El protagonista

Fotografía por Camila Pastorelli
El señor Román guardaba, entre sus más apreciados recortes de periódico, la noticia de cuando el circo que regentaba salió en portada de un diario de provincia de cierta tirada y reputación, a causa de un suceso que aconteció durante la escena que representaban los payasos.

El periódico no acertó a contar toda la verdad del suceso. El hecho comenzó cuando un tipo, al que adornaba un bigote fino y un gran afán de protagonismo, acudió junto a su mujer a ver "El maravilloso espectáculo del circo Pringlend". El espectador se hizo notar nada más ocupar su butaca, y sobre todo durante el número de Rudolf y Jeromitas, los payasos. Tal y como tenía por costumbre y en todos lados, para bochorno de su más que resignada esposa, al señor le dio por lanzar, a voz en alto para que los presentes supieran de su gracia natural, toda clase de comentarios impropios de un espectáculo infantil, pero que a él le parecieron muy oportunos y chistosos.

Jeromitas era el nombre artístico del Jero, un huido de la justicia al que el señor Román había acogido temporalmente en su circo, en atención a ciertos favores del pasado. El apodo de Jeromitas lo había inventado Rudolf, su resabiado compañero de escena. El pobre Jeromitas conseguía a duras penas aprenderse un papel para el que Rudolf se había empeñado en amaestrarle. A Rudolf le venía que ni pintado, para su número de cada tarde, un compañero con ese aire de distraído, a medio camino entre un rufián y un corto de mente. Ni el maquillaje de payaso lograba disimular las aristas de un rostro y un carácter esculpidos a filo de navaja. Lejos de molestarle el amateurismo de su partenaire, a Rudolf le estimulaba, pues estaba hastiado de la vida monótona que traía en el circo, de las repetidas puestas en escena de todos los días. Ahora, en cada espectáculo, junto a Jeromitas, ante un público de todas las edades, podía improvisar todo un repertorio de chascarrillos lenguaraces, sin que el señor Román le pudiera echar en cara sus salidas de madre.

Cuando al visitante del bigotito se le ocurrió la feliz idea de sacarle punta a cada una de las torpezas naturales de Jeromitas, dejándole en ridículo delante de la paupérrima concurrencia de aquella tarde, el payaso prófugo comenzó a tartamudear de puro nervios e inseguridad. El visitante se creció con las risas que provocaban sus chanzas entre el público, y arreció en su particular chaparrón de vejaciones humorísticas. A Jeromitas se le fue formando un nudo en la garganta, hasta que no pudo articular una palabra más. Desposeído de toda confianza, y ya fuera de sí, su carácter se transmutó en el de su verdadero yo, el del Jero. Incapaz de contener su furia, saltó a la grada y cogió al del bigotito por las solapas de su chaquetón de domingo, arrastrándolo al centro de la pista. El público pensó que aquella maniobra desmesurada formaba parte del número circense. Niños y grandes contemplaron con expectación y algarabía la somanta de palos que recibió el del bigote, mientras su mujer gritaba de espanto y Rudolf saboreaba, en primera fila, lo que consideró un espectáculo sin parangón en todos sus años de vida en el circo.

El público aplaudió a rabiar. El visitante logró por fin obtener el merecido papel de protagonista que con tanto denuedo había perseguido desde siempre. De hecho, tanta fue su fama, que las iniciales de su nombre aparecieron, junto a una foto en que aparecía tendido sobre una camilla, en la portada del Heraldo de Salamanca, en la parte inferior derecha, a una columna.

El paso del Jero por el circo Pringlend fue breve. Aunque en las páginas interiores del diario expusieron el argumento de que el payaso sólo había pretendido defender la integridad moral de los niños, manteniéndolos a salvo de los chistes groseros que profería el sujeto apaleado, decidió salir de najas. Era corto de luces, pero no tanto como para confiar en que la policía creyese a pies juntillas la edulcorada versión que, ante el periodista del medio impreso, defendió el señor Román.

El payaso Rudolf quedó otra vez huérfano. Resignado como estaba a los vaivenes de la vida, no tardó ni medio día en asumir la partida precipitada de Jeromitas. Después de todo, intuía que los infinitos ensayos terminarían por limar la ineptitud característica de su compañero, por lo que, más tarde o más temprano, el número acabaría perdiendo toda gracia y emoción...

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