
como una rata noctámbula. No estaban mal, los kikos Churruca. Reconocí en ellos
el inconfundible sabor del E-621. Los saboreé con gran placer. Alcé la cabeza y sorprendí a la luna curioseándome como si fuera yo una hormiga minúscula. Hice como si no me diera cuenta, y me entregué a mis libres pensamientos. Me pregunté si algún día no acabaría siendo yo también adicto
a los kikos. En definitiva, temí estar ya dando los primeros pasos para convertirme, sin pudor y sin remedio, en un vulgar politoxicómano, otro más de los desdichados que merodean, en horario comercial e incluso a deshora, por supermercados y tiendas de abarrotes regentadas por chinos…
Genial alegato a esta sociedad consumista de productos adictivos... Pero, y lo bueno que están! Enhorabuena, Miguel. Me hizo reír un rato.
ResponderEliminarMe alegro que te haya entretenido. Gracias Raulillo.
Eliminarjajajajaj, ¡¡¡qué bueno!!
ResponderEliminarGracias Loles. Un saludo.
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