La última cena

No sabía Luis Torres que, ahora que le tocaba evocar cada uno de sus platos favoritos, la nostalgia le iba a invadir de manera tan grave. Algo tendría que ver el hecho de que hasta la fecha, todos los días de todos los años, se había visto obligado a engullir la nada apetecible y repugnante misma bazofia.

En ese penal dejado de la mano de Dios y de los hombres, el suministro de comida corría a cargo de una empresa de servicios. La misma contrata, por cierto, que abastecía los útiles de limpieza, y que proporcionaba hasta el papel higiénico. Con semejante abanico de prestaciones tan dispares, cabía la posibilidad de que los cocineros osaran revolver la comida con las mismas escobillas de enjuagar los retretes. El caso es que mientras unos hacían su negocio, a los reos les tocaba alimentarse con pura mierda, siempre sin hoja de reclamación. El mismo aspecto desagradable tenía un puré de zanahorias, que una menestra de verduras o un pudin de berenjenas: para Luis Torres, el preso número 5/535, cualquiera de aquellos platos era un puro comistrajo, y desde que entró en prisión, hacía ya más de 12 años, la alimentación constituía una auténtica tortura.

Por eso para aquel día tan señalado, Luis Torres tenía claro que solicitaría un menú a la carta. Ya que le dejaban elegir, no iba a dejar pasar la ocasión. Sabía que tampoco podía excederse en sus peticiones, porque el alcaide del penal era un tipo poco dado a conceder licencia alguna. Al jefe de los carceleros le gustaba humillar a los reos vistiéndolos de color rosa, u obligándolos a pasear en calzoncillos de igual color en los pegajosos días de verano. Era un tipo duro de bigotes acabados en punta al que no le temblaba nunca la voz, y no dudaba en mandarte a una celda de aislamiento ante el menor desacato, incluso arbitrariamente si ese día había discutido con su mujer, que si acaso era la única que se atrevía a toserle un poco.

Bajo esta premisa, la de no tocar las cosquillas al alcaide, anduvo Luis Torres dándole vueltas al asunto del menú que para aquella ocasión tan especial le permitían escoger. Le vinieron a la mente las criadillas de cordero o las jugosas tortillas de patatas que le preparaba su madre, pero sabía que ningún cocinero iba a poder igualar el arte culinario de la abnegada mujer que le trajo al mundo, y menos si era reclutado entre la vecindad del estado de Texas. Y por descontado que, encontrar criadillas en ese lugar remoto, no era más que una pura quimera...

Descartados los manjares de su madre, Luis Torres evocó los pajaritos fritos que asaba con su padre cuando juntos salían a cazar en los aledaños del pueblo. Ese recuerdo le resultaba agridulce, pues durante su confinamiento en aquel presidio, los pajarillos del patio eran los únicos que le habían ofrecido alguna ilusión de libertad. Luis Torres se dio cuenta de que le embargaba cierta melancolía, pensando una y otra vez en su familia, y así no había forma de dedicarse a la elección del menú.

Intentó centrarse, pero esta vez los recuerdos se le fueron a las costillas de res a la brasa que solía saborear los domingos en casa de sus suegros. El padre de su mujer tenía buena maña para los asuntos de barbacoa. Aquellos fueron quizá los momentos más felices de su vida, antes de que pillara a su infiel esposa en el lecho con otro hombre... En un ataque de ira los liquidó a los dos, con el revólver que precisamente su suegro le había regalado. Poco tardó en ir a parar con sus huesos a la cárcel. Reviviendo su deshonra, Luis Torres rememoró las sabias palabras de su madre: "Nunca te cases con la hija de un juez". Pero él desoyó el consejo, qué iba a hacer, enamorado como estaba de aquella texana pecosa, y cruzó el océano dejando atrás el pueblo, la familia y las tortillas de su madre...

Llegó la víspera de su última voluntad, y para entonces Luis Torres aún no había escogido el menú de despedida. Tan sólo le espetó al alcaide: "Traiga de cenar lo que quiera, pero por favor: que no sea la misma mierda de todos los días". En un alarde de imaginación más que previsible, el carcelero alcanzó a pedir un par de hamburguesas en un establecimiento cercano. Con eso se conformó Luis Torres, y a decir verdad, cuando llegó su momento de gloria, se las zampó con glotonería y gran satisfacción. Echó un eructo como el de cualquier hombre libre, y sólo entoces, con un aplomo que ponía los pelos de punta, se supo dispuesto para el momento postrero de la inyección letal...

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