La maratón
Eran las dos y pico de la tarde, y el pleno del Ayuntamiento de
Villamembrilla aún no había finalizado. Ya iba siendo hora de irse a
comer, todos los ediles estaban muertos de hambre, pero el cansino del
concejal de cultura y deportes seguía explicando con esmerado detalle el
plan que había trazado junto con la alcaldesa.
Corrían tiempos de vacas flacas para Villamembrilla. Con casi un 80% de paro las cosas no estaban como para echar cohetes, y los pocos que aún conservaban un empleo era a costa de las exiguas arcas munipales: la alcaldesa, y Matías el pregonero, que también hacía de barrendero y lo que surgiera. Los concejales al menos recibían alguna que otra esporádica gratificación por los servicios prestados. Hacía ya años que el pueblo no tenía ni guardia municipal, ni cartero, ni cura, ni maestros. Los pocos niños iban al colegio en el pueblo del al lado, y el servicio postal y el espiritual corrían a cargo, respectivamente, de un cartero y de un sacerdote ambulantes, que en su deambular cotidiano, entre unos pueblos y otros, gastaban coche y gasolina entre tanto trasiego por los parajes aledaños a Villamembrilla. Aparte de los que vivían o rascaban algo del dinero público, tenían trabajo Juan el panadero, doña Paca, la de la tienda de abarrotes -que por vender, vendía hasta ataudes, si era menester-, y Manolo el del bar. En el resto del pueblo, se podría decir que se había alcanzado el pleno desempleo.
Algo de trabajo en el campo sí que había, pero era muy estacional, y por si fuera poco, últimamente el pedrisco había hecho estragos en la cosecha de fruta. Tal era el estado de necesidad, que muchos vecinos habían dejado de pagar los tributos municipales, preferían pagarse al menos un cafelito y una cervecilla en el bar, que de qué iba a vivir si no el pobre Manolo y su familia. Como además el gobierno había recortado las subvenciones, que para colmo no acaban de llegar, el Ayuntamiento se veía sin un céntimo. Los empleados y colaboradores públicos estaban con el agua hasta el cuello, que todos tenían que pagar, como cada quisque, la hipoteca de la casa, el coche, y la merienda de sus niños.
Sonsoles Expósito, la alcaldesa más joven y prometedora del partido en toda la comarca, andaba entrampada en un chalet de dos plantas, vestigio reciente de los tiempos en que el dinero corría por el consistorio con más alegría. Entre planta y planta perdía el sueño, porque si en las arcas municipales no entraba "cash", o lo que es lo mismo, dinero contante y sonante, igual en breve no tendría cómo hacer frente a los vencimientos de su deuda personal, y los bancos no estaban para discursos ni plebiscitos. Vamos, que no se andaban con contemplaciones ni rodeos.
Por eso la alcaldesa rumió una idea, desenlace natural de horas y horas de mal dormir. La idea no era otra que la de organizar algún evento insólito que pusiese el foco mediático en aquel pueblo humilde de menos de 1000 habitantes, a ver si así podía entrar algo de dinero en la talega consistorial. Y a esa idea no dejó de darle vueltas, día y día, y noche tras noche.
Lo del calendario con todos los ediles en pelota picada, para recaudar fondos, lo veía como un recurso muy manido y desgastado, y que además ya no llamaba la atención de nadie. Además, no se quería ver a sí misma como la chica provocativa del mes de diciembre, alimentando el morbo de los más garrulos con sus lánguidas lorzas entre carámbanos y tortas de aceite.
Para Sonsoles lo mejor hubiera sido construir un cementerio nuclear, eso sí que era un remanso de paz, un negocio tranquilo, y proporcionaba dinero y puestos de trabajo. Pero con las malas carreteras del lugar cómo iba a llegar a Villamembrilla camión alguno cargado de residuos. ¡Ay, las carreteras...! Si Villamembrilla hubiera estado al borde de una autopista, al menos tendría su puticlub, con sus clientes dispuestos a aflojar la pasta, aunque eso a Sonsoles le parecía indecoroso. Menos impúdico, más lucrativo y disimulado hubiese sido un pequeño villorrio del juego, con sus casinos, sus carteles de neón, sus chicas desenfadadas vestidas de conejitas, y sus apartahoteles. O mira tú ese pueblo todo pintado de azul, qué buena idea, ahora todas las televiones hablaban de él, y muchos turistas iban a visitarlo y dejaban allí su dinerito. Aunque claro, casi nadie conocía a aquel lugar de casas celestes por su nombre, sino como el "Pueblo Pitufo"...
Hasta que por fin una mañana, Celestino, el concejal de cultura y deportes, dio en el clavo: "¿Por qué no hacer un gran evento deportivo con amplia repercusión, incluso a nivel mundial?". Lo del "nivel mundial" debió rebotar como un gran eco en el cerebro de la alcaldesa, porque desde el primer momento se puso manos a la obra, codo con codo junto a Celestino.
Sonsoles no sabía nada de deportes, incluso detestaba el fútbol, y si acaso, era un poco aficionada a la gimnasia rítmica, cada cuatro años, cuando la pasaban por la tele durante las olimpiadas. Pero enseguida se compró un chandal de marca y unas zapatillas deportivas de color rosa. Se levantaba temprano, con la fresca, quedaba con Celestino, y juntos se iban a andar por la carretera vieja. Allí ya no circulaban los coches, y el concejal de deportes y la alcaldesa podían pasear tranquilos mientras apuntalaban su proyecto de "nivel mundial".
Pensaron en un campeonato de ajedrez, traer a algún cerebrito ruso o indio a Villamembrilla, pero eso a nadie en la comarca le iba a interesar, y menos a ninguna televisión. Después imaginaron una carrera ciclista, pero volvió a aparecer el problema de las carreteras, siempre las malditas carreteras, que estaban llenas de baches e impracticables. Un campeonato de fútbol sería lo más sonado, pero ¿qué club galáctico iba a querer venir a Villamembrilla, si ni siquiera tenían campo en el que jugar?
-¡Lo tengo! -dijo Celestino-. Una maratón popular.
-¡Esa si que me parece una buena solución! -afirmó Sonsoles-. Es ecológica, sostenible, y el espíritu del deporte es..., es..., el deporte es de lo más sano.
-Y además relativamente fácil de llevar a cabo. Tan sólo hay que buscar patrocinadores para establecer una gran bolsa de dinero con el que premiar al ganador. Si el premio es lo suficientemente jugoso, tendremos en Villamebrilla a las mejores estrellas mundiales. Y con las estrellas vendrán los periodiostas y la televisión.
Las palabras de Celestino convencieron fácilmente a Sonsoles. Pero ahora había que buscar a los patrocinadores. Vamos, conseguir el dinero. Y eso no iba a ser tarea sencilla...
Así que ese era el plan que venían arguyendo la alcaldesa y el concejal de cultura y deportes, cuando por fin, a eso de las tres menos cuarto, dieron por concluido el pleno municipal y cada cual se fue a comer a su casa.
Pronto el equipo de ediles se puso manos a la tarea. Pusieron un impuesto municipal extraordinario en concepto de "promoción turística", aunque poco sacaron por ahí, pues pobres como andaban, la mayoría de los vecinos no pagó. Alguno habló de recaudar fondos con un calendario en que salieran los concejales ligeros de ropa, pero la alcaldesa rechazó la propuesta de pleno.
Desde la sede central, el partido de la alcaldesa intentó escurrir el bulto, aunque sonó la flauta y algún fondo soltaron cuando Nacho Cuesta, corredor de fondo profesional y melladista olímpico, dijo que iría a la maratón. Villamembrilla era el pueblo de su padre, y de pequeño solía veranear allí con su familia.
Con Nacho Cuesta llegaron otros atletas amigos suyos, y lo más importante, los patrocinadores. Una marca de melones de la zona aportó algo de dinero, poca cosa si lo comparamos con lo que donó una reconocida marca de cerveza. A cambio, la marca de cerveza vestiría con sus logos la línea de salida, la de meta, y llenaría de banderitas con sus colores corporativos las calles de Villamembrilla. Hasta el torreón del castillo quedaría reconvertido, por arte de un disfraz gigante en tela de usar y tirar, en la gorda mascota de la marca cervecera.
Según fue agrandándose la bolsa del premio algún que otro periódico provincial se hizo eco del evento. Entonces, algunas empresas de tercera fila también se animaron con algún donativo, siempre a cambio de un huequito en la publicidad.
La bolsa del premio ya andaba más que bien como para atraer a algún atleta de reconocido prestigio, mas la aldaldesa, siempre ambiciosa, convenció al resto de ediles para que el Ayuntamiento pidiera un préstamo a la caja rural. Con el préstamo podrían incrementar un poco más la bolsa del premio, arreglar los baches más gordos de las calles, y hacer alguna que otra obra pública de acondicionamiento para recibir a tanto deportista como estaba por llegar. Y de paso, no estaría de más gratificar con un pequeño incentivo a los ediles, que tan desinteresadamente estaban haciendo tanto bien por el pueblo. Todos los cargos electos estuvieron de acuerdo con la alcaldesa y votaron a favor.
Al concejal de obras públicas se le ocurrió que deberían construir una serie de uninarios, pues tanto corredor necesitaría de algún lugar en el que poder hacer pis. Sonsoles decidió que debían edificar los urinarios en la matrecha pista de futbito que estaba a la entrada del pueblo. Así que desalojaron de la cancha a los cuatro chavales que allí solían jugar al balón, que por otra parte era los únicos deportistas declarados de Villamembrilla. Quizá para compensarles, algunos de los padres de los muchachos consiguieron algo de trabajo en la construcción de los urinarios, con lo que todos, más los padres que los muchachos, quedaron contentos. Además, en alguna proporción bajó la tasa de desempleo en el pueblo, y más hubiera podido bajar de no ser porque contrataron a dos albañiles del pueblo de al lado. Lo cual levantó no pocas suspicacias entre los vecinos de Villamembrilla, ya que aquellos albañiles eran familiares, más o menos cercanos, de éste o aquél concejal...
Por fin todo estuvo preparado para la "Primera Carrera Maratón Popular de Villamembrilla", que así decidió Celestino nombrar a la competición, por supuesto con la aprobación de la alcandesa: la bolsa del premio, los carteles de los anunciantes, los arreglos de los baches, los urinarios, los medios impresos, la radio, la televisión...
Los maratonianos atletas de fama mundial también estaban allí, y Nacho Cuesta, el favorito de los locales, al frente de ellos, y otros muchos aficionados desconocidos llegados a Villamembrilla desde todas partes. Cada uno de aquellos atletas pudo hacer pis en los recién estrenados urinarios con 58 plazas, aunque tuvieron que aguantarse las ganas hasta momentos antes de la carrera, justo cuando la alcaldesa acudió a inaugurarlos, emperifollada en su chandal de marca y sus zapatillas rosas.
La marca de cervezas había repartido sombreritos de colores y bebidas gratis, y casi todo el pueblo andaba medio borracho y con ganas de orinar. Menos mal que a la comisión municipal se le ocurrió lo de los 58 aseos públicos, porque el baño del bar de Manolo no daba a basto con tanto trasiego de visitantes. Además, el Ayuntamiento encargó a Manolo que preparase un bocadillo de jamón y un refresco para cada participante de la carrera, y el pobre y su mujer andaban agobiados con tanta tarea a la vez. A Juan el panadero se le encargó el pan, y a doña Paca, la de la tienda, el jamón y los vasos de plástico. Por su propio interés, ambos echaron un cable en el bar. Con las espectativas de ganancia para sus negocios, y pese al pico de trabajo, todos quedaron encantados con la genial idea de la alcaldesa.
Después de la inauguración de los urinarios, Sonsoles acudió a la línea de salida, y dio un breve discurso de autoalabanzas a su corporación municipal, y de agradecimientos, sobre todo a "Nacho Cuesta, nuestro querido atleta local", al que nombró hijo predilecto del pueblo. Pero tan borrachos como andaban, casi nadie del pueblo alcanzó a prestar atención al discurso de la alcaldesa. Resignada, Sonsoles cogió una pistola que tenía a la sazón y apuntando al aire dijo "preparados, listos, ya". Aunque la pistola marró el disparo, los que sí salieron disparados fueron los atletas, impacientes tras tanto discurso y espera.
Cuesta arriba, cuesta abajo, los deportistas dieron unas cuantas vueltas por las calles y los andurriales de Villamembrilla, mientras algunos vecinos se compadecían de aquellos seres esmirriados y escuálidos que corrían como posesos, con la calor que allí hacía, y con lo empinado de las cuestas. Algunos sentían tanta lástima que animaban a los atletas a que tomasen atajos por esta o aquella calle, y les tenían preparados baldes de agua, y hasta bocadillos de chóped o mortadela con aceitunas, pero los corredores eran un poco desagradecidos, pues sólo aceptaban el agua que se les ofrecía. Mientras tanto, unas motos seguían la carrera, y un helicóptero transmitía la señal desde el cielo, que se emitía en directo en un canal televisivo de deportes.
Llegó a la meta el primer maratoniano, un raquítico atleta etiope, al que el patrocinador de los melones le regaló su peso en melones. Y bien contento que se puso, pero no por los melones, como muchos ingenuos pensaron, sino porque sabía que toda la bolsa del premio era para él. Para los demás nada, salvo la satisfacción personal de haber participado en la primera, y en la que también sería última maratón de Villamembrilla.
Ni en el año siguiente, ni en los posteriores, se volvió a celebrar la maratón. La resaca de la primera carrera popular había dejado a Villamembrilla es un estado, aún si cabe, de mayor calamidad. El Ayuntamiento tenía cuentas pendientes con el bar de Manolo, con Juan el panadero y con la tienda de doña Paca. También se debían los jornales de los vecinos que trabajaron en la construcción de los urinarios, que aún estaban esperando a que les pagasen por aquel empleo. A Matías el pregonero se le debían ya 5 meses de sueldo, y hasta los alcaldesa veía que se iba a quedar sin cobrar si no llegaba pronto la subvención que debía el gobierno.
Pero sin duda alguna el asunto más acuciante era el préstamo que pidiera el Ayuntamiento a la caja rural, con lo que la corporación municipal se vio obligada a subir un poco más los impuestos. Los ediles quedaron exentos, por su servicio altruista a la comunidad. El aumento de los tributos municipales tampoco supuso una solución verdadera. A fin de cuentas, allí no estaban en disposición de pagar más que los 4 gatos que tenían algo de trabajo: el dueño del bar, el panadero, y la de la tienda de abarrotes. Y tampoco es que las cosas les fueran demasiado bien...
Al menos, tras el paso de la maratón, el pueblo alcancó cierta notoriedad en la comarca. Gracias a los 58 urinarios, que medio abandonados a la entrada del pueblo parecían como querer recibir a los forasteros, a Villamembrilla se le empezó a conocer en la zona con el afectuoso apelativo de "Aldea de los Meones". A la mayoría de los habitantes de Villamembrilla este apodo no le hacía gracia alguna. Muchos hubieran preferido, incluída la alcaldesa, haber pintado el pueblo de azul, y que ahora al menos el sobrenombre de Villamembrilla fuese algo más llevadero como el "Pueblo Pitufo II". Mejor hubiese sucedido así la historia, aunque el apelativo fuese menos original...
Corrían tiempos de vacas flacas para Villamembrilla. Con casi un 80% de paro las cosas no estaban como para echar cohetes, y los pocos que aún conservaban un empleo era a costa de las exiguas arcas munipales: la alcaldesa, y Matías el pregonero, que también hacía de barrendero y lo que surgiera. Los concejales al menos recibían alguna que otra esporádica gratificación por los servicios prestados. Hacía ya años que el pueblo no tenía ni guardia municipal, ni cartero, ni cura, ni maestros. Los pocos niños iban al colegio en el pueblo del al lado, y el servicio postal y el espiritual corrían a cargo, respectivamente, de un cartero y de un sacerdote ambulantes, que en su deambular cotidiano, entre unos pueblos y otros, gastaban coche y gasolina entre tanto trasiego por los parajes aledaños a Villamembrilla. Aparte de los que vivían o rascaban algo del dinero público, tenían trabajo Juan el panadero, doña Paca, la de la tienda de abarrotes -que por vender, vendía hasta ataudes, si era menester-, y Manolo el del bar. En el resto del pueblo, se podría decir que se había alcanzado el pleno desempleo.
Algo de trabajo en el campo sí que había, pero era muy estacional, y por si fuera poco, últimamente el pedrisco había hecho estragos en la cosecha de fruta. Tal era el estado de necesidad, que muchos vecinos habían dejado de pagar los tributos municipales, preferían pagarse al menos un cafelito y una cervecilla en el bar, que de qué iba a vivir si no el pobre Manolo y su familia. Como además el gobierno había recortado las subvenciones, que para colmo no acaban de llegar, el Ayuntamiento se veía sin un céntimo. Los empleados y colaboradores públicos estaban con el agua hasta el cuello, que todos tenían que pagar, como cada quisque, la hipoteca de la casa, el coche, y la merienda de sus niños.
Sonsoles Expósito, la alcaldesa más joven y prometedora del partido en toda la comarca, andaba entrampada en un chalet de dos plantas, vestigio reciente de los tiempos en que el dinero corría por el consistorio con más alegría. Entre planta y planta perdía el sueño, porque si en las arcas municipales no entraba "cash", o lo que es lo mismo, dinero contante y sonante, igual en breve no tendría cómo hacer frente a los vencimientos de su deuda personal, y los bancos no estaban para discursos ni plebiscitos. Vamos, que no se andaban con contemplaciones ni rodeos.
Por eso la alcaldesa rumió una idea, desenlace natural de horas y horas de mal dormir. La idea no era otra que la de organizar algún evento insólito que pusiese el foco mediático en aquel pueblo humilde de menos de 1000 habitantes, a ver si así podía entrar algo de dinero en la talega consistorial. Y a esa idea no dejó de darle vueltas, día y día, y noche tras noche.
Lo del calendario con todos los ediles en pelota picada, para recaudar fondos, lo veía como un recurso muy manido y desgastado, y que además ya no llamaba la atención de nadie. Además, no se quería ver a sí misma como la chica provocativa del mes de diciembre, alimentando el morbo de los más garrulos con sus lánguidas lorzas entre carámbanos y tortas de aceite.
Para Sonsoles lo mejor hubiera sido construir un cementerio nuclear, eso sí que era un remanso de paz, un negocio tranquilo, y proporcionaba dinero y puestos de trabajo. Pero con las malas carreteras del lugar cómo iba a llegar a Villamembrilla camión alguno cargado de residuos. ¡Ay, las carreteras...! Si Villamembrilla hubiera estado al borde de una autopista, al menos tendría su puticlub, con sus clientes dispuestos a aflojar la pasta, aunque eso a Sonsoles le parecía indecoroso. Menos impúdico, más lucrativo y disimulado hubiese sido un pequeño villorrio del juego, con sus casinos, sus carteles de neón, sus chicas desenfadadas vestidas de conejitas, y sus apartahoteles. O mira tú ese pueblo todo pintado de azul, qué buena idea, ahora todas las televiones hablaban de él, y muchos turistas iban a visitarlo y dejaban allí su dinerito. Aunque claro, casi nadie conocía a aquel lugar de casas celestes por su nombre, sino como el "Pueblo Pitufo"...
Hasta que por fin una mañana, Celestino, el concejal de cultura y deportes, dio en el clavo: "¿Por qué no hacer un gran evento deportivo con amplia repercusión, incluso a nivel mundial?". Lo del "nivel mundial" debió rebotar como un gran eco en el cerebro de la alcaldesa, porque desde el primer momento se puso manos a la obra, codo con codo junto a Celestino.
Sonsoles no sabía nada de deportes, incluso detestaba el fútbol, y si acaso, era un poco aficionada a la gimnasia rítmica, cada cuatro años, cuando la pasaban por la tele durante las olimpiadas. Pero enseguida se compró un chandal de marca y unas zapatillas deportivas de color rosa. Se levantaba temprano, con la fresca, quedaba con Celestino, y juntos se iban a andar por la carretera vieja. Allí ya no circulaban los coches, y el concejal de deportes y la alcaldesa podían pasear tranquilos mientras apuntalaban su proyecto de "nivel mundial".
Pensaron en un campeonato de ajedrez, traer a algún cerebrito ruso o indio a Villamembrilla, pero eso a nadie en la comarca le iba a interesar, y menos a ninguna televisión. Después imaginaron una carrera ciclista, pero volvió a aparecer el problema de las carreteras, siempre las malditas carreteras, que estaban llenas de baches e impracticables. Un campeonato de fútbol sería lo más sonado, pero ¿qué club galáctico iba a querer venir a Villamembrilla, si ni siquiera tenían campo en el que jugar?
-¡Lo tengo! -dijo Celestino-. Una maratón popular.
-¡Esa si que me parece una buena solución! -afirmó Sonsoles-. Es ecológica, sostenible, y el espíritu del deporte es..., es..., el deporte es de lo más sano.
-Y además relativamente fácil de llevar a cabo. Tan sólo hay que buscar patrocinadores para establecer una gran bolsa de dinero con el que premiar al ganador. Si el premio es lo suficientemente jugoso, tendremos en Villamebrilla a las mejores estrellas mundiales. Y con las estrellas vendrán los periodiostas y la televisión.
Las palabras de Celestino convencieron fácilmente a Sonsoles. Pero ahora había que buscar a los patrocinadores. Vamos, conseguir el dinero. Y eso no iba a ser tarea sencilla...
Así que ese era el plan que venían arguyendo la alcaldesa y el concejal de cultura y deportes, cuando por fin, a eso de las tres menos cuarto, dieron por concluido el pleno municipal y cada cual se fue a comer a su casa.
Pronto el equipo de ediles se puso manos a la tarea. Pusieron un impuesto municipal extraordinario en concepto de "promoción turística", aunque poco sacaron por ahí, pues pobres como andaban, la mayoría de los vecinos no pagó. Alguno habló de recaudar fondos con un calendario en que salieran los concejales ligeros de ropa, pero la alcaldesa rechazó la propuesta de pleno.
Desde la sede central, el partido de la alcaldesa intentó escurrir el bulto, aunque sonó la flauta y algún fondo soltaron cuando Nacho Cuesta, corredor de fondo profesional y melladista olímpico, dijo que iría a la maratón. Villamembrilla era el pueblo de su padre, y de pequeño solía veranear allí con su familia.
Con Nacho Cuesta llegaron otros atletas amigos suyos, y lo más importante, los patrocinadores. Una marca de melones de la zona aportó algo de dinero, poca cosa si lo comparamos con lo que donó una reconocida marca de cerveza. A cambio, la marca de cerveza vestiría con sus logos la línea de salida, la de meta, y llenaría de banderitas con sus colores corporativos las calles de Villamembrilla. Hasta el torreón del castillo quedaría reconvertido, por arte de un disfraz gigante en tela de usar y tirar, en la gorda mascota de la marca cervecera.
Según fue agrandándose la bolsa del premio algún que otro periódico provincial se hizo eco del evento. Entonces, algunas empresas de tercera fila también se animaron con algún donativo, siempre a cambio de un huequito en la publicidad.
La bolsa del premio ya andaba más que bien como para atraer a algún atleta de reconocido prestigio, mas la aldaldesa, siempre ambiciosa, convenció al resto de ediles para que el Ayuntamiento pidiera un préstamo a la caja rural. Con el préstamo podrían incrementar un poco más la bolsa del premio, arreglar los baches más gordos de las calles, y hacer alguna que otra obra pública de acondicionamiento para recibir a tanto deportista como estaba por llegar. Y de paso, no estaría de más gratificar con un pequeño incentivo a los ediles, que tan desinteresadamente estaban haciendo tanto bien por el pueblo. Todos los cargos electos estuvieron de acuerdo con la alcaldesa y votaron a favor.
Al concejal de obras públicas se le ocurrió que deberían construir una serie de uninarios, pues tanto corredor necesitaría de algún lugar en el que poder hacer pis. Sonsoles decidió que debían edificar los urinarios en la matrecha pista de futbito que estaba a la entrada del pueblo. Así que desalojaron de la cancha a los cuatro chavales que allí solían jugar al balón, que por otra parte era los únicos deportistas declarados de Villamembrilla. Quizá para compensarles, algunos de los padres de los muchachos consiguieron algo de trabajo en la construcción de los urinarios, con lo que todos, más los padres que los muchachos, quedaron contentos. Además, en alguna proporción bajó la tasa de desempleo en el pueblo, y más hubiera podido bajar de no ser porque contrataron a dos albañiles del pueblo de al lado. Lo cual levantó no pocas suspicacias entre los vecinos de Villamembrilla, ya que aquellos albañiles eran familiares, más o menos cercanos, de éste o aquél concejal...
Por fin todo estuvo preparado para la "Primera Carrera Maratón Popular de Villamembrilla", que así decidió Celestino nombrar a la competición, por supuesto con la aprobación de la alcandesa: la bolsa del premio, los carteles de los anunciantes, los arreglos de los baches, los urinarios, los medios impresos, la radio, la televisión...
Los maratonianos atletas de fama mundial también estaban allí, y Nacho Cuesta, el favorito de los locales, al frente de ellos, y otros muchos aficionados desconocidos llegados a Villamembrilla desde todas partes. Cada uno de aquellos atletas pudo hacer pis en los recién estrenados urinarios con 58 plazas, aunque tuvieron que aguantarse las ganas hasta momentos antes de la carrera, justo cuando la alcaldesa acudió a inaugurarlos, emperifollada en su chandal de marca y sus zapatillas rosas.
La marca de cervezas había repartido sombreritos de colores y bebidas gratis, y casi todo el pueblo andaba medio borracho y con ganas de orinar. Menos mal que a la comisión municipal se le ocurrió lo de los 58 aseos públicos, porque el baño del bar de Manolo no daba a basto con tanto trasiego de visitantes. Además, el Ayuntamiento encargó a Manolo que preparase un bocadillo de jamón y un refresco para cada participante de la carrera, y el pobre y su mujer andaban agobiados con tanta tarea a la vez. A Juan el panadero se le encargó el pan, y a doña Paca, la de la tienda, el jamón y los vasos de plástico. Por su propio interés, ambos echaron un cable en el bar. Con las espectativas de ganancia para sus negocios, y pese al pico de trabajo, todos quedaron encantados con la genial idea de la alcaldesa.
Después de la inauguración de los urinarios, Sonsoles acudió a la línea de salida, y dio un breve discurso de autoalabanzas a su corporación municipal, y de agradecimientos, sobre todo a "Nacho Cuesta, nuestro querido atleta local", al que nombró hijo predilecto del pueblo. Pero tan borrachos como andaban, casi nadie del pueblo alcanzó a prestar atención al discurso de la alcaldesa. Resignada, Sonsoles cogió una pistola que tenía a la sazón y apuntando al aire dijo "preparados, listos, ya". Aunque la pistola marró el disparo, los que sí salieron disparados fueron los atletas, impacientes tras tanto discurso y espera.
Cuesta arriba, cuesta abajo, los deportistas dieron unas cuantas vueltas por las calles y los andurriales de Villamembrilla, mientras algunos vecinos se compadecían de aquellos seres esmirriados y escuálidos que corrían como posesos, con la calor que allí hacía, y con lo empinado de las cuestas. Algunos sentían tanta lástima que animaban a los atletas a que tomasen atajos por esta o aquella calle, y les tenían preparados baldes de agua, y hasta bocadillos de chóped o mortadela con aceitunas, pero los corredores eran un poco desagradecidos, pues sólo aceptaban el agua que se les ofrecía. Mientras tanto, unas motos seguían la carrera, y un helicóptero transmitía la señal desde el cielo, que se emitía en directo en un canal televisivo de deportes.
Llegó a la meta el primer maratoniano, un raquítico atleta etiope, al que el patrocinador de los melones le regaló su peso en melones. Y bien contento que se puso, pero no por los melones, como muchos ingenuos pensaron, sino porque sabía que toda la bolsa del premio era para él. Para los demás nada, salvo la satisfacción personal de haber participado en la primera, y en la que también sería última maratón de Villamembrilla.
Ni en el año siguiente, ni en los posteriores, se volvió a celebrar la maratón. La resaca de la primera carrera popular había dejado a Villamembrilla es un estado, aún si cabe, de mayor calamidad. El Ayuntamiento tenía cuentas pendientes con el bar de Manolo, con Juan el panadero y con la tienda de doña Paca. También se debían los jornales de los vecinos que trabajaron en la construcción de los urinarios, que aún estaban esperando a que les pagasen por aquel empleo. A Matías el pregonero se le debían ya 5 meses de sueldo, y hasta los alcaldesa veía que se iba a quedar sin cobrar si no llegaba pronto la subvención que debía el gobierno.
Pero sin duda alguna el asunto más acuciante era el préstamo que pidiera el Ayuntamiento a la caja rural, con lo que la corporación municipal se vio obligada a subir un poco más los impuestos. Los ediles quedaron exentos, por su servicio altruista a la comunidad. El aumento de los tributos municipales tampoco supuso una solución verdadera. A fin de cuentas, allí no estaban en disposición de pagar más que los 4 gatos que tenían algo de trabajo: el dueño del bar, el panadero, y la de la tienda de abarrotes. Y tampoco es que las cosas les fueran demasiado bien...
Al menos, tras el paso de la maratón, el pueblo alcancó cierta notoriedad en la comarca. Gracias a los 58 urinarios, que medio abandonados a la entrada del pueblo parecían como querer recibir a los forasteros, a Villamembrilla se le empezó a conocer en la zona con el afectuoso apelativo de "Aldea de los Meones". A la mayoría de los habitantes de Villamembrilla este apodo no le hacía gracia alguna. Muchos hubieran preferido, incluída la alcaldesa, haber pintado el pueblo de azul, y que ahora al menos el sobrenombre de Villamembrilla fuese algo más llevadero como el "Pueblo Pitufo II". Mejor hubiese sucedido así la historia, aunque el apelativo fuese menos original...
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