El relato del yonki legendario

Fotograma de la película "El séptimo sello", en que un caballero juega una partida de ajedrez con la muerte
Fotograma de la película El séptimo sello,
de Ingmar Bergman
Señoras y señores, disculpen si vengo a perturbar su tranquilidad, pero la necesidad aprieta y es menester que les transmita mi lastimera petición.

Aquí donde me ven, y aunque las apariencias engañen, yo, Melitón Trabado de Núñez-García, he librado mil y una batallas. Mi mera presencia atestigua que a toda vicisitud sobreviví, no sé si por gracia de Dios o del diablo.

Desde Pérgamo a Constantinopla, de la Celsa a las Barranquillas, he encarado a la muerte como sólo un jinete avezado es capaz de afrontar: retándola sin ambages, y sosteniendo cara a cara, ojos contra ojos, puñal contra puñal, esa vidriosa mirada suya, afilada como hoja de guadaña. A lomos de caballo indomable, osé aventurarme por recónditos y peligrosos parajes; para cuando quise darme cuenta, ni pude parar, ni fui capaz de descabalgar...

De cicatrices traigo el cuerpo colmado: horadados tengo brazos, cuello, y hasta los gruesos talones de mis pies encallecidos. Me arrepiento mucho y poco de lo vivido, a partes por igual. Para no faltar a la verdad, diré que, aunque pasé múltiples calamidades, también lo mío he disfrutado. Sin estar libre de pecado, subí a los cielos en numerosas ocasiones, para luego descender en picado hasta el abismo de los infiernos. En resumen: con desigual fortuna, la Divina Providencia me ha tratado.

Venía ya de vuelta yo, cuando empezabais a sospechar que, encamado, disfrutaba con vuestras mujeres e hijas. Si no se me ofrecían, buscaba regocijo al por mayor, en burdeles de carretera y por otros menos alegres e improvisados. Gocé como Sultán en harem de Persia, de las hembras más fermosas y viciosas que jamás soñareis con ver sobre la faz de la Tierra. 

Cual mercader veneciano, comercié con toda clase de especias y condimentos, que yo mesmo procureme. Empuñando chirla, destornillador, o jeringuilla hipodérmica, asalté a gentes de cualquiera condición social. Para qué negarlo: me decanté por el contribuyente acaudalado, de bolsa llena y bien surtida. De entre estos preferí siempre a las mujeres, por ser ellas más débiles y fáciles de abordar, aunque también más traicioneras. Créanme que nada desto lo hice por gusto, sino porque la necesidad apretaba y era menester afrontarla de la manera más pronta y conveniente. Entiendan que el síndrome de abstinencia retorcíame de dolor las entrañas, y constreñía mis sentidos para que obrase tal y como me iba dictando.

Así era mi anodino discurrir, hasta que un día, por culpa de la incomprensión humana, vime cautivo sin pretenderlo. Procurando arreglar, destornillador en mano, mi turbado mundo interior, encareme a un hombre que por mi vera pasaba. Con cuestionable proceder, el hombre abalanzose contra el destornillador en repetidas ocasiones, una y otra vez, con semejante desafuero al de quien está poseído por el demonio. De improviso, sin percatarme do venían, vime rodeado por diez o más agentes de la autoridad, que prendiéronme y llevaron ante el alguacil de guardia. El señor magistrado, con el argumento de acometer no sé qué en nombre de la justicia, ordenó que me encerraran en una lúgubre mazmorra, en contra de mi voluntad...

En penales como aquél en que fui a parar, suelen ir a dar con sus huesos los infaustos hombres de la mesma indómita condición que la mía. Soportábamos allí todos, en comunión, la más grande privación que pudiere sufrirse en aquesta vida, que no es otra sino la falta de libertad. Cuando quise darme cuenta, la vida se me había ido, como en un suspiro. Mas a pesar de las contrariedades, allí dentro recibí la dádiva inmaterial de la amistad verdadera, la cual sólo se aviene entre unos pocos elegidos, los confinados a la fuerza, y sólo por intervención de Dios Nuestro Señor. 

Mas no hay alegría perenne, ni mal que cien años dure... Cuando menos lo esperaba, los carceleros abriéronme de par en par las puertas de la mazmorra, y empujáronme hacia afuera, de nuevo hacia la libertad. Antiayer mesmo, como aquél que dice, aconteció el feliz suceso. Ahora por fin me veo libre, mas sin dientes y sin lozanía, y sobre todo, sin dinero, sin amigos verdaderos y con la juventud desperdiciada... Parece que, una vez más, el insidioso destino acude a mí con intención de doblegarme. Aunque por el momento, aquí me ven: ¡aún sigo vivo, camino de convertirme en leyenda!... 

Consideren que si me lo propusiera podría amenazarles con el destornillador que traigo en mi diestra. Mas no teman, que ni ánimo, ni fuerzas me acompañan ya para asaltar a nadie. Observen mis zapatillas embarradas, lo miserable de mis vestiduras, los ojos lastimeros en las cárcavas de este rostro enjuto... Mis carnes, exiguas y exangües, dan fe de mi incapacidad para valerme por mí mesmo, como cuando era joven, viril, apuesto y valeroso. De lo que antaño fui, ni la mitad queda hogaño. Tan sólo mis ganas de vivir, de saborear las migajas de una libertad que sin miras otrora derroché. En definitiva, mi humilde empeño de seguir acumulando victoria tras victoria. La vida es así: ¡vencer o morir, a pesar de todo!...

Por eso imploro a Dios que se apiade de mí, y a ustedes que ayuden a esta leyenda viva que les habla, la mesma que campó a sus anchas por los inhóspitos descampados de la vieja Castilla. No se hagan los desentendidos, y comprendan la letra de mi conmovedor discurso: sólo les estoy pidiendo la voluntad, eso, y nada más. Gracias de antemano, por su ayuda desinteresada. 

¿Alguien desea colaborar? ¿Me da una ayuda? ¿Desea colaborar conmigo, amigo? ¿El caballero desea colaborar? Gracias señor, muchas gracias... Gracias señora, que Dios se lo pague. ¿Alguien más desea colaborar?...

Gracias por todo, señoras y señores. Que disfruten su andadura, tanto, o más, como yo la he disfrutado...

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