Perpetuum mobile

Hombre caminando en una rueda de ratón

Anselmo iba de un lado para otro como una pelota de pimpón, sin recorrer ningún camino en concreto pero siempre rebotando entre lugares parecidos. Aquella tarde le pareció reconocer en los gorriones del parque, las mismas alas y los mismos colores moteados en los plumajes. Las ancianas que alimentaban las palomas también le parecieron eternas, como si hubiesen estado allí, en la misma baldosa del parque, a la misma hora, todos los días de sus tardes de otoño. Y los mismos niños jugaban a idénticos juegos, día tras día, año tras año, y parecía que nunca crecían. Con el mismo balón jugaban al fútbol, y lo estrellaban, una y otra vez, en similar portería dibujada en la pared con una tiza que nunca se gastaba, mientras las niñas saltaban a la comba entonando sus monótonas canciones de vaivén.

Y no era que el tiempo se hubiera detenido, pues las agujas del reloj de la torre giraban como perpetuum mobile, las horas despaciosas, avanzando inapreciables, y los minutos a pequeños y bruscos saltitos de gorrión. No era eso, no; el tiempo sí avanzaba. Más era que el mundo fluía en torno a un bucle sin fin, siempre lo mismo, en una y otra dirección o sentido, repetidamente, ida y vuelta, vuelta e ida, y otra vez siempre lo mismo, y vuelta a empezar...

Pudiera ser, que a las sucias palomas aquel asunto del continuo movimiento circular les trajese sin cuidado, siempre tan glotonas, tan felices con las migas de pan de aquellas viejitas tan atentas y simpáticas. Pero Anselmo sintió una gran angustia al darse cuenta de que su vida giraba y giraba en torno al mismo punto, los mismos asuntos con idénticos argumentos. Y se imaginó a sí mismo como a un ratón domesticado, corriendo y corriendo en la rueda de su minúscula jaula de alambre. Ese pequeño ratón que camina en la rueda por entretenerse en algo, y que luego roe unas pipas de girasol, se rasca una oreja, mueve su nariz menuda nervioso, y torna a la rueda de nuevo con un trajín aún más nervioso, hasta que de una voltereta sale despedido para reflexionar un instante y luego otra vez a las pipas y luego a rascarse la oreja y después el hocico y de nuevo a la rueda, y vuelta y vuelta y vuelta a empezar...

Anselmo comenzó a agobiarse aún más, y sintió como una presión en el pecho que no lo dejaba respirar. La sensación de ahogo fue aún mayor cuando caviló que nadie a su alrededor parecía preocupado por vivir en ese estado de eterna repetición. Le entró una fuerte necesidad de huida, de escapar a cualquier parte con tal de evadirse del bucle sin fin que era su vida. Y en ese preciso momento, vio con certeza que estaba sintiendo la misma angustia que le venía todas las tardes, cuando salía a pasear al parque, siempre a la misma hora. Se preguntó que por qué siempre le gustaba sentarse en el mismo banco, bajo el único magnolio de aquel jardín urbano. Y cayó en la cuenta de que ésa era la misma pregunta que terminaba haciéndose todas la tardes, que por qué siempre en el mismo banco y las mismas conjeturas que parecían robarle el aire...

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