Mi amigo Bolita

Escultura de un gorila albino
Foto por marcovdz
Tras terminar los estudios, la vida se demoró en ofrecerme una oportunidad. Cuando ésta llegó, tuve que decidir si estaba dispuesto a aprovecharla. A veces, las circunstancias, se lo ponen a uno todo tan difícil...

Ya desde mi adolescencia empecé a sentir pasión por todo lo que tenía que ver con los animales. Aunque pocos años antes, siendo un crío, alguna vez fui despiadado con las hormigas, no tardé en recapacitar, en darme cuenta de que cualquier ser viviente merece respeto. Según fueron discurriendo los años se forjó en mí la determinación de trabajar en algo que tuviera que ver con la protección de la fauna. Al llegar por fin a la universidad me decanté por cursar veterinaria.

No fui un estudiante ejemplar, lo reconozco. Pero ni tan malo... Como tantos compañeros, vagabundeé por el arriesgado filo del tope de convocatorias, para superar las asignaturas más difíciles. No sólo en los libros se adiestra el espíritu de los hombres sabios... La juventud es una época de plenitud física por la que se merodea sólo una vez. Por eso hay que aprovecharla, hasta que el cuerpo te pida clemencia. Mientras estuve en la facultad procuré no perderme una fiesta. Me salté las clases más tediosas para hacer deporte, siempre que la resaca me lo permitió. Y como muchos, trastoqué los edulcorados anhelos de algunas chicas, alistándolas desde bien jóvenes a la legión de descreídas del amor romántico. En definitiva, mis entretenimientos nada tuvieron de excepcionales.

Aunque reconozco que mi expediente académico no servirá de ejemplo a las nuevas generaciones, también he de decir que nadie me regaló nada. En cierta medida me esforcé, para alcanzar mi sueño de convertirme en veterinario. Mientras cursé mis estudios, jamás se me pasó por la cabeza que la titulación sería un salvoconducto hacia el ostracismo laboral. De lo contrario, tal vez no hubiera malgastado ni un microjulio de mi energía, ni un céntimo en viajes de ida y vuelta a la facultad...

Igual que un toro que sale al ruedo, cuando traspasas, título en mano, el umbral de la universidad, te encuentras de frente con la verdad sin adornos. Los "empresaurios", diestros en el arte de manejar el capote, aprovechan el ímpetu juvenil para birlarte tu tiempo y esfuerzo. No me resultaba fácil encontrar un puesto de trabajo acorde a mis capacidades. Me vencía que me descartaran en cualquier clínica veterinaria con la excusa de que no tenía experiencia. ¿Después de tantos años de carrera, los de mi generación teníamos que conformarnos con un empleo basura de camarero o de "chica para todo"? Y por supuesto, que a cambio de un sueldo ridículo, si es que lográbamos que nos pagasen a fin de mes. Porque desde luego que yo suerte no tuve. Abandoné sin decir adiós mi primer puesto de trabajo, harto de que el jefe, superado ya el mes, improvisara cualquier excusa para no soltar el dinero que me debía.

Después de aquel aborto de empleo no me cupo más remedio que alargar mi agonía y la de mis padres. En vano vaciaron sus bolsillos, costeándome diversos máster y cursos de posgrado de dudosa utilidad, sin que vieran aparecer, por ninguna parte, la rentabilidad de su inversión. Ya sólo me quedaba probar suerte fuera, en el extranjero. Ampliaba en una academia mis escasos conocimientos de alemán cuando, por fin, la oportunidad acudió a rescatarme.

Tras cumplimentar, sin ninguna fe, un tedioso formulario laboral, para mi sorpresa me aceptaron en el zoológico de Madrid. Me sentí afortunado después de tanta vicisitud, consciente de que un puesto como aquél lo envidiaría cualquier recién licenciado en veterinaria.

Pero como decía al comienzo, la vida no te lo pone nada fácil... El trabajo de becario conlleva sinsabores que no esperaba. Al principio, mi tarea en el zoológico consistió en mantener dignas las condiciones higiénicas de las estancias de los animales. En otras palabras: tenía que retirar sus mierdas. Aparte de limpiar las jaulas, les echaba de comer, y reponía la paja y el serrín de sus camas. Por todo ello me daban apenas 600 euros, que, tal vez, para el frutero bangladesí de mi barrio puedan suponer un gran capital, pero para mí no alcanzaban a colmar del todo mis expectativas. Y mucho menos teniendo en cuenta la desagradable tarea de limpieza que tenía que hacer todos los días.

En el zoológico no era el único insatisfecho. Tres meses antes de que yo entrara a trabajar allí habían contratado a Marta, también becaria y graduada en mi misma facultad, aunque nunca antes había reparado en ella, imagino que porque, según me confesó, era más de frecuentar la biblioteca que las fiestas de la universidad. A pesar de lo impecable de su expediente académico -acabó como la número tres de su promoción- el destino le había reservado las mismas asquerosas tareas que a mí. De alguna forma, el infortunio compartido terminaría uniéndonos más allá del fin de la jornada laboral...

Marta era tan competitiva que se picaba conmigo para ver quién dejaba más limpias las estancias de los animales. Sin poder evitarlo, se metía en una disputa absurda que le provocaba secuelas emocionales. Tal era su sino desproporcionado: encabezar el podio de las señoras de la limpieza. Con paciencia y palabras de buen compañero conseguí que se relajara un poco. El punto de inflexión en su comportamiento ocurrió el día en que improvisamos una batalla campal dentro del recinto de los osos pandas. Desde detrás de sus antifaces los pandas nos observaban sin inmutarse, entretenidos en la merienda de las ramas de bambú que, con nuestro juego, desperdigábamos por todas partes. No tardó Marta en agradecerme los detalles y las bromas que le dedicaba. A los tres meses de conocerla, ya estábamos saliendo juntos.

De la competición desmesurada en aras de la pulcritud, Marta pasó a llorar a todas horas sobre mi hombro. De manera harto cansina, no dejaba de insistirme para que abandonáramos el zoo, y nos fuésemos a Inglaterra o Alemania. Yo le decía que tuviera un poco de paciencia, pues en el zoo teníamos ocasión de contemplar de cerca nuestra profesión. A cambio de nuestras ingratas tareas, los veterinarios experimentados nos permitían acompañarlos cuando, en el quirófano, intervenían a algún animal enfermo. Eso sí, como meros espectadores.

Del trabajo, a Marta y a mí lo único que nos gustaba era el momento en que echábamos de comer a los animales. Contrastaba la fiereza que les otorgaba su reputación con la docilidad de perros domesticados con que comían de nuestras manos. De entre todos los animales, le tomé especial afecto a Bolita, el gorila albino. Con semejante familiaridad a la del bangladesí que me dice "hola amigo" cada vez que entro en su frutería, le saludaba yo a Bolita cuando iba a echarle de comer. Me resultaba fascinante que me dejase tocar su suave pelaje blanco-rosado, sin que se inmutara más allá de un gruñido atemperado o los espasmos que le provocaba el gustirrinín de mis caricias.

Bolita estaba en plena madurez sexual, y, sin embargo, aún no había dejado descendencia. Los responsables del zoológico estaban desmoralizados, pues albergaban ciertas expectativas de que alguno de sus hijos fuera también albino. Pero Bolita se mostraba indiferente a las hembras. Sin embargo, desde bien temprano mostró querencia hacia otros congéneres machos, con lo que la convivencia se hizo insostenible, ya que los demás machos no toleraban sus zalamerías. Tras mucho discurrir, los eruditos del zoo concluyeron que Bolita era homosexual. Y, como quien margina a los gais en nuestra sociedad, lo colocaron aparte, confinado en un cubículo de cristales blindados. En aquella situación de soledad lo encontré yo cuando recalé en el zoo.

Los gerentes del zoológico decidieron emprender un programa de fecundación asistida, para el que necesitaban cubrir una nueva plaza de veterinario. Mi candidatura y la de Marta se pusieron sobre la mesa. Aquella noticia nos llenó de esperanza, pero también de cierto recelo: ¿por cuál de los dos se decidirían?

De un día para otro, fue como si la inapetencia sexual de Bolita se le hubiera contagiado a Marta. Mientras los responsables del zoo resolvían la candidatura, se mostró retraída e irascible conmigo. La competitividad le volvió a borbotear por cada poro de su piel. Me sentía desamparado sin su atención, pero procuraba no exasperarla demasiado. El único consuelo lo encontraba, si acaso, en Bolita: el cabrón parecía escucharme con atención, cuando le confesaba mis interioridades. O eso quería creer yo...

Un día los jefes me llamaron a su despacho: encima de la mesa había un contrato de veterinario a la espera de ser firmado. En una de las casillas estaba escrito mi nombre.

La noticia cayó en el estómago de Marta como un trago de aguarrás. No entendía por qué me habían escogido a mí, siendo su expediente académico superior. Su desaire fue tal, que, sin decirme nada, presentó su dimisión al día siguiente. Desde ese día no la he vuelto a ver. Según me dijo por teléfono, estaba decidida a marcharse a Londres, a trabajar de au pair.

Tampoco yo comprendí entonces por qué el zoo se había decantado por mí. Pero no tardé en entenderlo...

A diferencia de otras especies, los gorilas en cautividad se aparean sin demasiadas complicaciones. Dado el anómalo comportamiento de Bolita con las hembras, la única solución para que se reprodujera era extraerle dosis de semen, estimulándolo manualmente. Los veterinarios y biólogos del zoo estimaron que, como Bolita era homosexual, tendrían más probabilidades de éxito con mi participación que con la de Marta. Además, tras los cristales blindados, habían espiado las conversaciones íntimas que me traía con él, por lo que dieron por hecho cierta relación de cercanía o amistad entre nosotros. Aquellas fueron las principales razones por las que me escogieron.

Al principio dudé si me convenía aceptar aquella mejora en el contrato. Si me decanté al final fue porque igual después terminaba arrepintiéndome, de haber dejado escapar aquella oportunidad que la vida me brindaba. Además, no veía otra manera de alcanzar mi sueño de convertirme en un auténtico veterinario...

Mi actual misión es muy importante. No son pocos los zoológicos que desean tener un gorila albino. Según la demanda, una o dos veces por semana visito a Bolita. "Hola amigo", le saludo. En cuanto me ve aparecer se pone muy contento. Sin demasiados preámbulos me pongo a la tarea, siempre sin guantes, porque Bolita se obstina en que así debe ser; de otra forma, no hay manera. Casi siempre le tengo que poner en su sitio, dejarle las cosas claras, para que mantenga la compostura y no se me abalance. La muestra la guardo en un bote de plástico, con tapón a rosca, que etiqueto convenientemente. La llevo al laboratorio para que los biólogos la examinen y hagan el milagro de multiplicarla en decenas de dosis. Tras un lento proceso de criogenización, las dosis seminales son repartidas por diversos zoológicos del mundo. Las transportan en avión.

Mi sueldo actual no es que sea una maravilla, pero al menos dobla al de un becario. A mi frutero bangladesí debo parecerle enormemente rico, porque jamás escatimo entre la fruta de mejor calidad que más me apetece, ya sea de temporada o no. No obstante, cada vez que entro en su humilde tienda me saluda con el cálido "hola amigo" de costumbre. No es envidioso. Todo lo contrario que Marta, que ya no me coge el teléfono. Me cae bien la gente como mi frutero, al que parece no importarle en absoluto si gano poco o mucho. O si he dejado de limpiar las cacas descomunales de los elefantes, para intimar con un célebre gorila albino...

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