Cada cual, con su melancolía

Mercadillo de los jueves en el Parque Sur
Mercadillo de los jueves en el Parque Sur

Cada cual, con su melancolía... Pliego la mía y saco la aspiradora, por eso de aniquilar a las pelusas que me rodean desde hace días. El polvo lo dejaré para otro momento... No es una metáfora. O tal vez no me esté dando cuenta de que sí lo es...

Tras los cristales de la ventana, observo el cielo cubierto de nubes. Más abajo, la acera inmunda está mojada. Mientras yo dormía, la lluvia debe haber estado haciendo de las suyas... Quiero decir, fregoteando la acera. Pero ahora son las nubes las que se han tomado un descanso. Decido aprovechar y me pongo el chándal, para ir al Parque Sur, a correr. Cojo 3 euros: suficiente para el pan, y unos tomates que compraré, a la vuelta, en la primera verdulería que me coja a mano.

¡Mira, no me acordaba de que hoy es día de mercadillo! Lo paso de largo. Después de correr, igual me doy una vuelta y aprovecho para comprar ahí los tomates. Lástima que sólo tenga 3 euros de crédito. Porque en un mercadillo, nunca se sabe. Siempre te puede tentar cualquier baratija. Eso que me ahorro...

El parque está anegado, como suponía, y eso que ayer lució el sol. Pero es que, quitando ayer, ya va para una semana larga que llueve de continuo. Daré unas cuantas vueltas por el camino principal, más afirmado y con menos charcos. Mientras estiro mis amodorrados tendones me aborda un perrito, un simpático westy. Se va a poner perdido en el parque, con lo blanquito que es... "¡Yago, ven aquí!", le grita su dueña. Me enderezo desconfiado: nunca se sabe qué esconden en sus sucias mentes los lindos perritos, por más inofensivos que parezcan, cuando uno está inclinado ante ellos, calentando el sensual cuerpo. Aun así lo saludo amistosamente, a Yago, le acaricio la cabeza: "parece que quiere ser mi amigo", le digo a su dueña. Ésta nos mira como miran las mamás a sus niños cuando juegan en los columpios. Me sonríe la mamá del perro. Una lástima, es demasiado joven... En realidad, yo demasiado viejo. "¡Yago, ven aquí!". Yago corre en pos de la joven risueña. Ya a salvo, vuelvo a doblar el lomo, a flexionar mis rodillas. Después de desperezar al más dormido de mis músculos, echo a correr...

Cada cual, con su melancolía, venía diciendo... A trote meditabundo sorteo los charcos. Alcanzo a la joven y a su perrito. Yago se me abalanza, me deja impresa en el pantalón del chándal las huellas de sus patas delanteras. Improviso un ripio para mis adentros: "las huellas de Yago se perderán en la memoria, cuando meta el chándal en la lavadora". "¡Yago, ven aquí!". Devuelvo una sonrisa cortés a la joven, que camina ahora junto a un chico de porte erguido, espléndido de juventud y lozanía. ¡Qué poco ha tardado en serme infiel, la mamá!... Continúo trotando, con mi leal aflicción. Me cruzo con un murciélago que cuelga, boca abajo, de un aparato gimnástico de anillas: otro adonis que pretende humillarme, ¡malditos jóvenes!... Cuando se voltea, descubro sorprendido a un veterano cincuentón, de bigote cano y cutis de lija. Ni me mira... Sigo a mi ritmo parsimonioso, taciturno...

Me cruzo ahora con una cuarentona flaca, de ecléctica "elegancia": zapatillas aguamarinas de runner, chaleco acolchado como de guatiné, en color marrón, y unas mallas de licra insípidas: ajustadas, pero que poca chicha tienen que guardar. En fin, cada cual, con su melancolía... En una mano, plegado, lleva la ecléctica mujer un paraguas de un gris anodino; en la otra, resalta el color "Pantera Rosa" de la funda con tapa de su móvil. Sobre la cabeza, tapándole las orejas, lleva puestos unos auriculares grandes y delgados, como compresas de alas anchas. Camina la ecléctica señora segura de sí misma, mientras, a voz en alto, canturrea la música que debe ir escuchando por los auriculares, indiferente a todo, igual que una desquiciada. Una pena que no me quede con la letra de la copla que va diciendo...

Más adelante, me vuelvo a cruzar con la joven infiel y su amigo. "¡Adiós!", tercio en la animada conversación que parecen mantener. "Adiós", me responde ella. A sus espaldas, algo retrasado, Yago anda entretenido jalándose cualquier mierda que ha encontrado entre los hierbajos...

Comienzo la segunda vuelta... El murciélago del mostacho blanco se debió descolgar de sus anillas; ahora viene corriendo en dirección opuesta a la mía, decidido y lento, como una pesada locomotora de los tiempos de su mocedad. Evito chocar con él. Más adelante, me vuelvo a encontrar con la ecléctica cuarentona: "ando buscando ríos de los que hacer mis remos", escucho que canta. No sé si ríos, pero charcos, por todas partes, no le faltan para bogar, esta mañana en el parque... Allá cada cual, con su melancolía... No seré yo el marinero que dé brío a esos remos. Dejando mi propia estela, prosigo por el camino embarrado. No hay rastro de los jóvenes ni de Yago esta vez. Se los habrá tragado algún charco...

Tercera vuelta. Me cruzo de nuevo con el murciélago fornido, y con la cantarina disfrazada de colorines. Tanto remar harta... Será por eso que ya no canta sus coplillas. Reaparecen de nuevo Yago y la joven pareja, que deben ir ya de regreso hacia un lugar más romántico y menos embarrado. También yo decido apearme en esta vuelta, en busca del pan y los tomates...

Cada cual, con su melancolía... Hoy, día de la mujer trabajadora, la mujer no trabaja. Por contra, en el mercadillo del Parque Sur el panorama es idéntico al de cada jueves. Todo barato y todo mezclado: amas de casa de talla extra larga tirando de sus carritos desbordados, vendedores vociferando sus mercaderías, buscavidas sorteando a los guardias municipales, pensionistas más o menos ociosos... Y, por supuesto, yo, también ocioso de vocación y librepensador de baratillo. Por todos lados, además, inmigrantes de cualquier color, idioma o religión. En fin, lo que venía diciendo: como todos los jueves, todo mezclado y todo barato, aunque sea el día de la huelga feminista. Los pobres, es lo que tienen: nunca saben lo que les conviene... Sólo los ricos saben... Allá cada cual, con su melancolía... Yo, he venido a comprar tomates. Así que me adentro por el territorio mestizo.

Para empezar, saco el móvil del bolsillo y, como turista que soy, tomo un par de fotos del exótico lugar. Luego, igual que cuando voy al supermercado, lo que tomo es la calle de mi derecha, una de las dos que se crean entre las hileras de puestos de los vendedores.

En un tenderete atiborrado de lencería gorda, una señora con hiyab se abrocha un sujetador blanco por encima del abrigo, para tomarse las medidas. Me da a mí que luego le va a quedar grande... Aunque lo cierto es que, entre tanta tela, a mi imaginación le cuesta concebir la dimensión de sus pechos. En cualquier caso, no sé yo si el profeta Mahoma verá con buenos ojos tan sensual provocación: ahí, delante de todo el mundo, probándose el sujetador... Seguro que a Yago, perro infiel y voluptuoso, le resulta indiferente lo que piense Mahoma...

Prosigo a contrapelo entre la frondosidad humana; por momentos, también me dejo llevar por la corriente. "¡Te pasan el carro por encima, y encima te miran mal!", se queja una mujer cuyo timbre de voz es el de esas señoras impertinentes que pasan por encima de todo y de todos. "¡Dos lechugas a un euro!", anuncia un joven gitano en el puesto que, en mitad de la calle, ha improvisado con dos cajas. Me interesan los espárragos que tiene en una de las cajas, pero no dice a cómo los vende. El joven, que, como todos los jóvenes, no está a lo que debe estar, y anda distraído con el móvil... Saco el mío para tomarle una foto a unos vestiditos de faralaes, que, sin gracia ni salero, penden de sus respectivas perchas. "¡2 euros!", grita en medio de los vestidos un cartel naranja-fosforito. Nunca el tronío se ofreció por tan poco, tan al alcance de todas las niñas... Y de los niños, por supuesto, y de cualquier enano travestido... Seamos, ante todo, políticamente correctos... Ya que me ve tomando la foto a los vestidos, aprovecha un buscavidas para acercarse y preguntarme: "¿te interesa un móvil bararito?". Le digo que no. Guardo mi teléfono, para no tentarle, y me escabullo entre la floresta...

Por todos lados ofrecen esta mañana, los gitanos, cabezas de ajos. Como no aparento ser público objetivo, quiero decir, comedor de ajos, ninguno me aborda. "¡Chicles Orbit: cinco paquetes, un euro!", declama otro vendedor. Serán, los chicles, para el mal aliento de los que comen ajos. Otra opción, para evitar la halitosis, es la que me ofrecen tres sudamericanos evangélicos, la de unirme a su comparsa desafinada. En un reducto de la acera tocando están sus panderetas, alabándole al Señor su Dios, con cánticos entusiastas. Aún más desinhibidos son que la ecléctica cantarina del parque, y no menos seguros se sienten, dentro de su reserva india de pavimento hidráulico. Como tampoco creo ser su público objetivo, me voy, con Dios, por mi senda...

Decido dar media vuelta, ahora por el camino de la izquierda. Que vuelve a ser, según avanzo, el que queda a mi derecha. Al poco alcanzo a ver, alineados frente a mí, e incitándome al pecado, los traseros sugerentes de 9 sirenas varadas... Encaramadas están al armazón de un tenderete. Yo sólo veo sus culos... Así como los miro, con sus pícaros ojillos me miraba a mí Yago, allá en el parque... Cada cual, con su melancolía... Me quedo como arrobado, según me voy acercando a las sirenas... Tienen el tronco mutilado, también les faltan los pies... Pero aun así, no puedo esquivar la mirada de sus nalgas tersas y abundantes, embutidas en cada una de sus mallas ajustadas. Nada que ver, la redondez de esas formas, con las rectilíneas hechuras de la ecléctica del parque. Quisiera comprobar yo la consistencia de esos culos prietos, pero no me atrevo a tanto... Como las sirenas están de espaldas y no me ven, aprovecho para tomarles unas cuantas fotos con el móvil. "¿Por qué tiras tantas fotos?", me pregunta un desdentado, chupado de carnes, carcomido de hazañas. "Para pasar el rato", disimulo. "¿Te interesa un móvil baratito?". Todo se repite, por todas partes: según iba corriendo por el parque, y ahora en el mercadillo. Es ponerse uno a dar vueltas por el mundo, y ver que todo se le repite... La vida, en general, se repite mucho. Igual que los ajos...

"¡Ajos a un euro!" "¡Chicles Orbit: cinco paquetes, un euro!" "¡Manojo de espárragos a un euro!". Ya sé el precio de los espárragos. No están mal de precio, y más teniendo en cuenta que aún no ha empezado la temporada. Seguro que vienen del Perú. Espárragos latinos... También eran latinos los cantores evangélicos... Todo se repite, una vez más... Compraré un manojo de evangélicos, digo de espárragos. Pero eso será después de hacerme con los tomates. Me da cosa que me vean en la frutería con el hatillo de espárragos en la mano. ¡Siempre dándome la cosa!... ¡Cómo es, la cosa!... Me acerco, pues, a un puesto de frutas y verduras, a por los tomates. "2 kilos, a 2'5 euros", dice el cartel. Salen a cuenta esos tomates transgénicos, los únicos que tienen, hoy día, un poco de sabor. Espero, detrás de un viejito, a que llegue mi turno. "¿Dos kilos?", me pregunta al fin la dependienta. ¡Dónde voy yo, para mí solo, con tanta carga radiactiva!... "Sólo uno", me excuso. Un kilo y pico, me despacha...

Desando unos pasos el camino, en busca de los espárragos. Intercepto al vendedor en mitad de su fuga, cuando ve llegar a los guardias municipales. Le atrapo, sin más, un manojo de espárragos, y le arrojo un euro sobre la caja. "¡Ay, qué susto m'as dao, pensé que eras un municipal!", me dice el gitano, un ojo en mí y otro a lo lejos, en los guardias. Cada cual, con su melancolía... Ya sólo me falta comprar el pan.

Continúo, como pocas veces, en mi firme decisión hacia adelante. En un puesto, sobre la acera, una colección de paraguas abiertos augura la lluvia que está por llegar. También los evangélicos de la pandereta se mojan, cuando predicen venideros aguaceros. Cada cual, con su melancolía... Los pompis pomposos de mis 9 sirenas los podré yo contemplar, a gusto y para siempre, en la pantalla de mi teléfono móvil. Todos para mí, los 9 culos, por los siglos de los siglos. ¡Amén! Tan prometedores y redondos como esos paraguas abiertos...

Ya casi estoy en el punto de partida, por donde me adentré a este desvarío de tenderetes y personas. Hincado de rodillas, un hombre enjuto, de mirada perdida, sostiene un cartón: "Señores les pido una ayuda por el amor de Dios para dar de comer a mis hijos", reza el cartel de seguido, sin una sola coma. Se ve que hoy, por motivo de la huelga feminista, el hombre no confía demasiado en que ninguna señora le vaya a ayudar. Hijas, no debe tener. O se comieron las comas, y con eso ya les basta...

Abandono por fin el mercadillo y enfilo el camino de vuelta a casa. Entretanto, voy dándole vueltas al fabuloso espectáculo de que he sido partícipe. Entro en la panadería, que me pilla de paso. 50 céntimos me cuesta una barra. De los 3 euros con que salí de casa, aún me sobran 10 céntimos. ¡Vaya mañana más bien aprovechada!... Todo el teatro de la vida, ¡por tan sólo 3 euros! ¡Pasen y vean!... ¡Vengan, entren, que aún les sobrarán diez céntimos!... ¡Vaya, no caí!: se los podía haber dado al mendigo... Claro, que diez céntimos no alcanzan para saciar el hambre de unos hijos... Pero algo es algo, ¿no? ¡Seré miserable y tacaño!... Pobres pobres... Ya estoy viendo que al final, me veo como al principio: cada cual, con su melancolía...

Huellas de perro sobre un pantalón de chándal azul
Vestidos de faralaes a 2 euros en el mercadillo del Parque Sur
Mallas ajustadas sobre maniquíes en el mercadillo del Parque Sur
Paraguas abiertos en el mercadillo del Parque Sur

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