La vida inventada del maestro malabarista
Pompompompóm:
—Atención, presten atención: el maestro Rudolf está afónico, pero eso para nuestro profesor es más un reto que un inconveniente. Como es un gran mimo, explicará la clase con muecas esforzadas.
Así empezó Rudolf, aquella tarde, la clase de diseño web.
—Rudolf, perdona: hoy no vas a tener Internet. Ahora no podrás decir que funciona mal.
Y el maestro malabarista montó un servidor virtual en la imaginación de los alumnos.
Otro día, nada más llegar las primeras nieves, saltaron los plomos y se fue la luz:
—Rudolf, Rudolf: si enciendes la calefacción, os quedaréis a oscuras.
Todos los alumnos corrieron a ponerse el abrigo. El ronroneo de las CPUs era un indicio de que, pese a la bajas temperaturas, aún seguían vivas. De los ventiladores de la placa madre emanaba un aliento ligeramente cálido, que algo aliviaba y desentumecía los huesos de los esforzados alumnos.
Cuando llegaron los primeros calores del verano, pensaron todos que por fin podrían liberarse del peso de sus abrigos:
—Rudolf, Rudolf: os hemos instalado un potente aire acondicionado para que estéis bien fresquitos. Por más que tiritéis no podréis apagarlo, pues lo gobierna un mando central desde alguna parte del planeta. El desencanto que vais a sufrir es consecuencia de la globalización: para que otros no sientan calor, vosotros deberéis pasar un frío polar. Pero como sois pocos os toca sacrificaros, en pro del bien común.
Rudolf, el malabarista, sintió dar otra vuelta de tuerca a su apretada bufanda. Ya nunca nadie en la clase abandonó su forro polar.
—Perdonad que entren estos señores en el aula: son los fontaneros, y tienen que perforar el suelo y parte de la pared. Están buscando las tuberías, cuyos planos nadie sabe dónde andan. Pero vosotros seguid trabajando como si tal cosa; haced como si no estuvieran.
El martilleo sobre los radiadores devolvía al aula un eco de submarino. Entonces, el concienzudo maestro se sacó un ejercicio largo de la chistera, y pidió a sus alumnos que trabajaran en silencio.
A pesar de todos los imprevistos —así es el mundo del espectáculo—, el habilidoso maestro, poco a poco, conseguía transmitir a sus alumnos los complicados conocimientos.
—Atención, presten atención: el maestro Rudolf está afónico, pero eso para nuestro profesor es más un reto que un inconveniente. Como es un gran mimo, explicará la clase con muecas esforzadas.
Así empezó Rudolf, aquella tarde, la clase de diseño web.
—Rudolf, perdona: hoy no vas a tener Internet. Ahora no podrás decir que funciona mal.
Y el maestro malabarista montó un servidor virtual en la imaginación de los alumnos.
Otro día, nada más llegar las primeras nieves, saltaron los plomos y se fue la luz:
—Rudolf, Rudolf: si enciendes la calefacción, os quedaréis a oscuras.
Todos los alumnos corrieron a ponerse el abrigo. El ronroneo de las CPUs era un indicio de que, pese a la bajas temperaturas, aún seguían vivas. De los ventiladores de la placa madre emanaba un aliento ligeramente cálido, que algo aliviaba y desentumecía los huesos de los esforzados alumnos.
Cuando llegaron los primeros calores del verano, pensaron todos que por fin podrían liberarse del peso de sus abrigos:
—Rudolf, Rudolf: os hemos instalado un potente aire acondicionado para que estéis bien fresquitos. Por más que tiritéis no podréis apagarlo, pues lo gobierna un mando central desde alguna parte del planeta. El desencanto que vais a sufrir es consecuencia de la globalización: para que otros no sientan calor, vosotros deberéis pasar un frío polar. Pero como sois pocos os toca sacrificaros, en pro del bien común.
Rudolf, el malabarista, sintió dar otra vuelta de tuerca a su apretada bufanda. Ya nunca nadie en la clase abandonó su forro polar.
—Perdonad que entren estos señores en el aula: son los fontaneros, y tienen que perforar el suelo y parte de la pared. Están buscando las tuberías, cuyos planos nadie sabe dónde andan. Pero vosotros seguid trabajando como si tal cosa; haced como si no estuvieran.
El martilleo sobre los radiadores devolvía al aula un eco de submarino. Entonces, el concienzudo maestro se sacó un ejercicio largo de la chistera, y pidió a sus alumnos que trabajaran en silencio.
A pesar de todos los imprevistos —así es el mundo del espectáculo—, el habilidoso maestro, poco a poco, conseguía transmitir a sus alumnos los complicados conocimientos.
Un día vino Chang.
—Maestro malabarista, aquí te traemos a Chang, que llegó ayer tarde desde China. Ya supondrás que no habla español. Pero lo importante es que le gusta mucho el Real Madrid.
—¿Leal Madlil?: Messi, Piqué, Lonaldo.
Desde aquel día Google Translator fue el mejor aliado del maestro malabarista. Por fortuna Chang era muy trabajador, y pronto se puso a la par de sus compañeros.
—Rudolf: este mes no vamos a poder pagarte el sueldo.
El maestro malabarista se sacó una de sus destartaladas botas y la pasó, a modo de cepillo, entre sus alumnos. Algunas de la moneditas que le dieron se perdían por los agujeros de la suela. Con las monedas que encontró después de la colecta se compró un dónut y un café con leche en la cafetería de enfrente. A fin de mes no pudo hacer frente al pago de la renta. El casero le echó de casa, así que decidió trasladarse al aula con todos sus enseres, que por otra parte eran escasos.
—Maestro Rudolf: que nos tenemos que llevar tu ordenador. De todas formas, como nos dijiste que estaba a punto de caducarte la licencia del software, pensamos que no te importaría...
El malabarista cogió una tiza y dibujó una pantalla en la pizarra. Cuando la tiza expiró entre sus dedos escribió en la pizarra arañando con las uñas. Cuando se quedó sin uñas dibujó los gráficos en el aire, muy rápido. Sus habilidosos dedos dejaban una estela precisa, un esbozo fugaz que podían percibir los alumnos en el espacio.
Sabía Rudolf, el maestro malabarista, que en el aula lo más importante es el espectáculo, y que pese a todos los imprevistos, siempre debe continuar...
—Maestro malabarista, aquí te traemos a Chang, que llegó ayer tarde desde China. Ya supondrás que no habla español. Pero lo importante es que le gusta mucho el Real Madrid.
—¿Leal Madlil?: Messi, Piqué, Lonaldo.
Desde aquel día Google Translator fue el mejor aliado del maestro malabarista. Por fortuna Chang era muy trabajador, y pronto se puso a la par de sus compañeros.
—Rudolf: este mes no vamos a poder pagarte el sueldo.
El maestro malabarista se sacó una de sus destartaladas botas y la pasó, a modo de cepillo, entre sus alumnos. Algunas de la moneditas que le dieron se perdían por los agujeros de la suela. Con las monedas que encontró después de la colecta se compró un dónut y un café con leche en la cafetería de enfrente. A fin de mes no pudo hacer frente al pago de la renta. El casero le echó de casa, así que decidió trasladarse al aula con todos sus enseres, que por otra parte eran escasos.
—Maestro Rudolf: que nos tenemos que llevar tu ordenador. De todas formas, como nos dijiste que estaba a punto de caducarte la licencia del software, pensamos que no te importaría...
El malabarista cogió una tiza y dibujó una pantalla en la pizarra. Cuando la tiza expiró entre sus dedos escribió en la pizarra arañando con las uñas. Cuando se quedó sin uñas dibujó los gráficos en el aire, muy rápido. Sus habilidosos dedos dejaban una estela precisa, un esbozo fugaz que podían percibir los alumnos en el espacio.
Sabía Rudolf, el maestro malabarista, que en el aula lo más importante es el espectáculo, y que pese a todos los imprevistos, siempre debe continuar...
Yo he trabajado para lo público y lo privado, sobre todo impartiendo cursos del paro. En todas partes he tenido apoyos y todo lo contrario. Igual que unos pocos alumnos me han consumido, aunque la gran mayoría me han insuflado aire. Lo que sí, siempre tuve la sensación de estar en medio de una pista de circo, en la que el payaso era yo. Los cursos del paro, en mi opinión, tienen mucho de mero entretenimiento para parados. Aunque he tenido alumnos que gracias a su esfuerzo y a lo que aprendieron en el curso consiguieron un trabajo. Otros, por su falta de implicación, lastraban el ritmo de la clase, y con ello la posibilidad de integración laboral de sus compañeros. Eso me quemaba sobremanera, y me convertía en un animal hostil.
ResponderEliminarTodos los docentes somos un poco como Rudolf, sí. No pediría yo que nos dure; sólo sé que más vale que el espectáculo continúe...
Un abrazo, Loles.