Europa: distopía canina

Concertina, alambrada
Foto por Ingrid Taylar
No sé yo lo que escribiría si merendase alucinógenos
Uno mismo.

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Para entonces Europa se había convertido, ante todo, en una alambrada impenetrable, en una concertina amable que protegía a sus habitantes de la podredumbre y el hedor que se respiraban del otro lado de la frontera. En el interior de cada hombre y mujer, nación o aldea, se habían levantado también otras barreras, de desconfianza; la púa y el alambre eran dos de los argumentos más habituales.

Sólo corrían libres los razonamientos más chismosos y sin destilar. A golpe de clic de ratón, la propaganda y la opinión eran ejercidas por los propios ciudadanos, en redes sociales que tejía la corporación monopolística Doodle, y que subvencionaba y regulaba, obviamente, la Comisión Europea de Asuntos Sociales.

El entusiasmo de la cuidadanía había logrado grandes hitos, como el de la plena igualdad entre seres humanos y mascotas. Aunque estas últimas no disfrutaban aún del derecho al voto, por razones que no a todo el mundo parecían obvias, sí podían resultar electas y ocupar un escaño dentro del Parlamento Europeo. No pocos movimientos alzaban la voz, en las redes sociales, para que también cualquier animal domesticado pudiera tomar poltrona en la Eurocámara. Pero en las calles, perros y gatos se habían opuesto con fiereza a cualquier ampliación de derechos que favoreciera a otras especies animales. Dentro del privilegiado grupo de las mascotas, sólo las tortugas y los minipig discrepaban con perros y gatos. A las hormigas domésticas parecía que todo les diera igual, pues dentro de sus terrarios se organizaban a su libre albedrío, constituyendo auténticas sociedades paralelas y secretas.

El cargo presidencial era dictatorial y vitalicio, por lo que no daba lugar a ningún tipo de controversia. El presidente, que era ciego, siempre aparecía en las redes sociales, y por televisión, acompañado de su perro lazarillo. Grupos disidentes manifestaban que no era más que un títere en manos de su perro, y que era éste último el artífice real de las decisiones que se tomaban en Europa.

Las cárceles se habían hecho innecesarias, pues desde el hurto más nimio hasta el crimen más atroz recibían idéntica condena: el destierro perpetuo. Mendigos, animales callejeros y disidentes también eran expulsados fuera de las alambradas.

Los zoos también se habían suprimido. Los colegios reemplazaban las visitas a estos recintos por excursiones rumbo a la alambrada de espino, donde los escolares europeos podían observar a los niños del otro lado, quienes a su vez les observaban a ellos con sus ojos lánguidos. Allí malvivían aquellos niños, en el mejor de los casos con sus papás, en unos campamentos misérrismos asentados sobre lodo y bajo lluvia.

Los escolares aprendían lo que les esperaba si, por no acatar las normas, algún día eran conducidos al destierro. De hecho, aprovechando la excursión, los más traviesos eran arrojados al otro lado de la valla por los maestros, escarmiento que servía de ejemplo a los demás y acallaba las preguntas que pudieran surgir. Si aun así, algún alumno osaba alzar la mano para preguntar, bastaba con la respuesta de que aquellos niños de mirada triste eran sarracenos, igual que sus papás. En definitiva, gente traicionera y poco de fiar. Para levantar el ánimo de los escolares, se les permitía, si así nacía de sus tiernos corazoncitos, que echasen pan y cacahuetes a los sarracenos. A la vuelta se lo contaban a sus familias, y esa noche, todos dormían más tranquilos y confiados.

La educación era considerada, más un pasatiempo, que un derecho fundamental. Incluso en círculos reaccionarios de las redes sociales el estudio era señalado como un acto de rebeldía, y el camino seguro hacia la marginación y el destierro. Había quien prefería no escolarizar a sus hijos, y delegaba la tarea en la televisión.

El fútbol sí había logrado encaramarse al podio de los derechos fundamentales. Así se recogía en la Constitución Europea. Había relegado a la religión, que a casi nadie interesaba ya, como demostraba lo despoblado de las iglesias. Por contra, bullían de fieles enfervorecidos los estadios de fútbol, auténticas catedrales de los nuevos tiempos. Las viejas pasaban las cuentas del rosario durante las tandas de penaltis, mientras sus nietos caían mártires por un quítame allá esas pajas contra los devotos del equipo rival. Pese a todas las garantías constitucionales, el fútbol por televisión seguía siendo de pago. Se decía, por lo bajini, que al perro lazarillo del presidente el credo balompédico le traía sin cuidado.

Algo parecido sucedía con el otro derecho fundamental que Europa intentaba permitirse: la sanidad. Aunque en teoría estaba garantizada por la Constitución, en la práctica no alcanzaba para toda mascota o persona. El Parlamento Europeo improvisaba medidas creativas a cada rato, para generar una óptima sensación de bienestar entre los ciudadanos.

Por ejemplo, la propaganda fomentaba la drogadicción de ciertas sustancias, como la marihuana, el alcohol, la televisión y la lotería. Los consumidores debían asumir, bajo contrato, su renuncia a ser atendidos por la sanidad pública si llegaban a padecer cualquier enfermedad, física o mental, provocada por alguna de sus adicciones. Así, la ciudadanía era feliz, y las instituciones sanitarias daban, más o menos, abasto.

Pero ninguna de las ocurrentes soluciones de la Comisión Europea de Salud Pública sirvió de nada contra la nueva peste que vino a pasearse por el Viejo Continente. Fue una pandemia de efectos catastróficos, una enfermedad democrática y mortal, que vino a afectar por igual a perros y seres humanos. Para detener a la peste las alambradas resultaban ineficaces.

Los científicos especularon y lanzaron la hipótesis de que, tal vez, puede que, el cúmulo de excrementos caninos sobre las aceras de las ciudades hubiera sido el caldo de cultivo propiciatorio para que un virus inofensivo, que poco antes afectaba sólo a los perros, mutase en una enfermedad temible. Los síntomas, en humanos, empezaban con la aparición de cierta apatía y la ralentización del entendimiento. Los infectados se volvían indolentes y ensimismados, cada vez más. Hasta que de pronto, un día les entraba una picazón por dentro que les inducía a no poder dejar de rascarse sus partes pudendas. Al final, morían desollados por ellos mismos. Los perros sólo presentaban la sintomatología del ensimismamiento y el picor, y se sacudían las pulgas imaginarias con un fervor que los dejaba exhaustos hasta morir.

Los laboratorios no tardaron demasiado en encontrar una vacuna para la peste, pero la cantidad de antídoto sólo alcanzaba para salvar a la mitad de la población. El Parlamento Europeo decidió, por unanimidad y en reunión urgente, que los candidatos a ser vacunados fueran elegidos mediante sorteo, entrando en el mismo bombo humanos y perros. Las redes sociales hirvieron de comentarios, en pro y a favor de la decisión. Aunque la medida parecía razonable a casi todo el mundo, muchos ciudadanos recelaban de que el sorteo pudiera estar amañado.

El presidente ciego, molesto por la desconfianza ciudadana, echó mano de su calidad plenipotenciaria y revirtió la orden del Parlamento. No fue una decisión a ciegas, sino que dudó un instante: los perros o los humanos, los humanos o los perros. Al final, tomó el camino que más le convenía a los canes... Pues a fin de cuentas, era consciente de que a parte ninguna iría sin su perro lazarillo. Eligió dar la vida por el animal, y entregarse a la muerte como un héroe: ciegamente. En sintonía con su decisión, dio la orden de que el antídoto fuera suministrado solamente a los perros. Las redes sociales comentaron que, una vez más, el perro lazarillo había maniobrado para voltear la moneda a su favor.

La mayor parte de los perros salvaron su vida; de los ciudadanos europeos apenas nadie sobrevivió para comentar, en las redes sociales, el éxito de la campaña de vacunación.

Dejadas a su suerte, las mascotas ni se plantearon la salvaguarda de las fronteras. Los sarracenos más enconados, en advirtiendo las alambradas desprotegidas, las traspasaron por millares de millares. Llevaban consigo una insaciable sed de venganza, y el ánimo de aniquilar a una civilización occidental que, poco antes, les había negado incluso el pan y la sal. Para su desilusión, su orgía de sangre y sexo quedó en nada, pues en Europa ya sólo quedaban cuatro perros y gatos a los que sodomizar.

A partir de entonces, por los tejados de París, los gatos vagabundearon desconcertados. Confundían el maullido de las gatas en celo con el sonsonete del almuecín que, desde el minarete de la gran mezquita de Notre Dame, llamaba a la oración. Más al sur, allá por al-Ándalus, prendida de algún mástil del estadio del Real Madrid, ondeó la bandera de la media luna...

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