El eclipse

Eclipse solar
Foto por NASA Goddard Space Flight Center
Cuando el sol se escondió así, tan de repente, sin pedir permiso a nadie, algunas personas y animales quedaron tan desconcertados que se paseaban cual si estuvieran dominados por el desasosiego y la prisa.

-Espabila hijo, que a esta paso no llegamos ni para cuando nos alcance el alba.

-No tenga cuidado, madre, que ya me sé yo mover entre tinieblas, aunque sea a tientas. Además, tras esta repentina caída del sol, incluso entreveo las formas mejor que nunca. Fíjese, porque la oscuridad no es total, es así como penumbra, y el exceso de luz de otra veces no daña mis ojos sensibles, e incluso acierto a distinguir las cosas mucho mejor.

-¡Mejor, mejor...! ¿Pero qué dices, hijo, si no se ve tres en un burro? ¡Sólo dices tonterías!

-Que no, madre. Mire, mire. Allí arriba pone: "Horchatería La valenciana: de chufas recién ordeñadas". Ayer, mismamente, yo no era capaz de leer ese cartel.

-Lo que no eras capaz era de leer, ni ese cartel ni ninguno. Lo que pasa es que ahora que no se ve, y no hay manera de contradecirte, te lo inventas todo.

-No madre, que yo sí se leer. Pero antes, el exceso de luz de todos los días me cegaba y no era capaz de diferenciar los contornos de las letras.

-¡Dale...! ¡Si ni de noche has sabido tú leer de nunca jamás!

-Me subestima, madre. ¿No recuerda cuando de noche le repasaba las cuentas?

-En cualquier caso eso serían números, no letras. Además, no recuerdo, ¿de cuándo me has repasado tú a mí las cuentas?

-Cuando era chico.

-Pos no me acuerdo.

-Pos acuérdese, haga memoria.

-Además, qué importa eso. Anda, dale, que no llegamos.

-Pero ¿para qué tanta prisa? Déjeme disfrutar del paisaje bajo esta penumbra deliciosa...

-¡Mira que llamarle penumbra a esta oscuridad total sobrevenida...!

-¿Quién anda ahí? -interrumpió un vecino.

-Somos nosotros: yo, el Euclides, y mi madre.

-¡Ah, el albino! Ya te intuí a ti, chico, que algo relumbras aunque no haya casi luz. Pero ¿dónde está tu madre, que no acierto a verla?

-Aquí ando junto a mi hijo, vecino, y ahí vamos camino de la mercería a cambiar la lana negra por otra más clara, que se aprecie mejor.

-Pues os va a dar igual: ni aunque os la cambien por blanca la distinguiréis, porque no se ve tres en un burro.

-Eso le venía diciendo yo al Euclides.

-Que sí que se ve, madre, o al menos yo diferencio ahora mejor las formas que cuando el sol está en toda su plenitud.

-Pues tú sabrás, chico -dijo el vecino-, pero yo no me atrevo a alejarme de la puerta de casa hasta que vuelva a enderezarse el sol, no vaya a desacertar luego yo la senda de regreso.

-Adiós vecino, que no queremos entretenernos más, por si nos cierran la tienda. Anda, Euclides, tira pa'lante.

-Nos vamos, vecino, y perdone, que mi madre anda con prisas; ni me deja extasiarme bajo esta deliciosa penumbra.

-Pa lo que vas a ver, chico...

-Pos eso le digo yo al Euclides, vecino, pero así me contesta, que ni a su madre respeta.

-¿Qué cosas dice que yo le digo que son falta de respeto?

-¡Anda, anda, tira pa'lante, y no me repliques delante del vecino!

Resguardado bajo la intimidad que le concedía la penumbra, el vecino dibujó una sonrisa amplia antes de despedir a Euclides y a su madre:

-Pues nada, vayan ustedes por la sombra y ándense con cuidado, que de noche todos los gatos son pardos.

-Adiós vecino -dijo Euclides.

Después, con paso firme y seguro, Euclides continuó guiando a su madre a través de los espacios sombríos.

-Ya has escuchado al vecino: ándate con cuidado, que todos los gatos son pardos.

-No tan pardos, madre, o mire ése que está ahí, entre los cubos de basura: es anaranjado con motas carmesí.

-¿Tú te crees que yo me chupo el dedo, o qué? Tira pa'lante, y deja de inventar cuentos.

-¡Miau, miau!

-¿No oyó al gato madre?

-¿Sí, y qué? Seguro que es pardo.

-Que no, madre, que es naranja con motas carmesí. ¿O carmesí con motas anaranjadas?

-¿No ves, como no ves?

-Sí que veo, pero no distinguí bien si el minino tenía más de anaranjado que de color carmesí.

-Anda, tira pa'lante, y palpa bien las paredes, no nos vayamos a extraviar, como les pasó a algunos la última vez que vino a suceder este fenómeno en el pueblo.

-¿La última vez? ¿Cuándo fue eso?

-Según contó tu abuelo, que le contó su abuelo, hará lo menos 200 años.

-Pos no recuerdo...

-¡Cómo vas a recordar, si de tan chico que eras no habías ni nacido...!

-¡Ah...! ¡200 años, madre...! ¿Se da usted cuenta de cuánto tiempo?

-Eso creo que dijo el abuelo de tu abuelo.

-Mucho voy a tener que esperar para poder reconocer otra vez las formas así tan nítidas, sin que el sol me deslumbre y salpique de ronchas mi piel.

-Por eso, date prisa, que para qué vamos a esperar tanto tiempo. Ya verás como al final nos cerrarán la mercería, ya verás...

-Que no me entiende, madre: ¡ande, déjeme un momentito para que pueda maravillarme bajo esta penumbra tan agradable...!

-Bueno, vale, pero sólo por esta vez. Espero que la próxima ocasión que sobrevenga la noche así, tan de repente, no me vayas a salir con lo mismo.

-Se lo prometo, madre, será sólo por esta vez.

Mientras su madre intentaba amarrar la impaciencia indómita que la azuzaba por dentro, Euclides contemplaba relajado el paisaje habitado por la penumbra.

-¡Bueno, ya está! ¡Tira pa'lante y camina deprisa, que ya nos hemos retrasado más de la cuenta...!

-¿Ya? ¡Pero madre...!

-¡Anda, deja de protestar y... tira pa'lante!, ¿eh?, ¡tira pa'lante...!

No bien llegaban Euclides y su madre a la mercería, cuando el sol empezó a desperezarse de su siesta efímera...

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