Mi gran secreto

Espermatozoides en busca de un óvulo
Casi no me atrevo a contarlo, desde siempre he sentido un gran pudor para mis cosas más íntimas. Pero ya no puedo soportar la gran comezón que me genera el guardar este silencio. A fin de cuentas, después de tanto pensarlo, de darle vueltas al mismo tema durante noches y noches de insomnio, he llegado a la conclusión de que puedo confiar en vosotros. Siempre os he considerado mis amigos, así que nada debo temer. Es por eso que por fin me he decidido a confiaros mi gran secreto: desde siempre, he querido ser padre.

Al principio, cuando era un adolescente, el asunto de la paternidad me traía sin cuidado. Los niños me resultaban entonces del todo molestos. Cuando iba a alguna boda, por ejemplo, los pequeños mocosos terminaban siempre correteando entre las mesas, haciendo guerras con bolitas de miga de pan, poniéndolo todo perdido. Sus padres los dejaban hacer a su antojo, despreocupados de si molestaban o no, hasta que alguno de ellos se ponía a vomitar, normal si corres después de comer. Había que ver la cara de resignación de los camareros, «no se preocupe, señora, que ya lo recojo yo».

O cuando bajaba al parque a echarme unas canastas al baloncesto. Hacía deporte mientras olvidaba mis penas, quizá las malas notas o puede que un desamor; otros, esas pobres almas atormentadas que preferían beber en solitario, probablemente hayan acabado alcoholizados. Meditabundo andaba yo en medio de mis estadísticas baloncestísticas, 2 de 15, en tiros de 3, cuando aparecía algún chavalín:

—¿Señor, puedo jugar, me dejas tirar una canasta? Yo juego muy bien.

«¡Pero qué te has creído, pequeño mocoso!», pensaba yo, «¡si no levantas ni un palmo del suelo y tienes menos fuerza que una mosca!». Lo que más me jodía de los niños era que me llamasen señor.

O cuando aquella niñita me preguntó:

—¿Quieres saltar a la comba?

«¿Acaso tengo yo aspecto de saltar a la comba?», me dieron ganas de decirle. Mientras tanto su madre, tan panchamente sentada en una banco, andaba leyendo una de esas revistas sin sustancia, hasta que por fin gritó desde lejos con desgana:

—¡Cristina, deja al señor!, ¿no ves que te va a dar un pelotazo?

Y siempre era así: por una cuestión u otra, los niños me parecían molestos e indeseables.

Pero no habían transcurrido ni un par de años, cuando empecé a ver las cosas desde otra perspectiva. Porque todos cambiamos en esta vida, está en nuestra esencia como personas.

Fue a raíz de una discusión que tuve con una de mis amigas. Yo andaba tonteando con ella, nada sin importancia: a aquella relación no se le veía ningún futuro. Un día me contó que a ella le gustaría tener 5 hijos, o incluso más. Cuando le comenté que eso de tener niños no iba conmigo, que ya había demasiados en el mundo, e incluso que muchos eran hasta huérfanos, me echó en cara que yo era un egoísta:

—¿Quién va a cuidar de nosotros cuando seamos viejo?

Con algunas mujeres no se puede ser sincero: en ese momento terminó nuestra relación.

Pero el caso es que desde entonces no dejé de hacerme las mismas preguntas: cuando llegue a viejo y pronto muera, ¿qué legado voy a dejar a la humanidad, quién me llorará, qué rastro quedará de mí? ¿Sólo se recordarán mi pobres estadísticas del baloncesto, 2 de 15, en tiros de 3?

Tras aquellas conjeturas nació un nuevo yo, y la paternidad se convirtió en la mayor de mis obsesiones. Quería reproducirme, dejar mi impronta, mi propia huella. De alguna forma estaba empeñado en perpetuarme, la paternidad se había convertido en un asunto que trascendía a mi propia vida. Ahora sólo hacía falta encontrar una voluntaria, alguna mujer que quisiera recibir mi semilla. Alguien dispuesta a ser la madre de mis hijos, y, ya de paso, por qué no reconocerlo, que pudiera satisfacer todas mis necesidades, las trascendentes y las más terrenales.

Sin considerar aquella amiga de entonces, la tarea de encontrar una mujer no me resultaba fácil. No me movía nada bien por esos territorios. Expresado en términos baloncestísticos, podría decirse que mis estadísticas se aproximaban a 0 de 10 en tiros libres. Es decir, un auténtico desastre.

Con el tiempo empecé a apreciar mi vida de solitario. Siempre he sido de los que prefieren estar solos a mal acompañados. Los años transcurrían despacio pero inexorables, y por hache o por be no lograba saciar mi sed de perdurar. En resumidas cuentas: se me pasaba el arroz. Estaba algo desesperado, hasta que un día vi un anuncio en el periódico que me devolvió ipso facto las esperanzas.

En el anuncio buscaban jóvenes sanos, de hasta 30 años de edad, que quisieran donar su semen para unos programas de reproducción asistida. Por entonces rondaba el límite de edad, pues ya había cumplido los 29. Tras leer el anuncio, me presenté en la clínica al día siguiente. Obviaré los detalles más íntimos de unas cuantas pruebas que debí superar por los pelos, porque aunque siempre he jugado al baloncesto, ya sabéis que soy más bien bajito. Por lo que me he documentado, los clientes de esas clínicas de fertilidad prefieren niños altos, rubios, y con los ojos azules. Y a ser posible que sean inteligentes, aunque esto último más bien depende luego de lo tontos que sean los padres adoptivos. Mis espermatozoides debieron ser de primera clase, al menos espabilados, porque a pesar de mi poca estatura me consideraron donante apto.

Acudí a la clínica durante varios días, en los que tuve que llenar unos cuantos tubos de ensayo. El trabajo era agotador, y al final me dieron veinte mil pesetas. Después de aquello no se podía donar más, porque la clínica no quería que todos los fecundados in vitro fueran hijos míos. Así que con las veinte mil pesetas tomé un tren para Barcelona, y volví a donar en otra clínica. Repetí la misma operación en varias clínicas, realizando una auténtica turné por diversas ciudades de toda España: Málaga, Sevilla, Bilbao, Valencia, La Coruña... entre otras. Así anduve hasta cumplir los 30 años.

Después de aquello me sentí pleno: lo que tanto había deseado, se iba a hacer realidad. En esta vida, no hay más que porfiar para que los sueños se cumplan. En la perseverancia reside el secreto de la felicidad. Sólo restaba esperar a que mis espermatozoides fecundasen otros tantos óvulos, y fueran implantados en madres sanas pero con parejas estériles.

Desde aquellas donaciones han pasado ya algo más de 12 años. Mis primeros hijos deben tener algún año menos. Gracias a la criogenización confío en seguir engendrando niños por unos cuantos años más, ya que distintas dosis de mi esperma fueron congeladas.

Ahora me emociono cuando veo a los chiquillos corretear por el parque, o alrededor de las mesas en las bodas, entablando peleas con miga de pan. Me parece descubrir en ellos la torpeza de su padre, especialmente cuando veo a esas niñas saltar sin gracia alguna a la comba. O cuando algunos pequeños mocosos intentan jugar al baloncesto, en canastas demasiado altas para ellos: 2 de 15, en tiros de 3. Cada uno de esos chiquillos podría ser mi propio hijo o hija, y parte de lo que he sido y siempre seré. Porque ellos serán lo único que quedará de mí, cuando me haya ido para siempre...

Comentarios

  1. Lo que mas me gusta de este relato es el tema de la paternidad altruista. El pensamiento más natural sería ser padre buscado a una buena mujer e insistir en el tema. Pero el personaje, desiste de este empeño: sólo quiere tener descendencia en sí, aunque no los llegue a conocer.
    Por otra parte con tanta descendencia habrá más niños que jueguen en los parques con padres sentados leyendo revistas o periódicos en los parques.
    De todos modos pienso que los niños deben de jugar sólos en determinados momentos y no depender tanto de los padres: en la actualidad se deja poca independencia a los niños; están sobreprotegidos!

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