El camino hacia la luz

Cocodrilo saliendo de una tapa de alcantarilla y atrapando a un hombre rico

-¡Vamos, Fanny, no te quedes atrás! Podría morderte una rata.

-¡Ay, no me asustes!

El ánimo contrariado de Fanny se manifestaba en el reflejo dubitativo de sus ojos, que lucían, en la oscuridad de la galería, como velas trastornadas por una ventolera. La luz del frontal que su padre llevaba engarzado al casco alimentaba a aquellas dos candelas irritadas.

-Es que estoy cansada...

-Pues vas a tener que aguantarte. Aún nos queda un buen camino para ver la luz del día.

-¡Jo...!

-¿No eras tú la que tanto se empeñaba en conocer el lugar en que trabajo?

-Sí, pero... nunca me lo imaginé así...

-Pues así es. Así que camina y deja de protestar.

Según Fanny y su padre iban avanzando, el colector subterráneo les ofrecía los secretos más turbios de la ciudad de Nueva York.

-¡Vaya!: por aquí no podemos continuar.

-¿Qué es eso, papi? ¡Qué asco...!

-La galería está atascada con montones de esas toallitas higiénicas que tanto le ha dado por usar ahora a todo el mundo.

-Yo también las uso.

-¿Y las tiras al váter?

-A veces.

-Ya... Anda, vamos. Date la vuelta. Tendremos que pasar por otro lado. Ve tú delante.

Mientras su padre hacía un alto, para anotar en su libreta de incidencias la localización del atasco, Fanny, con paso dubitativo, anduvo apenas metro y medio, sin perder de vista la impresionante colada petrificada de porquería que dejaba detrás.

-Papá, ¿no vienes?

-Continúa... Enseguida te pillo.

-Es que me da miedo.

-¡Ya! Por si te come una rata...

-Más o menos.

-¡Ay Dios, dame paciencia...! Ya voy...

El papá de Fanny guardó la libreta y el bolígrafo en el bolsillo superior de su mono de trabajo. No tardó en alcanzar a su hija. Tras un giro de noventa grados los dos expedicionarios enfilaron un nuevo túnel, más estrecho y aparentemente corto. En el centro, un pequeño canal desbordado evacuaba las aguas sucias. Recién estrenadas para la ocasión, chapotearon resignadas las katiuskas brillantes de Fanny, por el riachuelo enfangado. Ya no eran de un amarillo inmaculado, aunque en el reflejo turbio del agua lucían entusiasmadas, como el día en que se independizaron de su caja de zapatos.

-¡Esta mierda de botas me hacen rozadura!

-¡Mira que eres malhablada...! ¿Por qué no dejas de quejarte de una vez? Anda, tira...

Tan poca voluntad ponía Fanny en el avance, que no fue preciso obstáculo alguno para que trastabillara. Si no se zambulló de pleno, en el agua ponzoñosa, fue gracias a que cayó con las dos manos por delante.

-¿Qué haces ahora? -preguntó el papá en tono divertido.

-Nada, que casi me caigo.

-¿Casi? Si te viera tu madre, me demandaría...

Al incorporarse, Fanny, en un gesto instintivo, fue a atusarse el mechón de pelo que se le había escapado del casco. Se arrepintió en el último momento, al caer en la cuenta de que acababa de meter su mano enguantada en el agua insalubre. Siguió caminado. Libre y feliz sobre su cara sudorosa, el mechón rebelde se entretenía en entorpecerle la visión a ratos. Pero para Fanny eso era lo de menos.

-¡Ajjj! ¡Aquí huele que apesta! -se lamentó por enésima vez.

-Así es: cuanto más dinero hay arriba más apesta aquí abajo. ¡Quién diría que ese colector vierte las aguas de parte del Rockefeller Center...!

-Los ricos también cagan mierda...

-¡Qué basta eres, hija! Al menos algo estás aprendiendo hoy... Anda, aléjate del colector y pégate bien a la pared contraria, no te vaya a salpicar la porquería.

La advertencia fue premonitoria, pues, justo en ese momento, la boca redonda del colector ofreció a los visitantes un regalo nada deseado. Fanny prefirió ni mirarlo. El hilo de vómito terminó recombinándose con el río emponzoñado que, con cara de aburrimiento, discurría por la galería.

Tras otro giro de noventa grados el pocero y su hija enfilaron la galería que atraviesa por debajo de la Calle 50. Ladrillo tras ladrillo, la nueva bóveda, más amplia y nada celestial, transcurrió monótona sobre sus cabezas hasta desembocar en la gran oquedad correspondiente a la Sexta Avenida.

-¡Este túnel es enorme! -exclamó Fanny aguzando la vista, en un intento vano por percibir el final inabarcable de la galería.

-Sí, lo es. El último tramo.

-¿Ya estamos llegando?

-Según se mire. Hay que continuar todo recto hacia adelante. Pero aún queda bastante.

-¿Mucho?

-No tanto: como ocho o nueve manzanas.

-¡Mierda! -protestó contrariada Fanny.

A Fanny le hubiera gustado sentarse un rato sobre el suelo, hacerse de rogar, forzar la compresión de su padre. Pero no había ni una minúscula isla libre de asquerosa humedad en la que pudiera asentar su trasero. Se compadecía de sí misma cuando atisbó la chispa de unos ojos encendidos, los de una rata que, con cautela, la estaba observando. No era la primera con la que se topaban aquella mañana, ni sería la última.

-Papá: dice una chica de mi colegio que un día salió un cocodrilo por la tapa de una alcantarilla. Aparte de las ratas y las cucarachas no hay otros animales aquí, ¿verdad?

-Podría haber... Aunque más bien, creo yo, que más que cocodrilos puede que haya algún caimán. Y serpientes, por supuesto...

Fanny sabía de la fanfarronería de su padre, pero aun así se estremeció un poco: a ver si ahora que ya les quedaba sólo la última recta larga se iban a topar con una serpiente. En Nueva York y en todos lados, alguna gente las tenían por mascota; había oído historias, Fanny, de que en ocasiones se escapaban de las casas por el retrete.

-Mis colegas del trabajo dicen -continuó el pocero- que por la zona de Wall Street para un enorme cocodrilo que, al parecer, huele el dinero. La verdad es que yo nunca lo he visto, y mira que llevo años trabajando aquí. Pero si llevas alguna moneda en el bolsillo, yo que tú, me andaría con cuidado...

Fanny llevaba consigo un par de dólares y unos centavos sueltos, pero tampoco se consideraba tan niña como para que le vinieran con cuentos. Con intención de desmontar el farol que se marcaba su padre, le retó con una sonrisa. El pocero mantuvo como pudo un remedo de seriedad, pero no se conformó con aguantar el envite de su hija:

-¡Dios!, ¿qué es eso de ahí? -gritó.

-¿El qué, papá?

Sobresaltada, Fanny escudriñó el espacio que, unos metros más allá, alumbraba su padre con el frontal. De lado a lado, algo surcaba por el pantanal de la galería.

-¡Estate quieta!

-¿Pero qué es eso?

-¡Shhh! ¡Calla y no te muevas! Parece un caimán.

Transcurrieron unos pocos segundos que a Fanny se le hicieron interminables, latiéndole el corazón como una cafetera al hervir. Hasta que su padre ya no pudo aguantarse la risa.

-¡Eres imbécil, papá! ¡Qué susto me has dado!

El pocero no podía parar de reírse.

-¿Qué era eso?

-¿Pero no has visto que era una rata? -dijo el papá con la risa ya al ralentí-. Y bien gorda. Si te llega a morder seguro que te contagia la rabia. Anda, idiota, tira pa'lante. Más asustada estaba ella que tú.

Si hasta entonces Fanny había albergado alguna duda sobre si todo aquel paseo subterráneo le estaba mereciendo la pena, tras el cachondeo de su padre se desengañó definitivamente. Estaba cansada, olía asquerosamente mal por todos lados, y encima su padre no paraba de tomarle el pelo. Por desgracia no le cabía más remedio que sobreponerse a la contrariedad y seguir caminando.

Los dos espeleólogos de alcantarilla prosiguieron por el largo túnel, con la desgana de un par de pollos vivos, recién engullidos, que se deslizaran a través de una enorme bicha. Hileras de cables y tuberías de distintos calibres, aferrados al techo y paredes del siniestro esófago, transportaban la sangre densa del descomunal y nauseabundo reptil.

Más adelante, en las estribaciones subterráneas del MoMA, Fanny resopló extenuada: el tramo final se le estaba haciendo interminable. Proseguía sumisa tras los pasos de su padre, que, silencioso, comenzaba también a arrepentirse de haber planeado tan larga caminata. Su exmujer -la mamá de Fanny, con quien compartía su custodia- siempre le reprochaba que no tenía medida de nada.

-Luego no se te ocurra irle con el cuento a tu madre de que te he traído por aquí.

-Que no, papá -dijo Fanny, hastiada de haberle prometido a su padre cientos de veces que guardaría el secreto de aquella visita.

-Sólo me faltaba eso... Que después de darme la lata todo el tiempo, con que te trajera a conocer el alcantarillado de la ciudad, tu madre me viniera con una demanda. O peor aún, que terminasen enterándose en el trabajo. Entonces sí que se me cae el pelo...

-Que no diré nada a nadie, pesado... Te lo juro...

A lo lejos, un hilo de luz y de esperanza vino a aniquilar la latosa conversación que mantenían padre e hija. Según fueron avanzando, manzana tras manzana, atravesando desde la Calle 54 hasta la 58, la luz se hizo más grande y vívida. Hasta que, tras desembocar en la 59, comprobaron que el resplandor nacía de lo alto del muro que tenían frente a sí. Mirándola directamente, aquella luz casi cegaba. Tras ascender por una escalera cenagosa de hormigón, los exploradores del inframundo llegaron a una verja oxidada. Una gruesa cadena de acero y su candado bloqueaban la apertura de la verja. El pocero sacó del bolsillo de su pantalón un juego de llaves. En la penumbra luminiscente, palpó, con su mano enguantada, el manojo de llaves, hasta que dio con la que abría el candado.

-Yo soy uno de los pocos en Nueva York que tienen esta llave -dijo con orgullo. Similar satisfacción sintió su hija, por tener un padre tan importante.

Hasta que sus ojos no se acomodaron por completo al manantial de luz, no acertó el pocero con la cerradura del candado. Cuando, por fin, consiguió abrirlo, quitó la cadena y empujó hacia fuera la verja, que chirrió como un gato al que le estuvieran pisando la cola.

-¡Vamos, sal fuera! Ya estamos en Central Park.

Fanny obedeció y traspasó la verja abierta que daba al parque. En cuanto la vio aparecer, una ráfaga de aire, limpio y fresco, acudió a jugar con el mechón libre de su pelo. Los ojos de Fanny, aún no acostumbrados a la luz, se achicaron frente al paisaje pleno de verdes y ocres otoñales.  Detrás, la verja maulló por segunda vez: el pocero la candaba de nuevo. Fanny apagó la luz de su frontal y se quitó el casco, poniendo a disposición del viento todo su cabello, que no tardó en alborotarlo. Advirtió a dos paseantes observándoles perplejos, a ella y a su padre, sin argumentos que justificaran aquella visión tan extraordinaria, la de los dos exploradores recién surgidos de las entrañas de la Tierra.

El papá de Fanny se colocó al lado de su hija. Se tomó su tiempo para contemplar, tranquilo, el panorama vegetal del parque. Inspiró y espiró profundo un par de veces antes de emitir su veredicto:

-Cuando sales aquí fuera, así, tan de repente, el parque y el cielo se ven como más bonitos, ¿verdad?

-Psss...

-Algo de bueno tenía que tener mi trabajo, el pasear todos los días por las cloacas de Nueva York. A veces, para apreciar bien la luz, el cielo azul, las nubes blancas, el verde de las hojas o el marrón del otoño, hay que atravesar un largo camino de oscuridad.

-Sí, papi. Pero qué asco de camino...

El pocero miró de reojo a su hija, sin por ello perder el hilo de sus pensamientos profundos. Hizo como si nada hubiera escuchado, y volvió a fijar la vista en el paisaje.

-Espero que hayas aprendido la lección.

-¡Qué filosófico te pones a veces, papá...! Anda, vámonos a casa de una vez, que estoy muerta de frío y tengo hambre...

El pocero giró la cabeza hacia su hija, y, no sin cierta desilusión, la miró de pleno:

-Además, me estoy haciendo pis.

-¿Y por qué no lo has hecho ahí dentro? Tiempo y lugar has tenido.

Fanny se encogió de hombros.

A paso animoso, los dos exploradores reemprendieron la marcha, esta vez deslizándose sobre el manto de hojarasca de la primera trocha que les vino a mano. Su desinhibida imagen se perdió tras la primera revuelta del camino, entre el bosquete entreverado de vivaces y frondosas...

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