La vida secreta de los koalas
Foto por Ralph Kränzlein |
Se muere de ganas Manuel por encontrar un poco de compañía. Tan ensimismado anda, que sin darse cuenta se adentra en territorio enemigo. El árbol por el que merodea ahora pertenece, según los libros del Registro de la Propiedad, a Ramón Mercader, un koala de cara simpática pero poco dado a recibir visitas. En cuanto advierte al intruso, el tal Ramón acude a recibirlo, para mostrarle los documentos que atestiguan su propiedad, y de paso darle un abrazo prieto de bienvenida.
El Manuel se topa de frente con Ramón Mercader, que le bloquea el paso. No era éste el tipo de compañía que Manuel andaba buscando... ¿O sí? Dan ganas de dejarse abrazar por Ramón, tan panzudo y peludito... Su semblante gracioso y maneras ralentizadas le confieren una prestancia del todo confiable. Pero el koala Manuel no es de los que se dejan llevar por una primera impresión. Tampoco de los que se enternecen ante cualquier congénere, por más que parezca un peluche esponjoso y entrañable. Por eso no le pilla desprevenido cuando Ramón Mercader le provoca a corta de distancia, en un desafío de gruñidos entrecortados y graves. Enseguida advierte Manuel que no le conviene porfiar con un koala que le saca unos cuantos kilos de más, y peor carácter. Se hace el disimulado y da media vuelta. Pero Ramón no está dispuesto a dar por zanjado el encuentro, a dejarlo marchar sin más, sin un apretado abrazo de despedida...
Huye el Manuel al ritmo parsimonioso de los caracoles, Mercader bufándole detrás. Hasta que queda acorralado en el extremo de una rama quebradiza. A un lado, el abismo; al otro, Ramón Mercader y las dudosas intenciones de su abrazo. Intuye Ramón Mercader que, si avanza un solo paso más, la endeble rama no va a soportar el peso de ambos. Se resigna pues a esperar al intruso en un recodo de "su" árbol, en el camino obligado por donde ha de pasar si es que pretende fugarse. Transcurren los minutos, en los que sobrevuela el aburrimiento...
Tras la "vertiginosa" persecución, y la tensa espera, a los dos rivales les domina el sopor. Como no tienen otra cosa que hacer, se animan a dormir la siesta. Ramón Mercader se acomoda en un recodo amplio de la rama que lo sostiene; el Manuel, cual funámbulo sonámbulo, reta a la altura sobre la bamboleante y endeble ramita.
Cuando el Manuel se despereza advierte que no hay koalas en la costa: por lo que sea, Ramón Mercader le ha dejado el camino libre. Es su día de suerte. Aún se demora un rato en la misma rama delgada, mordisqueando con pachorra unas hojas de eucalipto. Olisquea el aire mientras merienda. El aroma acre y enardecedor de la hembra que venía persiguiendo vuelve a punzarle los sentidos. Deja para otro momento la merienda y parte en su busca, a su habitual ritmo cansino.
Le vendrían bien al Manuel unos anteojos perfectamente graduados, pues, como la mayoría de los koalas, es corto de vista. Pero al menos la infalibilidad de su olfato le muestra el camino invisible hacia la hembra que encrespa su pelambrera y sentimientos. Al fin la tiene frente a sí, a la Loli, una linda y regordeta koala de pelaje suave y movimientos tan laxos como los de él. Manuel se arrima, apenas saluda, la olisquea, se enciende aún más. Sin mediar palabra ni credenciales se encima sobre ella. La Loli, que lo siente sobre sí, protesta con gruñidos de juguete, se revuelve, amenaza con arrancarle una oreja de un bocado. Por desgracia para el Manuel la Loli no está en celo, ni dispuesta a dejarse montar. Eso, o que la acaba de cortejar otro macho. En definitiva, no tiene ganas...
Pero el Manuel no ceja en sus intenciones: existe la extendida creencia entre los koalas macho de que, perseverando, pueden lograr que las hembras entren en celo. Por eso el Manuel le insiste a la Loli, y le vuelve a insistir, hasta por tres veces más, que le permita hacerle el amor.
-Por favor, sólo me llevará un par de minutos.
-No, no, y no -responde la koala hembra en todas las ocasiones.
-Pero a ti qué más te da... Anda, no seas mala, y déjate encalomar de una vez. Que las ansias me pueden, y siento una gran incertidumbre aquí dentro, en medio del estómago, que hasta veo palidecer los tonos verde grisáceos, de por sí ya pálidos, del follaje que nos rodea.
-¿Pero tan subnormal eres que no sabes comprender que "no", significa "no"? No es no, y punto.
Parece que al koala macho le molesta el discurso último de la hembra. Por si acaso, la koala, que no se fía, trepa un par de metros, hasta una distancia prudencial del Manuel. Ofuscado, éste no para de mirarla feo, mientras menoscaba la quietud de la arboleda con toda una sarta de gruñidos ininteligibles. Tras sus esfuerzos infructuosos se muestra contrariado y abatido, con la mirada ausente de un peluche de tómbola. No tarda en volverse a quedar dormido. La Loli aprovecha la circunstancia para escabullirse lejos de ese pelmazo que no la deja en paz.
Despierta el Manuel pasada la hora del almuerzo. No lleva reloj, pero intuye la hora por la posición del sol. Opta por apaciguar el hambre y su desdicha mordisqueando con ansia unas hojas de eucalipto. Le saben a mentol. Será porque ha perdido el apetito. Cavilando está si será que su mala suerte se le ha indigestado, cuando percibe en la brisa la sudoración fértil de otra hembra. Achica sus ojos menudos para comprobar que no está soñando: ahí mismo, sobre su cabeza, a tan sólo tres ramas de distancia, haraganea una linda koala entre la floresta. El inconveniente es que lleva a cuestas a su cachorrito. Pero las hormonas del Manuel no escarmientan, y le envenenan la razón con el argumento de que en la salvaje naturaleza no hay que hacerle ascos a nada.
Asciende Manuel a la caza de la hembra. Se llama Juana, y su cachorro Joaquinito. No tarda en alcanzarla. Ejecuta, de idéntico modo, su precipitado y torpe cortejo de amor. Se abalanza sin miras ni comedimiento sobre Juana, sin darle tiempo para la retirada, ni atender al cachorro que lleva sobre el lomo. Joaquinito escapa hacia lo alto del árbol como puede. Su mamá, sin embargo, no logra desprenderse del acosador así como así. Hasta que se decide a morderle en una oreja. Aparte del dolor del mordisco, el Manuel se ve, poco más o menos, que cabalgado la rama del árbol como un tonto salido, en mitad del camino entre el cachorro y su madre.
Con gemido de matasuegras, pronto reclama Joaquinito a su mamá. Pero Juana se muestra inmutable. Espera acontecimientos al otro lado del Manuel. Ante la aparente desatención de su progenitora, a Joaquinito no le queda más remedio que echar mano de su propio instinto, para ir en su busca.
Desafiando a la gravedad y a la sensatez zoológica, el cachorro emprende el descenso. Con sus pequeñas e inexpertas garras tantea el peligro y el tacto áspero de la corteza del eucalipto. El Manuel, que lo observa avanzar con el tambaleo propio de un borracho, le permite, de momento, que se le aproxime, y hasta incluso que le olisquee. El olfato del cachorro es torpe, incapaz aún de discernir entre el olor de su propia madre y el de un koala cualquiera. Por eso se encarama con imprudencia a la chepa del Manuel.
-¡Eh tú, mocoso, bájate de ahí! -amenaza con recelo Manuel.
El pequeño koala ni se inmuta, desdeñando la advertencia y los 12'72 metros de altura que le separan del suelo. Se aferra a la falsa seguridad que le confiere el pelazo de su madre postiza. No sale de su autoengaño hasta que su mamá verdadera le llama por su nombre. Desmonta la grupa de Manuel y responde con un gemido a la llamada. Pero su mamá lo observa impertérrita desde la distancia, sin decidirse a acudir en su socorro. El cachorro se ve obligado a aventurarse unos cuantos pasos, en un descenso peligroso, para llegar hasta su madre. Cuando por fin se siente a salvo sobre su espalda, en su incipiente lenguaje de gestos parece echarle en cara: "¿por qué no venías, mamá?". Juana se justifica a voz en alto, para que le sienta el sinvergüenza ése que ni a una madre con su cachorro respeta:
-¡Ay, mijito, qué mal rato me has hecho pasar...! Si no me acerqué fue porque estaba en medio el malparido ése.
-¡Eh tú!, ¿qué mierda estás diciendo sobre mí? -brama el Manuel, con el corazón latiéndole como una olla exprés.
-Entiende, mijito, que si me dejo encintar hubieras corrido el riesgo de malograrte en el futuro, pues con toda seguridad tendría que destetarte antes de un año.
-¡Agradéceme que no haya arrojado al suelo a tu pequeño! -grita el Manuel, y luego hace un alto para insuflarse un soplo de aire-. Si no lo he hecho es porque no soporto ver tanta energía desperdiciada. Como la que me hacéis malgastar todas tan de balde...
-¡Anda y no te quejes, mamarracho, que si te dejo hacer, más energía hubieras desperdiciado!
-¡Bah!
-¡Bah!
Tras el intercambio de gruñidos la koala se aleja con su cachorro a cuestas, en busca de un árbol más tranquilo y soleado.
El Manuel se queda allí solo, desconsolado y melancólico. Colgado sobre la rama sopesa el vacío bajo sus garras. "No merece la pena -se alienta-; sería una enorme pérdida de energía. Ya vendrán otras primaveras". Rumía su derrota, con la parsimonia con que acostumbra a masticar las hojas del eucalipto. Anhelando amores desaforados e imposibles, se queda otra vez dormido...
Manuel, Ramón, Juana... pues le había imaginado yo otros nombres a los koalas, je,je.
ResponderEliminarGenial el relato.
Un saludo,
Desde luego, si ves el documental verás que tienen otros nombres, mucho más australianos. Pero quería humanizarlos de la manera más próxima a mi entorno.
EliminarUn saludo y gracias por pasarte, leer y comentar.