Las cuatro estaciones del señor Augusto
Al señor Augusto no le gustaba en absoluto el frío. Era un miembro fiel de la cofradía del parte meteorológico, nunca faltaba a su cita diaria con el hombre del tiempo. Ante el menor indicio de bajada de temperaturas encendía a tope la calefacción. En los meses más fríos nunca salía a la calle sin su gorro de pelo de conejo ni sin su bufanda roja.
Por eso aquel año sintió un pálpito esperanzador cuando los ciruelos del parque florecieron antes de tiempo. Era un buen presagio, y signo de que la primavera se había adelantado. Si el señor Augusto hubiera tenido la más mínima curiosidad por la vida de las aves, se habría dado cuenta de que también las golondrinas habían regresado antes de tiempo en aquella primavera incipiente. Y de que las cotorras argentinas, tan escandalosas como siempre, ya estaban poniendo patas arriba y remozando sus nidos, como quien revuelve buscando alguna ropa ligera en el interior del armario y se va haciendo a la idea de guardar la de invierno.
El señor Augusto era desconfiado por naturaleza, y a pesar de los buenos augurios esperaba alguna que otra helada tardía. Por eso aún no quitó la manta de la cama, y como sentía calor, prefirió dormir en calzoncillos. Avanzaron los días y aumentaron las temperaturas. No le cupo ninguna duda de que el invierno ya no regresaría cuando en la frutería encontró sandías de secano en pleno mes de marzo. El hombre del tiempo no dio ninguna explicación, pero los hechos consumados pusieron de manifiesto que una especie de primavera-verano había llegado. El señor Augusto se plegó ante los acontecimientos, y entonces decidió guardar en la cómoda la manta, la bufanda roja y el gorro de pelo de conejo.
Lo que más le gustaba a aquel anciano era la ligereza de ropas y alegría de carnes que llegaba con el buen tiempo. En primavera siempre aparecían los primeros escotes, y las faldas comenzaban a acortarse. Entonces al señor Agusto le gustaba pasear por el parque y disfrutar de la fauna y de la naturaleza. Las parejas de enamorados se sentaban bajo la dulce sombra de los árboles, y el señor Augusto se entrenaba en el arte del acecho, observando con disimulo a los jóvenes mientras retozaban gozosos en la hierba. De paso aquel anciano se deleitaba también un poco, y recordaba nostálgico y con cierta envidia sus desaprovechados años de juventud.
Mas aquel año hacía tanto calor que la hierba del parque no tardó en agostarse. Los parques estaban desiertos desde bien temprano y hasta que empezaba la noche, ya que todo el mundo se refugiaba de las altas temperaturas en sus casas. Con los parques despoblados, el pobre señor Augusto se quedó sin su espectáculo favorito, y no tuvo más remedio que resignarse: sin fauna salvaje a quien acechar, no tenía sentido permanecer en el parque pasando calor. Aunque le costaba reconocer que aquella canícula prematura le sofocaba, al final terminó quedándose en casa como todo el mundo.
En los hogares el panorama no era ni mucho menos de alivio, y aun con las persianas bajadas el bochorno era igual de insoportable. El friolero de Augusto aborrecía los aires acondicionados, a los que siempre había atribuido sus imaginados síntomas de artrosis. Pero durante aquella primavera de secarral, hasta echó de menos no tener instalado en casa alguno de aquellos aparatos otrora indeseables.
Cuando llegó julio se escucharon las primeras voces de alarma, pues los pantanos estaban bajo mínimos. El Ayuntamiento tuvo que racionar el consumo de agua, que por orden y mando del alcalde sólo venía a eso de las 8 de la noche. Entonces sólo llegaba un hilillo de agua, que apenas daba para llenar unas pocas botellas en toda la noche. A mediados de agosto el agua comenzó a expeler un extraño olor a azufre, y tuvieron que venir camiones cisterna para abastecer de agua potable a la población.
Para entonces los plátanos de paseo ya se había desprendido de su hojas. El señor Augusto imaginó que la sabiduría de las plantas presagiaba por fin la llegada del otoño. Los plátanos eran más sabios de lo que presumía aquel anciano, y si dejaban caer sus hojas era porque ya no podían mantenerlas, como quien desteta a sus pequeñas crías porque ya no puede amamantarlas. No obstante, con este fenómeno el señor Augusto albergó cierta ilusión, y se sorprendió a sí mismo cuando se descubrió pensando que quizá un poco de frío no le haría mal.
Y de igual modo transcurrió el otoño, sin pena ni gloria, tal y como habían pasado las estaciones anteriores, sin que se atisbara en el cielo el mínimo rastro de nube alguna. El mercurio seguía cociéndose a fuego lento en el interior de cada termómetro, como si aquellos tubitos graduados fueran minúsculas marmitas en las que el líquido metal borbotease, como lo hace el magma candente de las barras de acero en los altos hornos.
Llegaron los presuntos meses de invierno. De tanto calor, hubo que evacuar hacia latitudes más frescas a los osos polares del zoo, ya que no quedaban más cubitos de hielo con que refrescarlos. También los torpes pingüinos volvieron a su tierra, y sin embargo las jirafas nunca se sintieron tan a gusto, como si estuvieran en su propia casa. El señor Augusto vio la noticia en televisión, y con sus ojos escrutadores contempló cómo encajonaban a aquellos animales para el viaje de retorno. Después apagó el televisor y fue a orinar, antes de acostarse. El reguero de pis le trajo recuerdos de otros ríos más caudalosos, de cuando el agua fluía con soltura por los grifos y cañerías de su casa. Ahora había días en los que nada salía de los grifos sedientos, pues incluso por las noches el Ayuntamiento cortaba el suministro de agua sin previo aviso. Aquella noche al menos pudo remojar su dentadura postiza en un vaso de agua, aunque tuvo que esperar un buen rato hasta que el vaso se llenó. Sumergió su dentadura en el fétido líquido y se acostó.
Ya en la cama, no dejó de pensar en el asunto de los pingüinos, y en el largo viaje que habían emprendido junto a los osos polares. Otra vez el calor pegajoso de la noche no le dejaba dormir. Meditó que la cosa no podía seguir así, y que quizá también él debía emprender el camino de los osos polares. ¿Pero a dónde podría ir él, que ni siquiera había visto nunca el mar? En toda la noche no pudo quitarse de la cabeza aquella idea, la de viajar a latitudes más septentrionales.
A la mañana siguiente, bien temprano, buscó su antigua maleta de cuero. Hacía mucho tiempo que no la utilizaba, tanto que no recordaba de qué color era. Armó un gran revuelo trasteando en el armario, casi tanto como el que liaron las cotorras argentinas cuando llegó la primavera. Buscó y rebuscó en lo más hondo del armario, entre cajas y utensilios inservibles que había abandonado allí hacía montones de años. Cuando encontró la maleta guardó en ella unas cuantas prendas de abrigo, sin olvidarse de su bufanda roja, ni por supuesto de su gorro de piel de conejo. Metió también unos cuantos pares de calcetines gordos de lana, pues creía recordar que no soportaba los pies helados en los meses más fríos. Cuando tomó rumbo al aeropuerto le sobrevino un sentimiento de nostalgia anticipada.
Una vez en el aeropuerto, compró el primer pasaje disponible con rumbo a Helsinky, sin que le preocupase lo más mínimo, pues no era consciente en ese momento, el hecho de que él no hablaba ni una palabra de finlandés. Y sólo cuando se hubo acomodado en su sillón, ya dentro del avión, percibió cuánto habían cambiado las cosas aquel año. Él, que siempre había odiado el invierno, volaba ahora a un país desconocido en busca de un poco de frío. Porque las estaciones ya no eran tal y como él las había conocido, y se habían convertido en un verano eterno e insoportable...
Por eso aquel año sintió un pálpito esperanzador cuando los ciruelos del parque florecieron antes de tiempo. Era un buen presagio, y signo de que la primavera se había adelantado. Si el señor Augusto hubiera tenido la más mínima curiosidad por la vida de las aves, se habría dado cuenta de que también las golondrinas habían regresado antes de tiempo en aquella primavera incipiente. Y de que las cotorras argentinas, tan escandalosas como siempre, ya estaban poniendo patas arriba y remozando sus nidos, como quien revuelve buscando alguna ropa ligera en el interior del armario y se va haciendo a la idea de guardar la de invierno.
El señor Augusto era desconfiado por naturaleza, y a pesar de los buenos augurios esperaba alguna que otra helada tardía. Por eso aún no quitó la manta de la cama, y como sentía calor, prefirió dormir en calzoncillos. Avanzaron los días y aumentaron las temperaturas. No le cupo ninguna duda de que el invierno ya no regresaría cuando en la frutería encontró sandías de secano en pleno mes de marzo. El hombre del tiempo no dio ninguna explicación, pero los hechos consumados pusieron de manifiesto que una especie de primavera-verano había llegado. El señor Augusto se plegó ante los acontecimientos, y entonces decidió guardar en la cómoda la manta, la bufanda roja y el gorro de pelo de conejo.
Lo que más le gustaba a aquel anciano era la ligereza de ropas y alegría de carnes que llegaba con el buen tiempo. En primavera siempre aparecían los primeros escotes, y las faldas comenzaban a acortarse. Entonces al señor Agusto le gustaba pasear por el parque y disfrutar de la fauna y de la naturaleza. Las parejas de enamorados se sentaban bajo la dulce sombra de los árboles, y el señor Augusto se entrenaba en el arte del acecho, observando con disimulo a los jóvenes mientras retozaban gozosos en la hierba. De paso aquel anciano se deleitaba también un poco, y recordaba nostálgico y con cierta envidia sus desaprovechados años de juventud.
Mas aquel año hacía tanto calor que la hierba del parque no tardó en agostarse. Los parques estaban desiertos desde bien temprano y hasta que empezaba la noche, ya que todo el mundo se refugiaba de las altas temperaturas en sus casas. Con los parques despoblados, el pobre señor Augusto se quedó sin su espectáculo favorito, y no tuvo más remedio que resignarse: sin fauna salvaje a quien acechar, no tenía sentido permanecer en el parque pasando calor. Aunque le costaba reconocer que aquella canícula prematura le sofocaba, al final terminó quedándose en casa como todo el mundo.
En los hogares el panorama no era ni mucho menos de alivio, y aun con las persianas bajadas el bochorno era igual de insoportable. El friolero de Augusto aborrecía los aires acondicionados, a los que siempre había atribuido sus imaginados síntomas de artrosis. Pero durante aquella primavera de secarral, hasta echó de menos no tener instalado en casa alguno de aquellos aparatos otrora indeseables.
Cuando llegó julio se escucharon las primeras voces de alarma, pues los pantanos estaban bajo mínimos. El Ayuntamiento tuvo que racionar el consumo de agua, que por orden y mando del alcalde sólo venía a eso de las 8 de la noche. Entonces sólo llegaba un hilillo de agua, que apenas daba para llenar unas pocas botellas en toda la noche. A mediados de agosto el agua comenzó a expeler un extraño olor a azufre, y tuvieron que venir camiones cisterna para abastecer de agua potable a la población.
Para entonces los plátanos de paseo ya se había desprendido de su hojas. El señor Augusto imaginó que la sabiduría de las plantas presagiaba por fin la llegada del otoño. Los plátanos eran más sabios de lo que presumía aquel anciano, y si dejaban caer sus hojas era porque ya no podían mantenerlas, como quien desteta a sus pequeñas crías porque ya no puede amamantarlas. No obstante, con este fenómeno el señor Augusto albergó cierta ilusión, y se sorprendió a sí mismo cuando se descubrió pensando que quizá un poco de frío no le haría mal.
Y de igual modo transcurrió el otoño, sin pena ni gloria, tal y como habían pasado las estaciones anteriores, sin que se atisbara en el cielo el mínimo rastro de nube alguna. El mercurio seguía cociéndose a fuego lento en el interior de cada termómetro, como si aquellos tubitos graduados fueran minúsculas marmitas en las que el líquido metal borbotease, como lo hace el magma candente de las barras de acero en los altos hornos.
Llegaron los presuntos meses de invierno. De tanto calor, hubo que evacuar hacia latitudes más frescas a los osos polares del zoo, ya que no quedaban más cubitos de hielo con que refrescarlos. También los torpes pingüinos volvieron a su tierra, y sin embargo las jirafas nunca se sintieron tan a gusto, como si estuvieran en su propia casa. El señor Augusto vio la noticia en televisión, y con sus ojos escrutadores contempló cómo encajonaban a aquellos animales para el viaje de retorno. Después apagó el televisor y fue a orinar, antes de acostarse. El reguero de pis le trajo recuerdos de otros ríos más caudalosos, de cuando el agua fluía con soltura por los grifos y cañerías de su casa. Ahora había días en los que nada salía de los grifos sedientos, pues incluso por las noches el Ayuntamiento cortaba el suministro de agua sin previo aviso. Aquella noche al menos pudo remojar su dentadura postiza en un vaso de agua, aunque tuvo que esperar un buen rato hasta que el vaso se llenó. Sumergió su dentadura en el fétido líquido y se acostó.
Ya en la cama, no dejó de pensar en el asunto de los pingüinos, y en el largo viaje que habían emprendido junto a los osos polares. Otra vez el calor pegajoso de la noche no le dejaba dormir. Meditó que la cosa no podía seguir así, y que quizá también él debía emprender el camino de los osos polares. ¿Pero a dónde podría ir él, que ni siquiera había visto nunca el mar? En toda la noche no pudo quitarse de la cabeza aquella idea, la de viajar a latitudes más septentrionales.
A la mañana siguiente, bien temprano, buscó su antigua maleta de cuero. Hacía mucho tiempo que no la utilizaba, tanto que no recordaba de qué color era. Armó un gran revuelo trasteando en el armario, casi tanto como el que liaron las cotorras argentinas cuando llegó la primavera. Buscó y rebuscó en lo más hondo del armario, entre cajas y utensilios inservibles que había abandonado allí hacía montones de años. Cuando encontró la maleta guardó en ella unas cuantas prendas de abrigo, sin olvidarse de su bufanda roja, ni por supuesto de su gorro de piel de conejo. Metió también unos cuantos pares de calcetines gordos de lana, pues creía recordar que no soportaba los pies helados en los meses más fríos. Cuando tomó rumbo al aeropuerto le sobrevino un sentimiento de nostalgia anticipada.
Una vez en el aeropuerto, compró el primer pasaje disponible con rumbo a Helsinky, sin que le preocupase lo más mínimo, pues no era consciente en ese momento, el hecho de que él no hablaba ni una palabra de finlandés. Y sólo cuando se hubo acomodado en su sillón, ya dentro del avión, percibió cuánto habían cambiado las cosas aquel año. Él, que siempre había odiado el invierno, volaba ahora a un país desconocido en busca de un poco de frío. Porque las estaciones ya no eran tal y como él las había conocido, y se habían convertido en un verano eterno e insoportable...
Cómo el mundo, los sucesos y el tiempo nos hace cambiar! Somos realmente lo que somos por nosotros mismos o por el ambiente? Esta claro, que lo que nos hacer ser como somos es lo que nos rodea...
ResponderEliminarSe queda un poco corto el relato. Un poco de filosofía... Le fata final quizá.