La amante de Picasso

(Continuación de Una semana de aúpa. Comenzó en El veraneo)

Picasso: Mujer desnuda en un sillón rojo
Igual que palomas alborotadas, un corrillo de mujeres curiosas revoloteaba en torno al pequeño forastero. El bus de la una menos cuarto, tan destartalado como el chófer que lo conducía, había traído al niño hasta aquel pueblo áspero y apartado de la meseta castellana. Al conductor no le cupo más remedio que dejar al chiquillo a merced de esa jauría de faldas hambrienta de novedades, pues el supuesto familiar que debía venir a recogerlo no se había presentado. Antes de proseguir con la ruta, el buen hombre esperó unos minutos con el motor encendido de su tartana rodante. El tubo de escape trastocó la atmósfera inmaculada del pueblo en una nube asfixiante y espesa. Mientras hacía tiempo, apuró la colilla de un cigarro habano con el que, durante un viaje tortuoso e inacabable, había venido perfumando al pasaje de turno. Pero las obligaciones eran lo primero, por lo que apeló al cumplimiento del deber, se desentendió del niño, y se perdió con su bus humeante entre los parajes más polvorientos e inéditos de Castilla la Vieja.

Poco pudo sonsacarle al chiquillo aquel mujerío inquieto. La sensación de abandono acrecentaba la timidez del niño, que respondía con monosílabos a las preguntas inquisitoriales con que le mareaban unas y otras. Sólo sacaron en claro que se llamaba Andrés, y que había venido para visitar a una tía suya o de su madre (el grado de parentesco les quedó turbio), pero no recordaba el nombre de ésta. Las mujeres, por ver si el niño refrescaba la memoria y encontraban una pista que les acercase a ese pariente desconocido, empezaron a recitar de carrerilla todo el santoral católico de vírgenes y mártires, con la misma parsimonia con que, al caer la tarde, entonaban las novenas en la iglesia en compañía del padre Benito.

Cautivas por el apremio de sus quehaceres domésticos, y al hilo del recordatorio palpable del párroco del pueblo, el corrillo de dueñas de su casa allí congregado decidió —en asamblea popular improvisada y por unanimidad—, que lo más indicado era cargar el mochuelo a don Benito. Para que él mismo dispusiese, con toda la solvencia que le otorgaba su cargo de párroco, lo que mejor conviniera en pro del bien del muchacho.

En éstas estaba la cofradía de comadres cuando entre ellas se abrió paso otra mujer, bien entrada en años, y cuyo vestido, de colores vivos y alegres, contrastaba con los tonos ocres y negros de las primeras. Era la tía Charo, que acudía al rescate de su sobrino-nieto cuando ya el bus, procedente de la capital de la provincia, hacía más de quince minutos que se había marchado. En el pueblo todo el mundo sabía que la Charo acostumbraba a vivir sin horarios ni ataduras. Las mujeres se reprocharon el poco tino que tuvieron, por no anticipar el evidente parentesco entre su vecina más particular y aquel chiquillo de aspecto desamparado.

Aunque no lo había visto jamás en la vida, la tía Charo reconoció al infante como pariente suyo sin ningún género de dudas. Las orejas de soplillo lo delataban como hijo legítimo del marido de su sobrina Elvira. «Andresito, eres el vivo retrato del Timoteo», le dijo la tía antes de merendárselo a besos. Además, al chiquillo lo acompañaba, aparte de una maleta famélica que parecía de cartón, un aire de distraído que le recordaba a ella misma.

La tía Charo agradeció a sus vecinas las atenciones prestadas a «este renacuajo esmirriado de patillas enclenques que ha venido a visitarme» —así les dijo literalmente—. No les dio más explicaciones ni pidió disculpas por la tardanza. Cargó con la maleta del niño y, como el sol de agosto pegaba con fuerza en todo lo alto, lo condujo hasta su casa por la acera donde aún persistía una pizca de sombra rebelde.

Por fuera aquella casa era como otras tantas de las de familia acomodada, con sus grandes sillares de piedra, el portón con aldaba, las ventanas amplias, y unos balcones egregios con barandilla de forja. Por dentro, seguramente la casa difería de cualquier otra del pueblo. Nada más cruzar el portón de entrada, un revoltijo de esculturas, pinturas y objetos dispares, disputaban el espacio y las paredes de un hogar con claroscuros por todas partes. La tía Charo había decidido pintar las paredes de cada habitación de un color distinto, porque, según le explicó al pequeño Andresito, «las emociones de uno también son bien distintas y se muestran de un color diferente cada día».

Ya de primeras, a la tía no le gustó nada el nombre de Andrés. Le disgustaba, sobre todo, el diminutivo «Andresito», que la mamá del niño utilizaba. Le parecía tan vulgar, que acortó un ápice aquel nombre dejándolo en André, que desde luego parecía mucho más francés y sofisticado. La tía Charo había pasado parte de su juventud en París, intentando aprender el oficio de artista, durante el periodo de entre guerras de la primera mitad del siglo XX. Desde aquel entonces le perseguía la nostalgia de sus años de soñadora. Presumía incluso, ante las cuatro o cinco amigas sinceras que tenía en el pueblo, de haber sido amante de Pablo Picasso. Sus amigas apenas sabían, más que por ella, quién era aquel señor del que hablaba a todas horas, y se escandalizaban, sobre todo, porque pregonara sin pudor, a los cuatro vientos, su vocación de amante ocasional.

Tras tantos años sin tener contacto con ninguno de sus familiares, la tía Charo había llegado a pensar que la habían olvidado para siempre. Desde que murió su hermana mayor —única hermana y abuela del niño—, ya nada había sido lo que fue. Las dos hermanas nunca perdieron el contacto ni dejaron de telefonearse en la distancia. Y eso a pesar del resquemor de la hermana mayor, porque el papá de ambas gastó casi toda la fortuna familiar en mandar a la tía Charo a estudiar a París. De niña, la tía Charo dibujaba claro y bonito, y el papá tuvo ilusión de tener una artista en la familia. Al buen padre alguien le recomendó que, por entonces, donde mejor se aprendía el oficio de pintor era en París. Allá envío a su Charito con una maleta llena de lápices de colores, tres enaguas, cuatro vestidos y poco más. Dos años después, durante un veraneo, regresó al pueblo con un montón de dibujos y pinturas bajo el brazo. Cuando el papá contempló el desatino de garabatos desdibujados repletos de colores muertos, le entró tal sofocón que, del disgusto, partió para la tumba en un visto y no visto. Desde entonces la tía Charo no salió del pueblo, y no volvió a recuperar la vocación de artista hasta cuando, años más tarde, también su madre murió, y ya no hubo temor de alborotar los sentimientos de nadie.

Parecía que André había llegado justo a tiempo para distraerla de su soledad. Durante la tarde del primer día, la tía le hizo un dibujo de una vasija con motivos acaracolados, en la que el niño se reconoció de inmediato. Le disgustó que ella hubiera exagerado aún más sus orejas, dispuestas a modo de asas en aquel recipiente. La tía Charo le explicó al niño que sus orejas le caracterizaban, y que sobre todo debía sentirse orgulloso por lo que era parte de su esencia. André no comprendió nada, pero se conformó con el argumento cuando le dejó unas cuantas pinturas y una hoja de papel. Trazó, con muy buen tino, una versión de la vasija que su tía-abuela había dibujado para él. La tía Charo se reconoció, a su vez, en las grandes ojeras con arrugas que André esbozó en mitad del cuenco. Al mismo tiempo reverdecieron los recuerdos de su infancia, al sentir en su propia piel las emociones de un papá complaciente que, por entonces, la observaba a ella dibujar.

La mañana siguiente, y la otras de la semana, Charo y André no dejaron de hacerse compañía mientras dibujaban y pintaban. Con impaciencia de charlatán, la tía enseñaba al niño técnicas pictóricas que tenía casi olvidadas, y éste las absorbía con sed de esponja. Sobre todo se divertían pintando con las manos. André no llegaba a comprender cómo una señora, de apariencia tan respetable, no tenía remilgos para embadurnarse con pintura por todas partes. Se acordaba de su mamá, quien ante el menor atisbo de que pudiera mancharse acostumbraba a soltarle una regañina amenazadora.

Por las tardes, después de comer, Charo solía echarse la siesta. Aquella semana apenas consiguió dar una que otra cabezada. Estuvo aburriendo al chiquillo con batallitas deslumbrantes sobre su estancia en París. Aun cuando el niño quedaba rendido por el sueño, ella proseguía con sus historias como si nada, explicándole al detalle, y sin el menor pudor, su amistad desenfrenada con todo un elenco de artistas que ya enfilaban, por aquel entonces, el paso a la posteridad. Sin ir más lejos le contó, por ejemplo, que la escultura de la habitación azul se la había regalado Picasso, cuando aún tenía pelo. A André le inquietaba mucho esa escultura, a medio camino entre un hombre y un animal, por lo que no se atrevía a entrar a solas en aquella habitación celeste.

Cuando la tía consideraba que ya habían tenido suficiente siesta, descorría un poco las cortinas. La intensa luz de agosto se colaba por cada rendija de las persianas, haciendo que el verde manzana de las paredes del dormitorio se manifestara en todo su esplendor. En la despensa Charo escondía un tesoro propio de onzas de chocolate, que fue desvalijando para dar de merendar al niño. Después de merendar se lo llevaba a casa de sus amigas, para jugar a las cartas y, de paso, presumir del chiquillo.

No es que la tía Charo fuera muy aficionada a los naipes, pero en el pueblo no había otra cosa en qué entretenerse. Hacía años que había desistido de convencer a sus amigas para que cambiasen la baraja española por la francesa. No había manera de hacerlas abandonar unas férreas costumbres, que iban del tute al julepe, y del julepe a la brisca. Mientras se jugaban cuatro cuartos —por eso de mantener la emoción—, las amigas se burlaban de ella por unas historias que consideraban exageradas, siempre acerca del mismo asunto: su vida bohemia en París. Aquella semana, sin embargo, el único tema de conversación de la tía Charo fue André y sus dibujos. Las amigas seguían pensando que Charo exageraba en todo, ahora sobre las cualidades pictóricas de André. El chiquillo observaba a aquellas mujeres, casi ancianas, conversar sobre él y sobre sus dibujos. Le tenían entretenido, en una mesa, con unas cuartillas que le habían suministrado, pensando que andaría pintando cuatro monigotes. Pero cuando la tía Charo les enseñó los dibujos, la última tarde en que el pequeño André anduvo allí de veraneo, aquellas viejitas lenguaraces se quedaron boquiabiertas. El niño había capturado el alma de cada una de ellas, plasmando el aire crepuscular de las timbas de naipes que había presenciado.

El día en que André regresó con sus papás, la tía Charo no quiso acudir a la partida de cartas. Durmió la siesta de largo, hasta que el sofoco veraniego disminuyó con la caída de la tarde. Entonces abrió todas las ventanas, para que la luz tibia y anaranjada del atardecer se adueñase de cada estancia de la casa. Con esmero, empezó a enmarcar los dibujos de André, que pensaba colgar en la habitación azul, haciendo compañía a esa escultura que, según ella, le había regalado su amigo Pablo.

Por la mañana, la tía Charo había llevado al niño hasta el paradero del autobús. El día anterior, resucitaron entre los dos aquella maleta triste de aspecto acartonado que André trajo consigo. La inundaron de colores y motivos felices, antes de que la tía depositara en ella un ajuar completo de pinceles, pinturas y cuadernos de dibujar. Cuando por fin el bus partió, la tía Charo sólo encontró cierto consuelo, imaginando que, en realidad, era ella quien se marchaba, hacia un París cuyo recuerdo permanecía inalterable en su memoria...

(Continúa en Arrullos para un final de vacaciones)

Comentarios

  1. Plas, plas, plas!!! oleee!!

    Me ha encantado! ahora mismo voy a por el siguiente...

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