Pies de barro

ACTO I

-Perdonen que les moleste. Quisiera reclamar su atención, sobre este chico que acabo de conocer en el metro. Ya ven en qué condiciones se encuentra, creo que entre todos le deberíamos ayudar.

Media entrada en el vagón, a casi nadie le toca viajar de pie. Comienza el teatro de la vida, en el que la luz de los focos ilumina a espectadores y comediantes por igual. En el escenario a ras de suelo, dos hombres. La complexión del que habla, corresponde a la un tipo de unos cuarenta años: no es ni gordo ni delgado, ni demasiado maduro pero ya no tiene cuerpo de joven. Su abrigo abierto -en el escenario hace calor-, es de un marrón claro y apagado, cuyo tono contrasta con el rojo más encendido del jersey. Por el cuello redondo del jersey, asoman los picos de una camisa que se adivina bien planchada. El pantalón de pana, va a juego con el abrigo: también es de un marrón tenue. Del cuello le cuelga una bufanda gris con líneas rojas que dibujan cuadros. Su aspecto recuerda a la de un chico bien de provincias en día festivo.

-Como pueden ver, el muchacho es ciego y, además, el pobre está enfermo, tiene el SIDA.

El chico enfermo es delgado en extremo, y su ropa está tan impecable como la del que le echa una mano a sostenerse en pie. Sus pantalones color mostaza, y el jersey grueso de lana, contradicen su apariencia de hombre consumido. Su rostro famélico, parece que tuviera la piel cosida directamente a la calavera; las cárcavas hundidas de su cráneo, albergan unos ojos inútiles. Sobrecoge a la audiencia, y si no fuera porque el otro muchacho le sujeta por el brazo, amenaza con desarmarse de un momento a otro. Es la representación de la muerte misma, pero embalada en un traje de domingo.

ACTO II

-Permítanme si me atrevo a solicitarles su desinteresada colaboración, a ver si entre todos podemos conseguir unas monedas para ayudarle. En algún momento de nuestras vidas, cualquiera de nosotros nos podríamos encontrar en estas circunstancias tan terribles. Seguro que entonces, nos gustaría que alguien generoso como ustedes nos echase una mano. Perdón y muchas gracias. ¿Una ayuda para este pobre chico? ¿Una ayuda?

La pareja se pasea titubeante por el vagón, con pasos despaciosos. El que representa el papel de lazarillo, sostiene con ternura el brazo de su acompañante, para que no se desmorone mientras camina. La mano huesuda del ciego sondea la oscuridad luminosa del vagón, en busca de la generosidad del pasaje.

Los espectadores se conmueven. Los más cicateros, observan la función de reojo, miran para otro lado, mientras sus conciencias les sermonean sin piedad: "¡quizá un día mendigarás el amparo de tu prójimo!". Sin embargo, otros acuden a la llamada de auxilio, especialmente las señoras y los de mayor edad. Se convierten ahora en actores secundarios de este drama, mientras escarban en sus monederos entre un gorgoteo de calderilla.

-Gracias. Gracias, señora, muchas gracias, que Dios se lo pague. Gracias. ¿Alguien más desea colaborar?

Pareciera que el cazo amorfo de unos dedos retorcidos no sirviese para guardar siquiera una moneda. Pero ahí está el ángel de la guardia, que guía la mano desorientada del ciego. Como si utilizase una caña de pescar, el lazarillo atrapa las moneditas que, con total delicadeza, ayuda a depositar en los bolsillos del hombre escuálido.

ACTO III

-Muchas gracias a todos; que Dios se lo pague, y que pasen una buena tarde.

La recaudación acaba: no está mal la taquilla, muchos han colaborado. No obstante, al espectáculo le queda el número final, reservado para el público más atento y entendido. Casi nadie se fija en un detalle nimio: dos dedos de barro, sobre dos pares de buenos zapatos, desmienten a un vestuario inmaculado. Rebelan la verdadera identidad de la pareja de actores geniales: buscavidas de descampado, navegantes entre la ciénaga de un mar de chabolas, jeringuillas y droga. Estos gigantes de epopeya no se tambalean cuando representan su papel, y eso que tienen los pies de barro...

El espectador más observador sonríe con disimulo, si tener muy claro si está ante un drama o una comedia. Aunque siente la necesidad de irrumpir en un sonoro aplauso, por respeto, se une al silencio introspectivo de los demás pasajeros. Es consciente de su gracia, ya que por el módico precio de un billete de metro, más la voluntad, ha contemplado una puesta en escena sin igual.

El tren alcanza la estación y detiene su marcha. Se abren las puertas del vagón, mutis de los dos actores. La enorme función, eterna representación de la vida misma, ha terminado por hoy, para todos ustedes. Se cierran las puertas.

Comentarios

  1. Pues sí, Miguel Ángel, el teatro de la vida... Ahora eres tú quien me ha hecho medio reír, medio llorar -aunque más llorar que reír-.

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  2. Gracias Pepa por pasarte por aquí. Me quedé con la sensación de no haber conseguido plasmar la emoción que sentí al ver aquella representación. De todas formas, tampoco hubiera sido justo que yo hiciera sombra en un relato a aquellos dos geniales actores de la vida. Creo que me es más fácil inventar que describir lo que veo. Saludos...

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