El padre coraje de la Colonia Marconi

Hombre fumando un pitillo
Fotografía por Ben Raynal
Hasta antes de conocer a Enriqueta, no había encontrado una mujer que me regalara una sonrisa sincera. Me refiero a gratis. Vamos, sin pagar. Porque aunque uno se haga el medio disimulado, como no queriendo darse cuenta de la realidad, en el fondo sabe que nadie da nada por nada, y menos aún esas señoritas que se asientan al borde de la carretera del polígono Marconi. No te cabe duda, de que si todo risueñas se acercan hasta ti, es porque van buscando tu dinero, y si no te das cuenta es, o porque eres medio retrasado, o porque no quieres reconocer la realidad.

Y no es que acostumbrara yo por entonces a pasearme a todas horas por el polígono Marconi, pero alguna que otra vez sí me había dejado caer por allí, y sé de lo que hablo. Cuando por casualidad, o empujado más que nada por la desidia, me adentré por aquellos parajes inhóspitos por donde merodean las mencionadas señoritas, a más de uno conocí de los que presumen, a todas horas y por todos lados, de tener mucho sexapil y seductora caída de ojos. Pero en el fondo, lo sé de muy buena tinta, en asuntos amatorios no se comen ni un colín, si no van con la cartera por delante.

Sin embargo, yo no soy como esos fanfarrones y sé reconocer el percal de las cosas. Por eso, en un principio, cuando la vi allí parada junto al semáforo, a Enriqueta, pensé que era otra más de las chicas de vida relajada que mercadean con su cuerpo en el polígono. Sobre todo porque, cuando se acercó a mí, me sonrió sin venir a cuento. Pero resultó que Enriqueta no era de la misma especie que las otras señoritas, sino de otra más selecta y rebuscada. En concreto, de las que en todo trato no sólo buscan el mero negocio, sino también poner en práctica sus teorías más particulares.

Enriqueta había llegado a la singular conclusión, de que el polígono Marconi era el sitio ideal para encontrar a un hombre lo suficientemente desesperado como para someterlo, sin la menor resistencia, al desvarío de su voluntad. Con la argucia de su premeditada y linda sonrisa, no le resultó difícil apresarme. Vamos, que a las primeras de cambio caí en sus malas artes de pesca, como esos atolondrados atunes que quedan enredados en la almadraba, cuando van a la caza de algún banco de sardinas. A cambio de unas pocas noches de amor sin límites, Enriqueta logró el preciado botín que había venido a buscar: en nueve meses —con veintiún días, para ser exactos— nació de sus entrañas mi precioso bebé.

Enriqueta se empeñó en llamar al niño Artimaño. Aquella decisión fue otra más de sus originales ocurrencias. Según adujo, quería que el niño tuviera un nombre único e irrepetible, y, sobre todo, memorable.

Nada más ver al bebé, no me cupo duda de que había heredado cada uno de mis genes. Un hecho irrefutable que, por supuesto, produjo en Enriqueta una enorme envidia, y que vino a destapar el tarro en que guardaba lo peor de su esencia. Ya tenía lo que había venido a buscar, y lo quería todo para sí. De inmediato, comenzó a confabular mil planes para desalojarme de mi propia casa. Pero hasta ahí podíamos llegar...

Contrariada, ante mi determinación de defender las cuatro paredes que me pertenecían por derecho propio, un buen día cogió la puerta de casa y se largó con mi hijo. De paso se llevó también mis enseres más valiosos. Expuso meses después, ante la jueza, que aquel botín que me había sustraído era la herencia anticipada del niño. Como tenía la intención de no permitirme verlo más durante el resto de mi vida, la lógica de su mente retorcida fue la de arramblar con todo lo que pudo meter en un par de maletas.

Desde el primer momento, la jueza simpatizó con su causa. Enriqueta consiguió convencerla, mediante lastimeros argumentos y sibilinas mentiras, de que yo suponía una mala influencia para la criatura. Si yo seguía visitando el polígono Marconi, le expliqué a la jueza, y sólo muy de tarde en tarde, era por distraer la pena de no poder ver a mi hijo. Pero la jueza, como mujer que era, fue incapaz de ponerse en mi lugar, y le concedió a Enriqueta la custodia de Artimaño. Al menos, eso sí, me permitió poner en práctica mi ideario de paternidad, aunque nada más que durante los fines de semana.

Enriqueta había pergeñado todo un plan educativo para el niño. Cada ecuación de sus matemáticas concluía el mismo resultado: que yo era un valor nulo, algo así como un cero a la izquierda. Su resentimiento se elevaba a lo infinito cada fin de semana, cuando no tenía más remedio que dividir al niño con mi nulidad. Por eso insistió en poner todos los obstáculos para que pudiera verlo, y si no era bajo denuncia no claudicaba a mis pretensiones. Pero antes de dejarme al niño en depósito redactó una lista con todo lo que podía hacer y lo que no, y lo que debía comer o le estaba vetado.

Por supuesto que yo hacía caso omiso a su estúpida lista. Enriqueta profesaba la religión del veganismo, por lo que sometía al niño a un estricto régimen alimentario, más riguroso, si cabe, que el de visitas que me había impuesto la jueza. Alimentado a base de tubérculos, semillas y brotes de soja, Artimaño crecía raquítico y falto de color. Mi amor de padre homologado me hizo temer por su vida, que cualquier mal aire me lo fuera a arrebatar. Por eso me propuse remontar, a base de hamburguesas y comida enlatada, los estragos que la madre venía provocando en su salud. Gracias a aquella dieta alternativa de fin de semana, la piel mortecina de Artimaño fue recobrando, poco a poco, el lustre y el color sonrosado de un niño sano y bien constituido. Los desayunos, almuerzos, comidas, meriendas y cenas, se convirtieron en despaciosos rituales a contrarreloj, cuya única meta era la revitaminación de mi hijo. De paso, aquel plan de choque sirvió también para que surgiera cierta complicidad entre mi hijo y yo: le hice prometer a Artimaño, que jamás le contase a su madre nada acerca de aquellos tratamientos alimentarios.

Entre semana Enriqueta seguía a lo suyo: a deshacer toda aquella labor minuciosa que, sábado sí y domingo también, venía realizando yo. Alimentaba al niño como a un roedor enjaulado, a base de pipas, piensos deshidratados, y zanahorias. Según ella, eran los betacarotenos, y el germen de las semillas, la única razón del revivido color de piel de Artimaño. Pero yo sabía que la explicación era bien distinta. Ante el discurso ilusorio de la madre, guiñaba un ojo a mi hijo, mal disimulando la risa floja que me entraba por dentro.

Por desgracia, las cosas en el trabajo empezaron a irme regular, y a peor fueron cuando, por culpa de un chivato, acabaron despidiéndome. Al menos encontré una oportunidad en el negocio de la compraventa de entradas. Pero mi nuevo oficio me exigía una dedicación total, sobre todo durante los fines de semana.

Propuse a Enriqueta que se encargara del niño durante, al menos, uno de cada dos sábados por la tarde. Como era previsible, se negó en rotundo. Si antes, respecto a la custodia del niño, me negaba hasta el pan, ahora no parecía dispuesta a echar horas extras. El caso era llevarme la contraria. Eso, o que se había echado un novio nuevo (como así luego pude comprobar). Su propio hijo le suponía ahora un estorbo, y tenía el descaro de reprocharme a mí lo mismo. Pasé de darle más explicaciones ni contarle ningún detalle sobre mi nuevo trabajo, pues sabía que no iba a entender que no podía llevar al niño conmigo a la reventa.

Y no sólo me veía condicionado por asuntos laborales. Después del trabajo, era cuando tenía algo de dinero, para disfrutar un poco de la vida. Porque qué nos queda al final de cada jornada, si nuestra existencia se reduce a trabajar y trabajar... Con el niño, me iba a ser imposible recuperar mis casi abandonadas visitas a la Colonia Marconi.

Recapacité, ante la negativa de Enriqueta a echarme una mano con el crío: tanto mejor, si el niño me acompañaba a los alrededores de la plaza de toros, o de los estadios de fútbol. Nunca he entendido el recelo que tienen las autoridades hacia la reventa, pues las entradas no son ningún bien de primera necesidad. El caso es que, desde siempre, se ha visto con muy malos ojos este honrado trabajo, y por eso me veía obligado a ejercerlo disimuladamente. Me di cuenta, en aquel momento, de que un niño de la mano era como un salvoconducto, el camuflaje perfecto que requería mi negocio.

Historia bien distinta era el tema de mis incursiones en el polígono Marconi. Pero como no tenía con quien dejar al niño, hice de tripas corazón, y me resigné a que me acompañara.

Ya desde la primera noche Artimaño cayó simpático a las señoritas. Lograba sacar de ellas lo mejor de su instinto maternal. Supongo que por eso algunas me hacían el favor de tenerlo entretenido, mientras yo me entretenía con otras. Por supuesto que le había prevenido al niño para que no le contase nada a su madre, acerca de aquel entretenimiento mío. Me guardaba el secreto y, a cambio, cuando terminaba mi función con la señorita de turno, le invitaba a una hamburguesa de dos pisos. Íbamos a un bar de taxistas, de esos que abren toda la noche. Me enorgullecía la meticulosidad con que Artimaño retiraba, de entre los panecillos, todo rastro de lechuga, pepinillos, o cualquier resto de apariencia vegetal. Aparte de la carne, sólo le interesaban las patatas fritas, y los chascarrillos subidos de tono que le largaba algún borracho.

Sin destacables sobresaltos, iba transcurriendo la niñez de mi hijo. Enriqueta parecía demasiado entretenida con su nuevo novio, como para meterse en mis asuntos. ¡Por fin parecía que me dejaba en paz! Apenas alguna que otra vez vi al tipo con que andaba liada, mientras nos intercambiábamos al niño, los fines de semana. A cierta distancia, él la esperaba desde dentro de un enorme y pulido Mercedes de color blanco comunión. Por lo visto era búlgaro, o rumano, o albano-kosovar. Vamos, de algún país del Este. Artimaño no supo darme detalles concretos de su procedencia, ni sobre cómo se ganaba la vida. Pero me chivó que a menudo los llevaba, a su madre y a él, al restaurante de un famoso cocinero que salía en televisión. También me contó que su mamá mal aprovechaba aquellas invitaciones, pidiendo alguna de sus típicas ensaladas de canónigos y algas rehidratadas. Al menos con él, empezaba a mostrarse más relajada, y le dejaba comer lo que quisiera. Según me contó mi hijo, él solía escoger, de entre una carta de lo más selecto, un entrecot sanguinolento acompañado de patatas panaderas. Me enorgullecía comprobar la impronta que de mí, iba quedando en sus gustos.

Estaba claro que la sonrisa de Enriqueta no había perdido su eficacia para embaucar a los hombres. A mi ex le había dado por pastorear el forraje que emplataban en los restaurantes más finolis de la ciudad, y había encontrado al idiota perfecto que la convidaba. Mis sospechas no debían andar muy desatinadas, respecto a que su novio tuviera algún oficio de dudosa reputación, como el de narcotraficante o el de representante de futbolistas. Pero por lo visto el cretino no se contentaba con chulearla a ella, sino que también corrompía a mi hijo, con todo tipo de regalitos que, por desgracia, yo no me podía permitir. Artimaño no paraba de darme el tostón sobre la nueva videoconsola, o cada videojuego, que le compraba el novio de su mamá. Contra semejantes obsequios yo no podía competir, y menos cuando el negocio, de un día para otro, se me complicó: la policía me fichó por un asunto en que me vi involucrado, una historia de entradas falsas con la que apenas tuve que ver nada.

¡Pero no estaba dispuesto a que ningún padre postizo se me adelantara! Sin casi darme cuenta, los años habían ido pasando, y Artimaño se había convertido en todo un adolescente. Por su decimocuarto cumpleaños decidí rascarme el bolsillo, para hacerle un regalo con que el búlgaro del Mercedes no podría competir. Cuando, como cualquier otro sábado, acudimos al polígono Marconi, le dije a dos de las chicas sonrientes que me lo entretuvieran. Pero aquella noche de un modo especial, a la manera en que me entretenían a mí.

No me quedó muy claro, si el niño disfrutó la experiencia. Artimaño se pasó todo el domingo sin decir ni media palabra, todo mohíno y abstraído, en uno de sus estúpidos videojuegos de matar. Por más que intentaba sonsacarle alguna impresión, me respondía con evasivas y monosílabos, embebido en la pantalla de su maquinita. Los adolescentes de cualquier época, que no hay quien los entienda...

Para mi desgracia, Enriqueta tuvo noticias de aquella primera experiencia amorosa del niño. Resultó que el del Mercedes, tal y como yo había sospechado, era un pájaro de cuidado. En concreto, un peligroso proxeneta que controlaba parte de la prostitución callejera de Madrid. Imagino que por eso terminó enterándose Enriqueta de todo el asunto.

Entonces mi ex reactivó sus armas de aniquilación total. Para alejarme definitivamente de mi hijo, me acusó injustamente, ante la jueza de siempre, de corromperlo. La magistrada no quiso creerme, cuando le dije que la depravada era en realidad Enriqueta, pues andaba liada con un chuloputas narcotraficante, que obtenía sus favores sexuales a cambio de comprarle, a mi hijo, todo un surtido de videojuegos no aptos para menores. En vano intenté hacerle recapacitar a la jueza, invitándola a imaginar los viciosos juegos de fornicación que debían mantener aquellos dos amantes, en el asiento trasero del Mercedes. Ni la jueza ni nadie supieron nunca darme una explicación lógica, de por qué el búlgaro prefería a una mujer madura como Enriqueta, pudiendo disponer de cualquiera de sus jóvenes prostitutas.

La jueza me llamó al orden, sin darme más tiempo para desarrollar mis hipótesis. Y como en anteriores visitas, terminó poniéndose de parte de Enriqueta. Finalmente resolvió que debía mantenerme alejado de mi hijo, a no menos de un kilómetro de distancia.

Contrariado y lleno de coraje, por aquel veredicto tan injusto, esperé a mi ex a la puerta de los juzgados. Por su culpa me impedían ver a mi hijo, así que si era necesario me la llevaría por delante. ¡Estaba dispuesto a darle su merecido! Y me resultaba indiferente si terminaba dando con mis huesos en la cárcel: ya lo tenía todo perdido, pues, si no podía ver a Artimaño, mis días no tenían razón de ser...

Pero lo único que conseguí, en cuanto le puse encima la primera mano a Enriqueta, fue una paliza monumental. La que me propinaron dos de los esbirros del búlgaro. Al menos conseguí un mes de vacaciones a pensión completa, en un hospital de la Seguridad Social, que sirvió para atemperar mi ánimo de venganza.

Lo primero que hice, nada más abandonar el hospital, fue darme una vuelta por el polígono Marconi. Allí, la vida transcurría monótona, bajo la misma pauta de siempre: por un lado, las sonrisas amables recibían a los visitantes, que por su parte correspondían a la hospitalidad ofreciendo el asiento trasero de sus vehículos. Como de costumbre, cada facción disimulando sus intereses.

Y sin que la jueza diera lugar a más apelaciones, los años fueron transcurriendo, a la par que la infancia de mi hijo quedando atrás... Alejado de mi tutela, Artimaño fue atravesando la adolescencia sin el amparo, ni la firme educación, que sólo un padre verdadero sabe dar. Se vio abocado a crecer torcido, cual pino piñonero sometido a perseverantes vientos. Su padrastro me arrebató el testigo de su educación, sin darme tiempo a concluir mi posta. Poco a poco el búlgaro, con tesón de presidiario que lima y lima los barrotes de una celda, fue modelando a mi polluelo, conforme a su propia manera de ser...

Ahora que recientemente Artimaño ha alcanzado la mayoría de edad, es cuando su padrastro lo ha reconocido como su único y legítimo heredero. Le ha traspasado parte del negocio, para que se vaya fogueando. En concreto, la zona que controla en el polígono Marconi. Enriqueta sigue a lo suyo, indolente frente a todas esas malas artes que el búlgaro ha ido inculcando a mi hijo, sólo preocupada por su flora intestinal...

Por mi parte, y aunque ya puedo ver a Artimaño sin impedimentos judiciales, siento que es demasiado tarde, como para que pueda yo enderezar una vara tan torcida. Al menos, eso sí, jamás mi hijo me niega un favor, por ejemplo, cada vez que le pido prestado algo de dinero. Pero en el fondo, y no obstante nuestra estrecha relación, me resulta casi un extraño. Poco o nada tiene que ver con aquel niño inocente junto al que, en el pasado, tantas hamburguesas y visitas al polígono Marconi compartí...

A pesar del tiempo perdido, corroboro, harto satisfecho, que los lazos de sangre siempre permanecen... Artimaño, como digo, es un joven agradecido, y no olvida todo el amor y el tiempo que este padre coraje le ha regalado. Desde que el búlgaro le confirió parte del negocio, las visitas a la Colonia Marconi me salen gratis, todo incluido. Será por eso, por la gratuidad del asunto, que últimamente, cada vez que me ven aparecer por el polígono, las señoritas no se toman la molestia de esbozar ni media sonrisa. O tal vez sea que, si no me sonríen, es porque, quizá, con el paso de los años, esté perdiendo yo parte de mi natural sexapil...

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