Volando voy
Foto por Mark Dowsett |
-Ese programa médico es aún demasiado experimental. Mira, Aurora; yo creo que deberías dejar a tu padre en paz. A fin de cuentas, tarde o temprano, todos vamos a morir.
-¡Claro, como no es tu padre...!
-Pero si yo lo digo por él, más que nada. Lo importante es que viva tranquilo y feliz los últimos años que puedan quedarle de vida.
-¡Ya! Por eso estoy decidida a apuntarle a ese programa.
Aurora era incapaz de desprenderse de una incómoda tristeza, que le amargaba la existencia a todas horas. Su padre pasaba de los noventa años, y le podía la certidumbre de que, más bien pronto que tarde, cambiaría este mundo por el de más allá. Eso en el mejor de los casos, pues nadie le podía asegurar a Aurora que hubiera otra vida después de ésta.
-Haz lo que quieras, pero creo que te equivocas -concluyó Enrique. Luego se marchó contrariado a su cuarto, para conversar con la maqueta del aeroplano que tenía en construcción.
En los últimos años, el olor de la tierra húmeda ponía a Aurora de los nervios. Por eso había desterrado del balcón a los cuatro geranios, y mandado a paseo a las chefleras que mendigaban un poco de luz por cada rincón del salón. La tierra húmeda horadada por lombrices era una imagen recurrente en sus sueños.
-Porque a ver... -salió Enrique de su cueva, portando entre los dedos el aeroplano a escala-. Tu padre, en el estado en que está, no es consciente de nada. ¿Para qué tanto empeño en alargarle la vida, si no se va enterar de los acontecimientos, ni de nada?
-¡Ah, déjame en paz! Tú vuelve a tu taller con tus avioncitos, y no me calientes más la cabeza, que ya haré yo lo que crea que tengo que hacer.
Enrique volvió a su cuarto. Alzó la manó con que sostenía el avión, y lo precipitó contra la pared. El pequeño planeador reventó en astillas de plástico, a la par que sus pensamientos. Arrepentido, se agachó para recoger los restos mortales del diminuto juguete. Sopesó si con un poco de cola sería capaz de resucitarlo.
Aurora estaba a otra cosa, embobada con la silueta que, a contraluz, dibujaba su padre frente al televisor encendido, en el salón comedor. Sabía que lo mismo le iba a dar a él que le apagara el aparato, pero de todas formas ella siempre se lo encendía, y le daba voz: no soportaba verlo allí solo, en completo silencio, como otro más de los muebles viejos.
Apenas un mes y medio después, su padre ya le pedía a Aurora, de viva voz, que le pusiera éste o aquel canal. El tratamiento, que los laboratorios estaban experimentado con él y otros pacientes, estaba haciendo verdaderos milagros. Enrique no tuvo que aguantar demasiados reproches por parte de su esposa, porque el entusiasmo la tenía distraída:
-Es increíble, cariño. Jamás pensé que mi padre volvería a hablar otra vez. Lástima que mamá y tus padres no estén ya aquí con nosotros, porque igual... Ya sabes... La medicina avanza a pasos agigantados.
El padre de Aurora pasó en poco tiempo de pedir que le cambiaran el canal a hacerse con el mando del televisor. Le quitaron los pañales, pues ya era capaz de ir al baño por su propio pie. Sus huesos y articulaciones parecían rejuvenecer cada día.
-¡Enrique! ¡Enrique! -alzó la voz Aurora-. Este hombre no me escucha, siempre con sus malditos aviones...
Aurora fue en busca de su marido, a su taller. Abrió la puerta. Enrique sostenía con delicadeza, entre las puntas de sus dedos, el fuselaje de uno de sus aeroplanos. Con la otra mano, boca abajo, apretaba un pequeño bote de cola.
-¡Enrique! ¿Pero es que no sientes que te estoy llamando?
Enrique se volteó en su silla giratoria, para ver qué quería su mujer. La observó hastiado, por encima de sus gafas de ver de cerca.
-¿Qué quieres?
-Que dice mi padre, que a ver si esta tarde nos acercas con el coche al Carrefour, a comprarle algo de ropa.
-¿Es que no le vale con toda la que tiene en el armario?
-Es que dice que está pasada de moda. Ya sabes, siempre fue muy coqueto.
-¡Ay, qué lata da tu padre últimamente!
Tantos años sin moverse el viejo por si solo, sin salir de casa para ir a ninguna parte, sin percibir el mundo que le rodeaba, habían logrado, de alguna forma, detener el tiempo en su mente. Ahora, tras el éxito del programa médico experimental, parecía que hubiera despertado de repente a la vida y a la acción. Sentía rejuvenecer sus células, a la misma velocidad con que sus viejos trajes y camisas se le quedaban apolillados.
-Hija, esta noche no me esperéis despiertos: he quedado con unos amigos, para ir al baile.
-Pero papá... ¿A qué baile vas, tan tarde?
-A uno...
-¿Y piensas ir con esa sudadera? ¿No te parece demasiado juvenil, para un baile de jubilados?
-Calla, calla, ¡qué sabrás tú!
-¡Enrique, Enrique! -gritó Aurora.
Enrique se levantó con parsimonia de la silla, y se acercó hasta la puerta de su taller, para mirar, a su esposa, desde por encima de sus lentes, con la misma desgana de siempre.
-¿Qué quieres ahora?
-Dile algo a mi padre, que quiere salir a estas horas.
-Déjalo al hombre que se divierta, que ya le tocaba.
-¿Pero no ves que va hecho un Adán?
-Bueno, yo me marcho, hija. Ahí os dejo, con vuestras cosas...
-No beba demasiado, suegro.
-Adiós papá. Ponte al menos la capucha por cima, que hace frío.
Cuanto más rejuvenecía su padre, más alocado e incontrolable se le volvía a Aurora.
-Papá, esto tiene que terminar. Tanta salida a deshora, un día, y al otro, y al siguiente también... No estás ya en edad de tanta fiesta, como si fueras un adolescente.
Pero lo cierto era que el anciano se sentía como un adolescente. Y no sólo él, sino miles de nonagenarios eran los que pululaban de fiesta en fiesta, como si no se fueran a morir nunca. Los ensayos clínicos había superado de largo las expectativas más halagüeñas. Los gobiernos empezaron a arrepentirse de haber dado vía libre a la autorización definitiva de la "píldora de la eterna juventud", como popularmente empezó a llamarse a aquella medicina, poco antes experimental. Según los cálculos de los economistas, en tan solo 10 años, al ritmo de la nueva esperanza de vida, no alcanzarían las pensiones para tanto jubilado.
-¡Pero qué hijos de puta, estos del Gobierno! -habló con enojo al televisor el padre de Aurora-. ¿Pues no dice el ministro de economía que nos bajan la pensión ya mismo?
-Pues tendrás que ponerte a trabajar, papá.
-Qué cosas dices, cielo. No hay trabajo para los jóvenes, y me voy a poner yo a buscar empleo.
-Pero tú tienes experiencia. Además, ¿no dices siempre que con la píldora te sientes como un chaval de 15 años?
-Ya, ya... Pero ahora, que trabajen otros. Que para eso ya he trabajado yo toda mi vida...
-Pues me dirás qué hacemos. Porque con el sueldo de Enrique, lo poco que yo gano, y al ritmo que tú llevas, despilfarrando tu miserable paga y lo que pillas por aquí y por allá, no nos alcanza.
-Bueno, bueno, no quiero discutir ahora. Me tengo ir. Dile a Enrique que le he cogido el coche.
-¡Pero papá: si hace años que te caducó el carnet de conducir!
-¡Bah, tonterías! Esas cosas nunca se olvidan. Hasta luego, no me esperéis despiertos.
La convivencia en casa de Aurora y Enrique, y en otros muchos hogares con ancianos, se fue complicando cada vez más. Y no tardaría en estar tan tensa como los tirantes de un puente colgante sometido a un seísmo de gran magnitud. Cuando la Organización Mundial de la Salud se pronunció en contra de la píldora de la eterna juventud, la indignación recorrió todo el planeta. La ciudadanía alzó la voz en contra de los gobiernos, especialmente los ancianos, acusándoles de presionar a las agencias de los medicamentos. Lo cierto era que el sistema de pensiones se les estaba haciendo insostenible a todas las naciones que habían autorizado la píldora.
Finalmente la píldora de la eterna juventud se desautorizó en la mayoría de los países. No obstante, las farmacéuticas no suspendieron su fabricación, pues el público más elitista estaba dispuesto a conseguirla a cualquier precio. Las clases menos pudientes, por su parte, sólo la pudieron comprar, a partir de entonces, en el mercado negro, o en las páginas ilegales de la internet profunda. Eso sí, a un precio desorbitado.
-¿Qué ha pasado con mis aviones? No están en la estantería.
-¡Ay, Enrique! Mi padre, que se ha vuelto loco. Ha debido cogerlos, junto al televisor, para llevarlos a vender.
-¿Pero cuánto se piensa que le van a dar por ellos?
-Yo que sé, Enrique. Yo qué sé...
Eran pocos los ancianos que se resignaban al fin natural de sus días. A pesar de la ilegalización de la píldora milagrosa, la gran mayoría hacían todo lo que podían para perpetuarse. La pirámide poblacional se fue invirtiendo en muy pocos años, lo que supuso un grave inconveniente para la economía de los estados. Por el bien de todos, las naciones acordaron la eutanasia obligatoria a partir de los 110 años.
-Creo que no voy a soportarlo, el momento en que a mi padre quieran ponerle la inyección.
-Pues yo, qué ganas tengo de que llegue el día de su último cumpleaños.
-Pero Enrique, ¿cómo puedes decir eso?
-Creo que nunca le voy a perdonar que malvendiese mis maquetas.
-¡Bah...! Ni que fueras un crío... Toda la vida encerrado en tu cuarto con esos avioncitos...
-Pero la culpa de todo es tuya, por empeñarte en inscribirlo en aquel plan experimental.
-Un día me voy a hartar y te los voy a tirar todos por la ventana, a ver si vuelan.
-Cuando hay que morir, hay que morir, le duela a quien le duela...
-Por cierto, ¿te ha dicho mi padre a dónde ha ido?
El padre de Aurora había volado: en su habitación, dejó un aviso, en un papel, en el que decía que no le esperasen para comer. Ni aquel día, ni nunca más. Ya no se fiaba de su yerno, y mucho menos del Estado ni de su plan eutanásico. Por eso había decidido dejar el hogar de su hija para siempre. "Además -añadía el escrito-, me he echado una novia junto a la que pienso disfrutar los años que nos queden de vida, que ojalá sean muchos. Tiene sus buenos ahorros, así que te confieso, hija, que más me mueven, para irme con ella, los deseos de eternidad, que el amor. El día que llegue a los 110 años, si es que llego, tendrás noticias mías, te lo prometo. Le dices a Enrique, de mi parte, que también a él le llegará la hora en que sentirá la pavorosa cercanía del peso de la tierra húmeda. Quizá para entonces se haya dado cuenta de que hay cosas más importantes que sus avioncitos. Un beso y cuídate".
Enrique leyó por sí mismo la nota de su suegro, ya que las lágrimas anegaban los ojos de su mujer. No volvieron a saber del anciano, ni para dónde se marchó. Para Aurora, fue como si su padre hubiese muerto...
La víspera del 110 cumpleaños de su suegro, Enrique temió, por un momento, que los funcionarios que habían venido a buscar al anciano lo confundieran con él. Se presentaron sin previo aviso. No les extrañó en absoluto no encontrar al anciano: ya estaban más que habituados a que los viejitos se esfumaran antes de que acudieran preguntando por ellos a sus casas. Con acostumbrada indolencia, rellenaron un informe en el que al padre de Aurora se le declaraba prófugo. Después, se fueron por donde habían venido.
Al día siguiente, Aurora recibió un escueto mensaje en su móvil: "La vida se pasa volando, hija, pero seguimos en el aire". Después de leer el mensaje, Aurora entró en el taller de su marido. Le pidió que le dejara ver de cerca uno de sus aviones.
-Uno cualquiera, el más bonito que tengas.
Enrique miró extrañado a su mujer, como siempre desde por encima de sus gafas. El paso de los años, sobrevolándole por encima de las canas, le habían modelado, a Enrique, una panza grande y flácida de arcilla, como la de un cántaro nacido en el torno de alfarero de su silla giratoria.
-Ese Fokker de la estantería, por ejemplo, el del Barón Rojo.
Aurora tomó por la cola el triplano que señalaba su marido. Se acercó a la ventana abierta, y lo arrojó al aire.
-¿Pero qué haces, cariño? -dijo Enrique, resignado. Se hacía cargo de que, en aquella fecha tan señalada, la emoción embargaba a su mujer de manera especial. Por eso apenas protestó. Simplemente se asomó por la ventana, para ver el Fokker despanzurrado contra la acera.
-Imaginaba que no podría volar-, fue la única respuesta que le dio su mujer. Luego Enrique, tras quitarse las gafas y dejarlas sobre la mesa de trabajo, se arrimó a Aurora, y, sin poder evitarlo, la envolvió en un abrazo sin fecha de caducidad, tan esponjoso como el barro con que estaba conformada su barriga enorme...
Crueldal, amor y miserias cotidianas con destellos futuristas. Un relato curioso pero muy ameno. Un placer leerte.
ResponderEliminarCreo que se te ha colado un susadera por sudadera.
Un saludo,
Ey, Juan. Gracias por lo de la sudadera. A veces uno relee mil veces y no ve las erratas ni las faltas de ortografía.
EliminarCuando empecé el relato me motivaba el tema melancólico de la partida de nuestros mayores. Meses más tarde continué con la historia, y devino por una senda más distópica: qué pasaría si el ser humano no se muriera nunca. El conjunto del relato, creo que algo heterogéneo: melancolía+sarcasmo.
Gracias por pasarte. Un saludo...