Llévese usted manzanas
Foto por Torekhan Sarmanov |
Los estantes de mi establecimiento albergan todo tipo de frutas. Unas, un tanto exóticas, pero la gran mayoría bastante corrientes. Entre estas últimas, por ejemplo, las manzanas. Pese a su aparente ausencia de exotismo, las manzanas, según estimación de los botánicos, son originarias de Kazajistán. Conjetura que a mí nada me extraña. Porque a mi parecer, nada hay más anodino en esta vida que el acto de masticar una manzana. Personalmente, puestos a elegir una fruta, prefiero el apasionado maracuyá. O cuanto menos, el melocotón. Más que nada, por su aroma dulce y piel aterciopelada. Si es cierto que nuestra alma ha de reencarnarse alguna vez, quisiera que la mía lo hiciera en maracuyá. Si, por lo que fuera, las leyes que rigen la cosmogonía me condenasen a transmutarme en vulgar manzana, creo que me lanzaría de inmediato al vacío. No entiendo el estúpido denuedo de las manzanas, el empeño con que se aferran a las ramas del árbol. Porque desde luego, yo, si fuese manzana, aprovecharía los 9'8 metros por segundo al cuadrado de la fuerza de la gravedad para precipitarme contra la Tierra, para así finiquitar la desidia de mis días.
Aparte de por el sinnúmero de manzanos, si por algo destaca Kazajistán es por ser un país de borregos. De la raza karakul. Estos bóvidos aparentan gran desinterés por la vida —no hay más que contemplarlos al rumiar, como si mascaran una manzana eterna—. Campan cariacontecidos por las extensas praderas de Kazajistán, indolentes a la suerte que les espera: la de proporcionar a los kazajos las afamadas pieles y lanas de astracán. Digo yo, que para que se disfracen los kazajos de tiernos borreguitos come-manzanas...
Cuando en mi frutería veo a las aburridas manzanas, variedad Granny Smith, a 2'50 euros el kilo, aprisionadas, de seis en seis, por una fina película de plástico en su bandeja de poliestireno expandido, no puedo quitarme de la cabeza a los kazajos. Me los imagino con sus rostros de deprimidos, en el bus que los conduce de la aldea a la capital, cuando se acercan a vender manzanas. No me extraña tal ausencia de alegría de vivir, si ni siquiera tienen un mar verdadero...
El mar Caspio y el de Aral —este último un secarral, tras la empecinada manía soviética de torcer los cursos de los ríos— no pasan de ser más que dos lagos descomunales. Curiosa manera la de engañarse a sí mismos, la de llamar mares a los lagos. Supongo que lo harán por infundirse ánimos, para abstraerse de que jamás contemplarán el ocaso del sol desde una auténtica playa marina...
Cierto también es que desde mi frutería tampoco puedo atisbar el mar, ni disfrutar de una bonita puesta de sol. Será por eso que cuando algún cliente me pregunta por tal o cuál fruta, yo siempre le recomiendo que se lleve manzanas:
—¿Tiene paraguayas?
—Mejor llévese usted manzanas, que están de oferta.
A muchos les parecerá contradictorio mi modo de proceder. Pero se ha de entender que no soporto a las manzanas, y procuro venderlas lo antes posible para perderlas de vista, y evitar así que perturben mi existencia. Me recuerdan tanto a la esencia de los kazajos... Aunque siendo sinceros, desconozco por completo su sentir, pues jamás me he cruzado con ninguno, ni he estado nunca en Kazajistán. Supongo que mi animadversión a las manzanas me hace recelar de esa tierra que las engendró, y de los hombres y mujeres que las cultivaron. O será porque, tal vez, temo parecerme demasiado a como me los imagino...
Como te pille algún kazako, lo mismo te da un soplamocos, je,je.
ResponderEliminarComo siempre, original y genial.
Un saludo,
Andaré con cuidado, que me da a mí que estos kazajos poco sentido del humor tienen. Gracias y un saludo ;)
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