Angelitos negros

Antonio Machín tocando sus maracas

No recuerdo de dónde salieron, ni cuándo por primera vez vi aquellos dos pequeños objetos. Los recuerdo desde que era bien pequeño, y siempre tuve la sensación de que llegaron a casa antes de que yo viniera al mundo. Uno era rechoncho y tenía forma de calabaza. El otro se asemejaba bastante a una de esas berenjenas en vinagre, de forma ovalada en un extremo, y con un palo a modo de mango en el otro lado. Los objetos a los que me refiero eran 2 maracas de plástico y lisas, y de un color marrón bastante feo. Ni que decir tiene que yo prefería la maraca con forma de berenjena. Sobre todo por su sonido, más alto y agudo, y porque como tenía el rabito largo se agarraba bastante bien. De hecho, en el reparto que hice con mi hermano, me adjudiqué la que parecía una berenjena. Aunque mi hermano nunca le prestó demasiada atención a ninguna de las dos maracas.

Siempre me pregunté qué contenían aquellas sonajas en sus interior, cuáles eran las partículas que, por fricción sobre el plástico, producían ese ruido de serpiente de cascabel. Puede que fueran pequeños granos de arena, o de arroz. Ese niño, que era yo, sentía una gran tentación por desvelar aquel secreto. Pero al contrario de lo que hubiera hecho mi hermano, siempre dispuesto a practicar el método ciéntífico de desarmar las cosas, yo nunca destripé las dos maracas para ver qué había dentro. La idea sí se me pasó por la cabeza montones de veces, pero ya era consciente, a tan temprana edad, que aquel intento sería el fin de aquellos instrumentos. El empeño sería tan vano como el de ese tipo que mata un canario cantor para ver qué organismo produce su hermoso trino: muerto el canario, se acabó el canto. Quizá entonces comprendí que en la vida no se puede tener todo lo que uno desea. El soniquete divertido que me ofrecían aquellos dos artilugios compensó mi curiosidad por saber...

De alguna forma me incomodaba que las dos maracas fueran tan distintas. Se me antojaba que sus sonidos deberían ser iguales, porque no había forma de seguir un ritmo acompasado. Además, la maraca-berenjena se acomodaba en mi mano como un guante, pero no ocurría otro tanto con la que a su manera imitaba a una calabaza.

Todos los veranos nos íbamos de vacaciones al pueblo de mi madre, Sorihuela del Guadalimar, en la provincia de Jaén. Olivos, mucha calor, y olivos y más olivos. No sé ni cómo ni por qué, pero las dos maracas aparecieron entre los juguetes que habíamos llevado con nosotros al pueblo. Imagino que mi madre, harta de tanta sonaja desacompasada, decidió un día desterrarlas allí. La pobre no imaginaba las tardes de siesta que le esperaban con aquella decisión tan desafortunada para ella. Por el contrario, para mí fue una grata sorpresa encontrar las maracas entre la pila de juguetes.

A los adultos les encanta la siesta. Pero para un niño, resulta uno de los momentos más tediosos del día. En cantidad de ocasiones, los niños y los adultos tienen intereses encontrados. Cuando mi madre quería dormir, mis hermanos y yo sólo pensábamos en jugar. Esperábamos a que mi madre quedase vencida por el sopor estival. Entonces nos escabullíamos del dormitorio, para acudir sigilosos al salón en que teníamos los juguetes. Como jugábamos en silencio, mi madre, o no nos descubría o nos dejaba hacer. A veces reñíamos y mi madre acudía enojada blandiendo en la mano una zapatilla. Nos amenazaba con darnos una ciribicundia, que era uno de los castigos mitológicos de mi madre, y no teníamos más remedio que volver al dormitorio con las orejas gachas. Cuando se quedaba tranquila, vuelta a empezar: encendíamos la tele y la veíamos con el volumen muy bajito para no despertarla.

Por entonces, mucho antes de la llegada de las telenovelas, después de comer, la televisión sólo daba programas soporíferos. Al menos desde el punto de vista de un niño. En aquellas sobremesas de siesta, sesudos tertulianos de izquierda debatían sobre el sexo de los ángeles, o hacían interpretaciones más o menos peregrinas sobre cualquier asunto de arte. Mis hermanos caían pronto vencidos por el sueño, pero yo atendía impertérrito a aquellos debates de tan honda intelectualidad. Por la tade, en la plaza del pueblo, le espetaba a los otros chiquillos asuntos tales como que la otredad era el viaje ficticio con el que se consolaban los que no podían ser lo que soñaban. Ahora tengo la certeza de que no me entendían, y sospecho que por eso siempre me rebatían con el argumento de que los madrileños éramos muy "fisnos". "Fisnos" lo decían con una i "larguíiiiiisima". Era su forma de imitarme. En su misma retahíla, aquellos chavalillos andaluces pronunciaban muy silvantes las eses de "fisnos", con similar esfuerzo al de un trapecista que de un salto mortal busca el más difícil todavía...

Una tarde extraordinaria los tertulianos se pusieron melosos, y debatieron sobre el bolero, la guaracha y otros sones cubanos. El moderador dijo: "veamos unas imágenes de archivo". Y como resucitado, ahí apareció el auténtico Antonio Machín, la gran estrella musical de la época juvenil de mis padres. Cantó "Angelitos negros". En cada mano llevaba una maraca, que meneaba como si no les prestase la más mínima atención, pero con un ritmo cadencioso y seguro de sí mismo. Desde ese momento quise ser maraquero, y sentí con absoluta clarividencia que mi otredad tenía algo que ver con uno de aquellos angelitos negros de Machín. Y eso a pesar de que mi tez es pálida como la leche...

Mientras tanto, los eruditos de la televisión comentaron que aquellos sones estaban más que superados gracias al Che y a la revolución cubana. Yo discrepé de aquella opinión y literalmente pensé: "helmano, ¿tú sabes?, que rico el ritmo éste". Apagué el televisor y fui a buscar las dos maracas, y me puse a imitar la cadencia monótona de las maracas de Machín. Pero aquello era más difícil de lo que yo imaginaba...

A cada rato ensayaba, pero no lograba seguir el compás. Perdía el ritmo, y yo lo achacaba a que las dos maracas eran diferentes, la berenjena y la calabaza. Las dos de Antonio Machín tenían forma de berenjena...

Un día, como si de un pequeño milagro sin importancia se tratase, encontré en la casa otra maraca con forma de berenjena. Debía de ser de mis primos, y era idéntica a la otra que yo tenía, salvo en el color, de un rojo pálido casi rosa, y con el mango negro. Tras aquella aparición no albergué ninguna duda: Dios había dispuesto que yo fuera maraquero. Y empecé a agitar las dos maracas-berejena con renovado empeño. Aunque seguía perdiendo el compás, seguí ensayando con tesón tarde tras tarde,  siesta tras siesta...

Mi madre debió estar en total desacuerdo con aquellos designios divinos, sobre todo cuando vislumbró a su hijo convertido en un maraquero sin ritmo ni compás. Y mira que intenté seducirla con aquello de "madrecita del alma querida, en mi pecho yo llevo una flor". Una tarde sin siesta fui en busca de mis dos maracas. La tarde anterior las había dejado, junto con otros juguetes, en un tambor de detergente. Pero el bote no se encontraba donde debía estar. Le pregunté a mi madre, y me dijo que le había regalado el tambor con todos los juguetes a unos niños pobres del pueblo.

Me sentí desolado. Uno no puede oponerse a unos hechos que se hacen en favor de los niños pobres. Se podría cuestionar el bombardeo de Berlín o de Nueva York, pero si es en pro del bien de los niños pobres no hay nada que discutir. Me resultaba indiferente que mi madre hubiera regalado mis juguetes, pero no entendía por qué les había entregado mis maracas a aquellos niños.

Al final perdí el interés por el canto y el ritmo, todo un futuro prometedor echado a perder. Siempre ando desacompasado, e imagino que por eso siempre evito el baile en las bodas y en otros eventos. Ahora ni tan siquiera sé por dónde anda mi otredad. En las tardes de calor me gusta dormir la siesta, y en numerosas ocasiones una pesada digestión no me deja descansar. Entonces sueño con aquellos niños pobres del pueblo de mi madre. Van desarrapados y tienen la cara tan sucia, que apenas se les distingue más que los dientes de su sonrisa socarrona. Con una destreza envidiable tocan mis maracas, mientras me cantan los angelitos negros de Antonio Machín...

Comentarios

  1. Cada vez disfruto mas leyéndote. Pero he de reconocer que con este relato he disfrutado como enana... Quizás porque me has recordado a mis cálidos veranos... A aquellos veranos infantiles en los que mis hermanos y yo poníamos a prueba la santa paciencia de mi santa madre preguntando una y mil veces si ya habíamos hecho la digestión para apropiarnos de la piscina! Y ella nos decía que no con una sonrisa que hacía su negación irrebatible... Ya ves. Nuestro 'ruido' no era de maracas pero también era ruido al parecer! Espero que sigas escribiendo Miguel. Abrazakos.

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  2. Gracias Celia, todas las madres son iguales, todos los niños somos y son iguales, y si algún día somos madres seremos iguales. Dos iguales, je, je...

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  3. Enhorabuena. Tu relato biografico me ha llevado al pasado a mi tambien. Los niños de ahora sin embargo en los ratos de siesta no meteran ruido: estaran con las videoconsolas o los ordenadores... Que no desaparezcan nunca los juguetes sencillos y, que los niños jueguen y sueñen con ellos.

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  4. Gracias Raúl. Es medio biográfico, mitad verdad y mitad inventado. Como que Pablo y Ana nos os dan la siesta alguna vez. Y las que os esperan,je,je...

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