El muchacho de la habitación catorce

Botellas de plástico vacías
Aunque la señora Higgins estaba curada de espanto, el caos con que se topó en aquella habitación ya era demasiado incluso para ella. Y eso que habitualmente le adornaba un aplomo a prueba de toda clase de calamidades, una tranquilidad imperturbable que sacaba de quicio a su impulsiva compañera de trabajo.

-¡Menudos puercos son estos italianos! -dijo, temerosa de entrar en la habitación.

A Giorgina, la compañera, le molestó aquel comentario.

-¿Ma che merda dici? ¡Estos no son italianos, son españoles!

Le resultaba divertida, a la señora Higgins, esa gestualidad tan característica de Giorgina. Conseguía enrabietarla con facilidad, y entonces su compañera terminaba largando, en su propio idioma, vocablos ininteligibles para ella. Le recordaba a los personajes de alguna película que había visto por televisión. Bastaba pincharla un poco, para que saltase como un resorte.

-¿Y qué más da? ¿Españoles, italianos...? La misma cosa.

-¿Ma mi prendi in giro? ¿Cómo que la misma cosa?

-Pues sinceramente, Giorgina, disculpa si te ofendo, pero yo no consigo distinguiros.

Vai a cagare!

Giorgina cogió con brío el cubo en que transportaba los archiperres de fregar y zanjó la conversación, sin que la señora Higgins, que apenas sabía de italiano poco más que bella y spaguetti, comprendiera el recadito final que su compañera le había dedicado. Giorgina se marchó, subiendo por la estrecha escalera, a limpiar las habitaciones de los estudiantes del piso de arriba.

-¡Oh, Dios! ¿Pero cómo puede alguien vivir así? -dijo para sí la señora Higgins.

Parecía que una cohorte de ladrones hubiera andado husmeando entre aquellas cuatro paredes. Nada parecía estar en su sitio, y todo estaba por todas partes. Con resignación, entró como pudo en la habitación, empujando con la misma puerta de entrada el revoltijo de ropa, zapatillas, bolsas vacías y restos de comida desperdigados por el suelo. Desde luego que ella no estaba dispuesta a ordenar aquel desvarío, más propio de un adolescente que de unos estudiantes veinteañeros. Se preguntaba a menudo, en casos así, si en vez de venir al país a aprender tanto inglés, más convendría a aquellos salvajes profundizar un poco en la corrección y modales británicos. Claro que, entonces no tenía en cuenta las desaforadas orgías que, envueltas en alcohol y otras drogas, se propinaban los jóvenes de su país -y no tan jóvenes- en tierras hispanas y por medio mundo...

Pero la señora Higgins estaba obligada, por su cargo de limpiadora, a eliminar la porquería y adecentar los baños. Así que sorteó como pudo el archipiélago de objetos diversos desparramados sobre la moqueta, hasta dar con una pequeña parcela de territorio libre. En aquel reducto de orden y civilización, desplegó todo el poder absorbente de su aspiradora, para recoger los restos de unas presuntas galletas de chocolate que parecían empeñarse en formar un todo con la moqueta. Luego trapeó un churrete de aspecto viscoso, aferrado, con determinación de babosa, a la puerta del armario. Por último, entró al baño.

Tiró de la cadena dos veces antes de aventurarse a limpiar el inodoro, y chorreó con agua casi hirviendo las paredes de la ducha. Por la boca generosa del sumidero se fueron sus últimos arrestos de serenidad:

-¿Cómo se puede ser tan asqueroso? ¿Por qué no se quedarán en su país, con lo a gusto que se debe estar allí tomando el sol?

Pese a todas las inmundicias con que le tocaba bregar diariamente en su sufrida vida de limpiadora, la señora Higgins, apenas parapetada tras unos guantes de látex de color rosa y una bata azul, se sentía segura e invulnerable. Pues sabía que el poder de desinfección de su detergente era sólo comparable al del arsenal de armas químicas secretas y prohibidas de la Royal Air Force. Mientras desparramaba el líquido denso y azul por el inodoro y las paredes de la ducha, vislumbró imperturbable el aniquilamiento, a nivel microscópico, de las fuerzas bacterianas españolas, el enemigo invisible al que estaba cortando cualquier posibilidad de retirada.

A través de la misma senda del archipiélago de objetos, pero en sentido inverso, tomó el rumbo hacia la puerta de entrada. Sólo después de echar dos vueltas de llave a la cerradura, lanzó un suspiro hondo y largo, como si quisiera tomar resuello para el próximo combate. Así fue de habitación en habitación, de batalla en batalla, de porquería en porquería, sometiendo, bajo la autoridad de su aspiradora y detergente, a cualquier atisbo de inmundicia. Gracias a esas armas letales, que manejaba con destreza como nadie, se reconocía invencible.

Pero tras la puerta de la habitación catorce el panorama que descubrió fue bien distinto. El remanso de paz y orden que encontró allí dentro desarboló por completo todas sus certidumbres. Su armamento pesado de limpiadora carecía de sentido en el interior de aquella habitación sin mácula y aparentemente ordenada. Era como si en ese cuarto habitase un ser de otro planeta, de un mundo distinto al de los otros estudiantes.

Exploró con sigilo el territorio, incluso temerosa por su integridad, como si en algún momento un alienígena mutante, de aspecto desagradable y gelatinoso, se le fuera a enroscar al cuello para liquidarla sin remisión ni remordimientos. La señora Higgins estaba de más en aquel territorio impoluto. El baño también estaba en orden. No obstante, repitió el protocolo de turno al que estaba obligada: pasó la aspiradora por la moqueta, enjuagó el baño, trapeó la puerta del armario, la silla, el cabecero de la cama... Para su gusto, el interior del armario andaba algo revuelto, con la ropa sin clasificar, las camisetas mal dobladas, los zapatos en la balda superior, en vez de abajo, reposando sobre el suelo... Estaba claro, por el pequeño montón de calzoncillos alborotados, que era la habitación de un varón. Y que éste no debía tener demasiado pedigrí, por algún agujero que intuyó en uno de los calcetines.

Lo único que a la señora Higgins le pareció fuera de lugar en esa habitación ordenada, fue una botella de plástico, huérfana sobre el escritorio. Sopesó si arrojarla a la basura. Pero su optimismo natural le hizo ver la botella medio llena, y eso que en realidad no contenía más de tres dedos de agua. Pensó, que si la habían dejado encima del escritorio, sería por algo. Recogió sus chismes de limpiadura y salió del cuarto, para continuar con la tarea en la residencia de estudiantes.

Cuando habló con Giorgina acerca de la pulcritud y orden del chico de la habitación catorce, ésta le salió con un argumento simple y categórico:

-Seguro que es italiano.

La señora Higgins fue consciente de que, ante los comentarios de su compañera, nunca podía evitar una sonrisa, pues con su descaro natural, siempre la pillaba desprevenida. Descartó el argumento poco objetivo sobre la nacionalidad del joven, y le entró curiosidad sobre quién sería aquel tipo cuya personalidad no parecía encajar con la de sus otros compatriotas españoles.

Siempre que volvió a entrar en la habitación catorce la encontró igual de ordenada. Lo único extraño allí eran las botellas de plástico, que poco a poco, y cada vez más, se fueron acumulando sobre la mesa: después de la primera, encontró otra más, luego fueron tres en total, y según fue discurriendo el verano, en que los estudiantes estuvieron hospedados en la residencia, el número de botellas medio vacías se fue incrementando, a un ritmo aproximado de una botella cada dos días.

Desde luego que era extraño el comportamiento del tipo de la habitación catorce, ese gusto por acumular botellas de plástico, como si fuera un mendigo de la calle almacenando porquerías...

Un día, por fin, se cruzó con el muchacho, justo cuando él salía de la habitación. Aparentemente era un tipo normal, con gafas, y más bien bajo. La señora Higgins le felicitó por el orden en que mantenía el cuarto. El joven, que a fin de cuentas era extranjero, no debió comprender lo que le decía, porque le respondió con una sonrisa tan amable como estúpida.

Más tarde, Giorgina amedrentó a la señora Higgins con la conjetura de que los tipos de apariencia normal, pero que tenían comportamientos demasiado extraños, solían ser unos psicópatas.

-El otro día, mismamente, pasaron por televisión la noticia de un asesino belga que enterraba a prostitutas en el jardín de su casa. Por lo visto, después de que le realizaran sus servicios, las degollaba. Ningún vecino había sospechado de aquel hombre tan amable. El asesino almacenaba, debajo de la cama de su dormitorio, los zapatos de esas pobres chicas, que guardaba como si fueran objetos de colección. Casualmente, otra prostituta reconoció uno de aquellos zapatos, que por lo visto debió pertenecer a una de sus compañeras, desaparecida desde hacía un par de meses. Eso fue lo que le hizo sospechar, y lo que le libró de ser degollada también. Huyó corriendo y dio aviso a la policía, que atrapó al asesino y descubrió todo el pastel que tenía enterrado en el jardín. Sinceramente, yo desconfiaría de ese chico de la habitación catorce. Y por lo que me cuentas, no creo que sea italiano.

Esta vez las elucubraciones exageradas de Giorgina consiguieron plantar una sombra de duda y temor en la mente maleable de la señora Higgins. Si el muchacho era un psicópata asesino, tal vez sí fuera realmente italiano. Todo encajaba, pues había visto, también por la tele, cómo se las gastaban esos mafiosos italianos de las películas.

Después de darle muchas vueltas al tema, la señora Higgins decidió que evitaría entrar en la habitación catorce, por si acaso el joven era un tarado. No fuera a ser que, mismamente, el muchacho pensase que iba a tirar sus botellas. A fin de cuentas, allí no había mucho que limpiar. Ya tenía suficiente tarea con adecentar las habitaciones de los otros estudiantes, desordenados sí, pero a todas luces normales.

Llegó el día en que los estudiantes españoles recogieron sus bártulos y regresaron a su país. Como de costumbre, el único cuarto que encontró la señora Higgins en perfecto estado de orden fue el número catorce. Aunque le sorprendió encontrar la pila de botellas vacías en la papelera.

-Seguro que era italiano, porque te lo ha dejado todo recogidito -le dijo Giorgina.

Durante su estancia en Inglaterra, aquel joven español había tenido la manía de guardar las botellas, que le daban en el comedor estudiantil, para reponerlas luego con agua del grifo. Su carácter cicatero y acumulador le impidió caer en la cuenta de que un par de botellas hubieran bastado para sus rácanos propósitos. Cuando llegó el momento de partir hacia su país sólo se llevó dos consigo, pues pensó que si acudía al aeropuerto con tantas botellas vacías le iban a tomar por un loco. Y la verdad, es que no andaba muy desencaminado, o de ser un loco, o de parecerlo. Al menos ante los ojos de la señora Higgins.

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