El gran Nino

Cada cual se gana la vida como puede. Eso lo tenía más que claro Nino Torres, el trapecista del Circo Pringlend, un espectáculo ambulante con artistas de medio pelo, circo venido a menos si es que alguna vez fue lo más.

Nino ensayaba lo justo, apenas un par de horas diarias, siempre el mismo número repetido una y otra vez, las mismas acrobacias que conocía de memoria. Atrás en el recuerdo quedaban los duros entrenos con su difunto padre, apretándole las clavijas para que lograse aquel cuádruple salto mortal sin red que tanto pavor le infundía, una barrera infranqueable para él. Como mucho, alguna vez había logrado el triple salto, pero siempre con el respaldo de la red, en un entrenamiento, nunca en el espectáculo enfrentándose al público.

A Nino lo que realmente le interesaba era la filosofía. Paradojas de la vida: sus acrobacias favoritas eran las mentales. Antes y después de cada espectáculo se encerraba en su carromato y podía leer durante horas, a Kierkegaard y a otra panda de autores similares a los que, sinceramente, ni él lograba descifrar por completo.

Se relacionaba poco con los otros artistas, si acaso algo con Rudolf, el payaso, que tenía un humor ácido y sarcástico de adulto amargado. Le hacían gracia las salidas de madre del payaso. Con el resto apenas trataba más que lo justo, en las comidas, durante el espectáculo y poco más. Le aburrían las conversaciones triviales de sus colegas. Por supuesto que a él sus compañeros no le comprendían, siempre abordando complejos asuntos sobre la razón de ser y el pensamiento humanos. De tan sesudo que era le habían puesto el sobrenombre de "el Sesitos". Y de tanto discurrir sobre la existencia humana, Nino iba perdiéndose en su propia existencia de solitario...

Pero quién podía vivir y comer de la filosofía... Por eso no le quedaba más remedio que seguir siendo acróbata con desgana. A fin de cuentas, el puesto y el oficio lo había heredado de sus padres, estaba predestinado, provenía de una ilustre familia de artistas circenses, la familia Torres. Incluso dos de sus tíos abuelos, The Towers Brothers,  llegaron a debutar en las pistas de los circos americanos más famosos de su época.

Pero aquellos fueron otros tiempos de gloria y esplendor. Ahora los componentes del Circo Pringlend malvivían de pueblito en pueblito: el circo ya apenas interesaba a casi nadie. Había alguno meses en que ni cobraban, y a todos los artistas les debían ciertos atrasos que daban ya por perdidos.

Pese a las adversidades, la vida de Nino trasncurría plácida y tranquila. Pues un filósofo que se precie de serlo -pensaba él mismo-, no necesita más que un techo, un poco de comida y sus libros. Y con eso el simple de Nino se conformaba.

Para el dueño del circo, el señor Román, las cosas no eran tan triviales. El hombre vivía preocupado porque las cuentas no le salían, y se devanaba los sesos, una y otra vez, persiguiendo alguna idea que rescatase a su empresa del inminente estado de calamidad.

-¡Hemos de reducir gastos, cobráis demasiado para lo poco que yo gano! -repetía el patrón a los artistas. Y no es que estos cobrasen demasiado: es que las arcas no daban para más.

El señor Román vivía obsesionado con el Circo del Sol, y pensaba que por ahí debía pasar la solución: montar un espectáculo lleno de colores y de números nunca vistos. "Innovar, investigación y desarrollo, emprendimiento", se repetía a sí mismo. Parecía que una troupe de políticos le hubiera lavado el cerebro. Hasta un día contrató a un director de arte italoargentino, que hizo confeccionar unos trajes de gallos con colores chillones, y unos escenarios acordes con aquellas aves de corral. Rita, la contorsionista, hizo un número de gallina clueca que empollaba un huevo, y Nino nunca se sintió tan ridículo en el trapecio como aquella vez al verse vestido de pollo. El payaso Rudolf tuvo chascarrillos feroces para medio año. Cuando representaron el espectáculo en Peñaranda de Bracamonte, provincia de Salamanca, la gente se quedó ni fú ni fa: ni quedaron impresionados, ni mostraron desagrado. Ni fueron muchos los asistentes de aquella tarde, ni acudieron menos que otras veces a presenciar el espectáculo. Al día siguiente, el creativo italoargentino fue despedido y sus gallos de colores se fueron detrás de él.

-¡Tenéis que renovar vuestra puesta en escena! -insistía el señor Román-. ¡Y tú, Nino, a ver si te reinventas, que llevas 13 años con el mismo numerito!

La verdad es que Nino apenas se inmutó con la crítica, y siguió con sus piruetas repetidas y con sus libros de filosofía. Hasta que un día llegaron al circo las hermanas Chuang: Li, Ying y Xiaoyan, 3 saltimbanquis chinas que el señor Román puso a prueba.

Las 3 eran ex-gimnastas fracasadas que jamás ganaron una medalla y nunca fueron a una olimpiada, pero que al menos ahora podían malvivir con lo que aprendieron en una infancia perdida y remota. Eran menudas y hábiles y, aunque aparentaban ya sus años, seguían conservando sus cuerpos de niñas. Su espectáculo pleno de piruetas sorprendentes a ras de suelo era dinámico y alegre, y trajo el aire nuevo que el Circo Pringlend ya iba necesitando. Las tres juntas cobraban el mismo sueldo que uno solo de los otros artistas del circo, y eso ya era decir menos que poco. Después de cada voltereta siempre sonreían, como si el moño que les recogía el pelo les apretase demasiado. Con la llegada de las hermanas Chuang, Nino y los demás supieron que debían espabilar si querían conservar su puesto de trabajo.

Así que Nino tuvo que desempolvar las pesas, las flexiones, y hacer más gasto en magnesio y talco. Recordó los anhelos de su padre, "el temido cuádruple salto mortal sin red", eso no podía fallar. Pero pronto pensó que con un triple salto debía bastar ante el señor Román. Y puso empeño en la tarea.

La cosa no marchó como esperaba. Tras muchos esfuerzos, el triple salto le salía sólo dos veces de cada tres. Le sudaban las manos de puro nervios, y montañas de magnesio no bastaban para absorber tanto fluido corporal. Li Chuang le sonreía desde lo bajo del trapecio, y entonces Nino se ponía aún más nervioso. Tanto tiempo dedicaba a entrenar, que hasta Kierkegaard y los suyos debieron echarle de menos. Pero al fin logró, después de 3 semanas concentrado en su nueva misión, que el triple salto mortal le saliera con cierta soltura.

-Parece que el Sesitos se ha puesto las pilas -comentó Rómulo el enano.

Pese a todos los esfuerzos de Nino, el señor Román no pareció muy impresionado con sus avances. En su fuero interno había tomado ya sus decisiones. Las chinas le caían simpáticas, y además le salían más rentables, pues si una enfermaba quedaban las otras dos. Y comían bien poco. Quizá la suerte de Nino estaba más que echada: ahora sí que tendría tiempo para filosofar.

Una tarde de feria en un pueblo vulgar, sin torre ni castillo, Nino presentó su nuevo número. Los carteles que empapelaban el pueblo habían anunciado en letras grandes y rojas a las 3 saltimbanquis chinas. Y justo más abajo, algo más chiquito, el cartel decía: "¡El gran Nino y su tripe salto mortal sin red!". Cuando en mitad de la pista, el maestro de ceremonias pronunció idéntica frase y redoblaron los tambores, el cuerpo de Nino se estremeció: estaba aterrado. Se le hizo un nudo en la garganta, y no pudo tragar saliva. De nuevo empolvó de magnesio sus manos, cogió el trapecio y comenzó a balancearse como un péndulo humano: uno, dos, tres... En el cuarto impulso saltó al vacío...

El redoble de tambores mantuvo cierto suspense, mientras más abajo la gente hacía pompas con el chicle, y los niños roían palomitas como pequeños ratones, en una especie de acto sacrílego para un momento tan solemne. Nino giró vertiginosamente en el aire, y dio una voltereta, dos, tres... Extendió las manos en busca del trapecio salvador. Sin saber por qué, perdió durante una milésima de segundo la concentración, y se le vino a la mente Nietzsche y su superhombre...

Nino sintió el suelo a sus espaldas. Pero fue apenas por un instante. Enseguida ascendió más ligero que una pluma, como nunca lo hiciera, cada vez más y más arriba, y se sorprendió a sí mismo dando un cuádruple salto mortal, sin apenas esfuerzo. Tantos años temiendo a aquella acrobacia, y ahora pensó que tampoco era para tanto. Siguió subiendo, dando piruetas pero de puro aburrimiento. Abajo se había formado un gran revuelo, las madres gritaban y tapaban los ojos a sus niños, que traviesos intentaban zafarse de la mano materna para mirar el espectáculo a toda costa. El señor Román parecía preocupado, como siempre, y Rita la contorsionista estaba furiosa y negaba con la cabeza. Nino dio otra voltereta, y otra, y otras más, y se sintió bien consigo mismo, pues ahora, sin el menor esfuerzo, era capaz de dar cuantos saltos mortales quisiera. De repente hasta comprendió los razonamientos más tortuosos de algún filósofo que tenía atravesado. Pero lo que no lograba entender aquel volatinero era por qué las hermanas Chuang, que ahora le parecieron más menudas y avejentadas, habían dejado de sonreír. Pobre filósofo, que tan poco sabía de la vida y de la muerte...

Y entonces a Nino no se le ocurrió, por respuesta, más que intentar un quíntuple salto mortal...

Comentarios

  1. Este sí que es un relato triste. Para mí de los más tristes que has escrito. Es un relato de mejoría personal, no porque te la creas, sino porque te obligan y si no te quitan el puesto de trabajo. Pero finalmente tanto esfuerzo no vale la pena y fracasa. Me causa diferentes sentimientos según lo leo: apatía, desilusión, aunque ilusión por otros temas, soledad, envidia, ilusion, necesidad de cambio, mas ilusión, desilusión y tristeza...

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