Un lector impávido

Indigente leyendo
Fotografía por Michele Markel Connors
No contribuía a la Seguridad Social, como tampoco le hacía merma. Se arrimaba a un libro manoseado, su mejor amigo, y a la acera por la que merodeaba el sol en la mañana o la tarde. En verano prefería pasar las páginas bajo la sombra que le ofrecían un par de álamos temblones. Sólo envidiaba las conversaciones ajenas; por entretenerse en algo arrimaba la oreja para escuchar qué decía la gente. De vez en cuando la nostalgia lo acechaba; era de nuevo un libro, rescatado de algún contenedor de basura, su mejor compañero contra aquellos recuerdos inservibles.

Cuando la oportunidad vino, un día por accidente, a entrometerse en sus asuntos, sacó su escopeta para atraparla. Pero para entonces, por la falta de costumbre, andaba ya con el tino más que desafinado. No por eso perdió la compostura. Enfundó la ocasión, las ganas de subirse a ese apetecible tren del parloteo que pasaba por su vera. Se recostó en el rincón mugroso de una sucursal bancaria y pasó otra página de su vida, feliz e impávido, como venía haciendo cada minuto de una existencia relajada...

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