La cena de los hombres pensantes
El criado corrigió el rumbo del bote, tal y como indicaba Kallistos, su señor. Sobre la vela, el viento soplaba ligero, pero a favor; la mar era mansa. No tardaron en alcanzar la orilla. El sirviente se echó al agua, y tiró del bote hacia la playa. Sólo cuando lo tuvo afianzado en la arena, desembarcó el amo, con su ayuda. Después, le pasó un pequeño fardo con provisiones.
-Ya te puedes marchar -dijo el amo-. Acuérdate bien: mañana, me vienes a recoger a la misma hora. Fíjate en la posición del sol. Ni antes ni después. No quiero ser el primero en marcharme de aquí, pero tampoco el último.
El criado asintió con la cabeza. Subió de nuevo al bote, y regresó por donde había venido.
Durante toda la tarde, otros barcos de vela fueron llegando, a la misma playa. Una y otra vez, la operación de desembarco se fue desarrollando de manera similar: un sirviente descargaba a su amo en la costa, le entregaba un paquete o quizá algún pequeño animal, y terminaba volteando el rumbo del bote para perderse en el mar.
Aquella isla griega, por lo regular, estaba deshabitada. El lugar perfecto para un encuentro tranquilo. Por eso lo habían escogido esos hombres que arribaron a lo largo de la tarde. Nobles, o gente de posición acomodada, que se veían a sí mismos como los más sabios de entre los pensadores de Grecia. Habían llegado desde todos los rincones del archipiélago cercano, con la intención de reforzar sus lazos y afianzar el reconocimiento mutuo, como cabezas pensantes. Y de paso, con el encuentro aprovechaban para cenar.
-¿Qué tal estás, Alexandros?
-Bien, bien. Mucho tiempo sin verte, querido Damianos.
-¿Qué significa "mucho", considerando el eterno discurrir de las horas? El tiempo es relativo.
-Y se asemeja bastante al oro. Cuando lo posees en abundancia, lo malgastas, y, si escasea, sufres por su falta.
-A menos que seas un tacaño, y sólo pienses en acumular. En tal caso, nunca te va a faltar...
-El tiempo no se puede guardar en una bolsa...
-Bien dices, Alexandros.
El sol casi se había puesto ya. La temperatura era agradable; el rumor de olas y la brisa abrían el apetito de los presentes.
-Desmosthenes, ¿qué nos trajiste para cenar?
-Siento deciros que llegué de vacío. Me dije: "Podré confiar en la generosidad de mis amigos".
-Tu sabiduría sólo es comparable al arrojo de tu frescura.
-Bien me conoces. ¿Y a qué nos vas a convidar vos, amigo Kallistos?
-Pues no sé; por ahí me empaquetó algo mi criado; déjame mirar...
Kallistos desempacó el hato que, para cenar, su sirviente le había preparado.
-¡Pescado! ¡Unos lenguados! Estarán deliciosos.
-Perfectos para la cena, por la ligereza de su bocado. Habrá que cocinarlos pronto, no se malogren con el calor.
-¿Y los otros, trajeron algo?
-Tranquilo amigo, que comida no nos ha de faltar: los más acudieron con algún conejo de campo, pollo o gallina. Incluso alguien trajo un cordero lechal.
-Mmm... cordero lechal, qué tierno. Pobre animalillo; desde aquí oigo sus balidos tristes...
-Lastimeros son, como si conociese su inminente final... Pero no hemos de entristecernos por su muerte, pues nos dará alimento y regocijo. Es el sino de la vida...
-¿Y quién preparará tanta comida? ¿Sabes tú cocinar, Demosthenes?
-¿Quién yo? ¿Me tomas por un criado?
-Alguien tendrá que matar al cordero, pollos, y conejos... Y prepararlos, y destripar los lenguados, y avivar el fuego...
-Planteemos un debate. Quizá Alexandros, o algún otro, tengan una respuesta acertada.
Demosthenes se erigió en portavoz de la asamblea de sabios.
-Señores, hemos de encontrar una solución al problema de la cena.
-Reflexionemos.
-Pongamos un poco de luz.
-Veamos la cuestión desde otra óptica.
-Desde otro punto de vista.
-Con otros miramientos.
-Razonemos.
-Tracemos un plan.
-Busquemos alguna hipótesis.
-Si toda la polis discurriera, con nuestra entrega y voluntariedad, no viviríamos en un mundo de brutos...
-Quizá, algún día...
-Eso es una utopía...
-Por favor, no nos vayamos por las ramas; concentrémonos en la verdadera raíz del asunto...
-Pensemos...
Llegó el alba, y todos los hombres pensantes tuvieron la certeza de que, aquella noche recién pasada, se habían quedado sin cenar. Tampoco desayunaron. Entonces, agotados de tanto discurrir, prefirieron retirarse a descansar, hasta la hora de comer. Más tarde decidieron, por unanimidad, que no tenían mucha hambre, y que lo mejor sería echarse una siesta...
Por la tarde, a la hora precisa en que Kallistos le había indicado, el criado llegó a la playa, para recogerle. Miró extrañado al amo cuando, antes de subir al bote, le devolvió el fardo con los lenguados, que olían ya mal porque empezaban a pudrirse.
-No cenamos, pues tuvimos muchos asuntos que tratar.
El criado deshizo el bulto y arrojó los pescados malolientes al mar. El viento, con cierto brío, sopló sobre la vela. La pequeña nao se fue alejando de la costa, y se convirtió en un pequeño punto, que terminó por extinguirse en el horizonte que dibujaban las aguas...
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