Pues tampoco era para tanto
(Continuación de El veraneo)
Resultaba paradójico que, con tal cantidad de agua ahí enfrente, hubiera que esperar cola para ir a mear. De haber sabido nadar, Elvira se hubiera aventurado entre las olas para aliviarse. Pero sin atreverse a dar apenas unos cuantos pasos más allá de la orilla, delante de tanta gente, y sin siquiera una pequeña mata detrás de la que poder ocultarse de las miradas ajenas, no tenía más opción que la de esperar a que le llegase el turno de entrada en aquellos baños públicos malolientes. Otra contradicción más en una playa de cielos límpidos y azules, como si en el cuartucho, de poco más de un metro cuadrado, se concentrara el pestilente olor de todos los pescados mustios y moribundos de la mar inmensa.
Tenía al marido archiaburrido de tanto esperarla, pues la cola que conducía al baño de los hombres, como si respondiera a un mecanismo perfectamente engrasado, siempre avanzaba con más ligereza. Se entretenía el hombre, mientras tanto, pues otra cosa no tenía que hacer, en contemplar las curvas suaves de los cuerpos bronceados de las bañistas jóvenes que hacían cola junto a su mujer. Ya la tenía a Elvira frita, por aquellas miradas indiscretas y descaradas que ni siquiera en su presencia trataba de disimular. Nada más salir del baño, echando pestes por el hedor de dentro, su mujer le metía un buen rapapolvos y le amenazaba con que la próxima vez, si es que la empresa en que trabajaba él les regalaba otro veraneo, le dejaba en casa al cuidado de los niños, y se venía ella sola con alguna de sus amigas. Timoteo no alegaba nada en su defensa, y tratando, esta vez sí, de disimular, en cuanto ella se descuidaba volvía a las andadas, aunque un promontorio emergente, allá por la entrepierna de su bañador floreado, terminaba por delatarlo ante su observadora esposa.
Lo que más apreciaba Elvira era la brisa acariciadora, y el sonido repetido, como un susurro, de las olas. Echaba una toalla al suelo intentando evitar a toda costa el tacto con la arena pegajosa de la playa, que se obstinaba en colarse por cualquier parte de su cuerpo. Los diminutos granos de sílice parecían también reproducirse por el suelo de la pensión en que se hospedaban, igual que cuando sus niños lo ponían todo perdido con migajas de pan. Se le hacía la boca agua con el olor de los espetos de sardinas, que probarían sólo una vez en todas las vacaciones. Y más que nada, contemplaba con cierta envidia a los papás que hacían castillos de arena con sus chiquillos, mientras las mamás engordaban a sus bebés con biberones bien cargados de una leche densa. Entonces, irremediablemente, se acordaba de sus niños: de los dos pequeños, al cuidado de las Hermanitas de San Cipriano, y del mayor que estaba en el pueblo, en qué andanzas le estaría metiendo la tía Charo. Para que la melancolía no la embargara y le fuera más llevadera, le pedía a su Timoteo que la convidara a una horchata. La invitaba al atardecer, mientras paseaban asidos del brazo por el paseo marítimo de Villajoyosa. El marido a su vez se compraba un cucurucho de chocolate, que no era capaz de degustar con tranquilidad, pues ella sobrevolaba y picoteaba su helado con la voracidad de una gaviota hambrienta y descarada.
La pensión estaba tan cerca del mar que, hasta en los sueños más profundos, incluso cuando Timoteo roncaba a pierna suelta, Elvira podía escuchar el rumor de las olas. La ventana daba a un patio interior, en el que las vecinas tendían los calzoncillos, mancillados por la sal, de sus maridos marineros. Elvira las sentía vociferar en un valenciano cantarín, y tenía la impresión de que cifraban sus mensajes para que ella no pudiera entender lo que se decían.
El amanecer les pasaba de largo sosegados en la cama, y cuando despertaban tomaban en la pensión el desayuno al que tenían derecho: café con leche, y un mantecado o trozo de turrón. Luego Elvira enviaba al marido como avanzadilla hacia la playa, para que encontrase un lugar propicio en que colocar la toalla. Mientras tanto, ella bajaba al mercado en busca de un poco de pan y fiambre con los que preparar unos bocadillos. Cuando llegaba a la playa, el panorama ya era un hormiguero de personas que, igual que un ejército alborotado, parecían acaparar todo el territorio con sus sombrillas, toallas y tumbonas. A su Timoteo le gustaba remojarse a todas horas, igual que una morsa. Ella prefería los largos paseos por la orilla, de una punta a otra de una playa que se sabía de memoria, recogiendo conchas marinas y alguna estrellita de mar que pensaba regalar a sus chiquillos. Encontró una gran caracola que guardó como un tesoro para los niños, pues le hacía ilusión que pudieran escuchar el bisbiseo de viento y olas que nacía del interior de aquel caparazón deshabitado.
A mitad de las vacaciones Timoteo pareció aburrirse, y propuso a su mujer que se diesen una vuelta en una barcaza que mostraba a los turistas secretos de piratas y corsarios. Pero Elvira no estaba dispuesta a sufrir más vaivenes que los inesperados de la vida, y se negó en rotundo a subir sobre artilugio alguno que no se asentara sobre tierra firme. Además, respondió al marido que ya tenía bastante pirata con él. Timoteo dio un suspiro hondo, igual que si suplicase a los cielos. Luego Elvira argumentó que, si la cuestión era entretenerse, era más partidaria de mover el bigote zampando uno de esos espetos de sardinas cuyos efluvios no dejaban de torturarla desde el primer día en que pisó la playa. Timoteo se rascó el bolsillo, sin pensar en la fugacidad de la vida y del dinero hasta que de los pescaditos no quedaron nada más que las raspas.
Con el transcurso de los días, las vacaciones también se fueron quedando en mera raspa. Las olas iban y venían, venían y más tarde se iban, con idéntica monotonía con la que Elvira recorría la playa acompañada de la brisa marina. Algunas veces a ella se le perdía la mirada en un punto fijo en el horizonte, por ejemplo en un barquito que, de tan lejos que estaba, parecía que no se moviera. Entonces un único pensamiento le venía a la cabeza: «con lo que yo tengo que hacer en casa...». Se contentaba diciendo que tampoco era para tanto, el mar, y descontaba las horas y los pocos días que le faltaban ya para regresar al encuentro de sus tres niños...
(Continúa en Una semana de aúpa)
Resultaba paradójico que, con tal cantidad de agua ahí enfrente, hubiera que esperar cola para ir a mear. De haber sabido nadar, Elvira se hubiera aventurado entre las olas para aliviarse. Pero sin atreverse a dar apenas unos cuantos pasos más allá de la orilla, delante de tanta gente, y sin siquiera una pequeña mata detrás de la que poder ocultarse de las miradas ajenas, no tenía más opción que la de esperar a que le llegase el turno de entrada en aquellos baños públicos malolientes. Otra contradicción más en una playa de cielos límpidos y azules, como si en el cuartucho, de poco más de un metro cuadrado, se concentrara el pestilente olor de todos los pescados mustios y moribundos de la mar inmensa.
Tenía al marido archiaburrido de tanto esperarla, pues la cola que conducía al baño de los hombres, como si respondiera a un mecanismo perfectamente engrasado, siempre avanzaba con más ligereza. Se entretenía el hombre, mientras tanto, pues otra cosa no tenía que hacer, en contemplar las curvas suaves de los cuerpos bronceados de las bañistas jóvenes que hacían cola junto a su mujer. Ya la tenía a Elvira frita, por aquellas miradas indiscretas y descaradas que ni siquiera en su presencia trataba de disimular. Nada más salir del baño, echando pestes por el hedor de dentro, su mujer le metía un buen rapapolvos y le amenazaba con que la próxima vez, si es que la empresa en que trabajaba él les regalaba otro veraneo, le dejaba en casa al cuidado de los niños, y se venía ella sola con alguna de sus amigas. Timoteo no alegaba nada en su defensa, y tratando, esta vez sí, de disimular, en cuanto ella se descuidaba volvía a las andadas, aunque un promontorio emergente, allá por la entrepierna de su bañador floreado, terminaba por delatarlo ante su observadora esposa.
Lo que más apreciaba Elvira era la brisa acariciadora, y el sonido repetido, como un susurro, de las olas. Echaba una toalla al suelo intentando evitar a toda costa el tacto con la arena pegajosa de la playa, que se obstinaba en colarse por cualquier parte de su cuerpo. Los diminutos granos de sílice parecían también reproducirse por el suelo de la pensión en que se hospedaban, igual que cuando sus niños lo ponían todo perdido con migajas de pan. Se le hacía la boca agua con el olor de los espetos de sardinas, que probarían sólo una vez en todas las vacaciones. Y más que nada, contemplaba con cierta envidia a los papás que hacían castillos de arena con sus chiquillos, mientras las mamás engordaban a sus bebés con biberones bien cargados de una leche densa. Entonces, irremediablemente, se acordaba de sus niños: de los dos pequeños, al cuidado de las Hermanitas de San Cipriano, y del mayor que estaba en el pueblo, en qué andanzas le estaría metiendo la tía Charo. Para que la melancolía no la embargara y le fuera más llevadera, le pedía a su Timoteo que la convidara a una horchata. La invitaba al atardecer, mientras paseaban asidos del brazo por el paseo marítimo de Villajoyosa. El marido a su vez se compraba un cucurucho de chocolate, que no era capaz de degustar con tranquilidad, pues ella sobrevolaba y picoteaba su helado con la voracidad de una gaviota hambrienta y descarada.
La pensión estaba tan cerca del mar que, hasta en los sueños más profundos, incluso cuando Timoteo roncaba a pierna suelta, Elvira podía escuchar el rumor de las olas. La ventana daba a un patio interior, en el que las vecinas tendían los calzoncillos, mancillados por la sal, de sus maridos marineros. Elvira las sentía vociferar en un valenciano cantarín, y tenía la impresión de que cifraban sus mensajes para que ella no pudiera entender lo que se decían.
El amanecer les pasaba de largo sosegados en la cama, y cuando despertaban tomaban en la pensión el desayuno al que tenían derecho: café con leche, y un mantecado o trozo de turrón. Luego Elvira enviaba al marido como avanzadilla hacia la playa, para que encontrase un lugar propicio en que colocar la toalla. Mientras tanto, ella bajaba al mercado en busca de un poco de pan y fiambre con los que preparar unos bocadillos. Cuando llegaba a la playa, el panorama ya era un hormiguero de personas que, igual que un ejército alborotado, parecían acaparar todo el territorio con sus sombrillas, toallas y tumbonas. A su Timoteo le gustaba remojarse a todas horas, igual que una morsa. Ella prefería los largos paseos por la orilla, de una punta a otra de una playa que se sabía de memoria, recogiendo conchas marinas y alguna estrellita de mar que pensaba regalar a sus chiquillos. Encontró una gran caracola que guardó como un tesoro para los niños, pues le hacía ilusión que pudieran escuchar el bisbiseo de viento y olas que nacía del interior de aquel caparazón deshabitado.
A mitad de las vacaciones Timoteo pareció aburrirse, y propuso a su mujer que se diesen una vuelta en una barcaza que mostraba a los turistas secretos de piratas y corsarios. Pero Elvira no estaba dispuesta a sufrir más vaivenes que los inesperados de la vida, y se negó en rotundo a subir sobre artilugio alguno que no se asentara sobre tierra firme. Además, respondió al marido que ya tenía bastante pirata con él. Timoteo dio un suspiro hondo, igual que si suplicase a los cielos. Luego Elvira argumentó que, si la cuestión era entretenerse, era más partidaria de mover el bigote zampando uno de esos espetos de sardinas cuyos efluvios no dejaban de torturarla desde el primer día en que pisó la playa. Timoteo se rascó el bolsillo, sin pensar en la fugacidad de la vida y del dinero hasta que de los pescaditos no quedaron nada más que las raspas.
Con el transcurso de los días, las vacaciones también se fueron quedando en mera raspa. Las olas iban y venían, venían y más tarde se iban, con idéntica monotonía con la que Elvira recorría la playa acompañada de la brisa marina. Algunas veces a ella se le perdía la mirada en un punto fijo en el horizonte, por ejemplo en un barquito que, de tan lejos que estaba, parecía que no se moviera. Entonces un único pensamiento le venía a la cabeza: «con lo que yo tengo que hacer en casa...». Se contentaba diciendo que tampoco era para tanto, el mar, y descontaba las horas y los pocos días que le faltaban ya para regresar al encuentro de sus tres niños...
(Continúa en Una semana de aúpa)
Vaya con la Elvira!! a ver si conseguimos que se contente con algo ¿no?
ResponderEliminarPues no sé cómo acabará la señora, los personajes tienen vida propia y uno simplemente a de transcribir lo que le cuentan. Un saludo...
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