Reflejos y olor a palomitas
Foto por Iain Farrell |
Será por lo que me traen sin cuidado todos esos asuntos de los poetas que salí a dar una vuelta por el centro comercial. Me encanta mezclarme con los de mi especie, los menos pudientes, para verlos mirar como embobados tras los escaparates. Así de hijoputa soy, que las clases bajas me fascinan, pero siempre tras un cristal de por medio. Es efímero el aliento arrojado sobre un cristal... Los malos aromas no traspasan el vidrio. Tampoco el perfume caro y pestilente de los ricos, claro está...
Por si acaso, en los centros comerciales esparcen olor a palomitas. Así como las hembras seductoras atrapan a los machos en celo con colonias empalagosas, en los centros comerciales encandilan a los más desprevenidos con pirotecnia de maíz. Cuando el grano de maíz expira, expele su alma un aroma de mantequilla, que se le hace a uno irresistible. Olor a santidad, el del pop corn. Cómo nos gusta a los parias de la Tierra todo lo que viene de Norteamérica: los cucuruchos atiborrados de pop corn, los blue jeans, las películas de gringos con pistolas, las estrellas de jolibud... Como ratones desgranando mazorcas acudimos a roer montañas de palomitas, si es que tenemos un par de monedas al alcance. Y si no, hemos de conformarnos con el mero olor a maíz recién tostado, patadita amable para unas pituitarias de sobra acostumbradas a las punzantes fragancias del orín y el sudor, y del aire acartonado de las madrigueras húmedas...
Como putas en Amsterdam se exhiben, sin pudor tras los escaparates de los centros comerciales, estilizados maniquíes de fibra de carbono. A través del cristal vislumbramos los proletarios, en el maniquí, la imagen que no alcanzamos a ser: esquimal embutido en anorak repelente al agua, futbolista en chándal de marca legítima, pijo con suéter de cocodrilo bordado... El reflejo del cristal nos devuelve, a su vez, la imagen nítida de lo que realmente somos: clase media como mucho, nada más. Nos entra entonces, por dentro, la enorme comezón de los desheredados; por fuera, no tardaremos en vomitar proclamas de indignación. Pero eso será más tarde, ya lejos y a salvo de todo el encantamiento del centro comercial, frente a la barra de algún bar triste y sucio...
¡Qué terrible el desasosiego de las clases menos medias, el del culo veo, culo quiero, pero no puedo!... Si nos llovieran fajos de billetes, prestos regresaríamos al centro comercial, para dilapidarlos en una ilusión de prêt-à-porter. Ni un segundo tardaríamos en presumir, luego por el barrio, de nuestro nuevo disfraz. Pura comedia mal reinterpretada mil veces y una, la del proletariado soñando la siesta del señor burgués. Nos recreamos los parias de la Tierrra en el infumable libreto que nos dedicó Marx, pero como no comprendemos la letra —aquello de la lucha de clases, la plusvalía y el lumpemproletariado—, petulantes posmodernos nos la reinterpretan a su manera incomprensible: «la mercadotencia acogota los sentidos de la ciudadanía, y la incapacita para no sustraerse al atractivo de los eslóganes simplones».
Por lo visto ahora al pueblo le dicen ciudadanía, vaya, será porque en las aldeas no hay centros comerciales. Cual cántaro sediento que a la fuente va, en cuantito la ciudadanía siente su espíritu vacío acude rauda al centro comercial, para colmarlo de reflejos multicolores y olor a palomitas...
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