Liberales
La pesada lluvia, que no cesaba desde bien temprano, hacía más molesto el camino. Roque sintió hambre, pues eran ya cerca de las 4 de la tarde, y no había probado más bocado que una barrita energética desde la mañana. El mapa era confuso, y no se divisisaba ningún poblado cerca: con la lluvia cerrada era difícil ver a lo lejos. Para no perderse, Roque venía siguiendo el curso de un riachuelo que según el mapa pasaba por un poblado. Pensó que si ascendía un poco, quizá desde lo alto del cerro cercano se pudiese ver algo. Pero en ese momento el aguacero arreció con fuerza, así que no le atrajo la idea.
El pequeño riachuelo rugía cada vez con más fuerza. A su vereda, Roque descubrió lo que parecían ser las ruinas de un pequeño templo y se sintió afortunado. Se acercó, y aunque el lugar estaba lleno de humedad, al menos en un pequeño rincón quedaba algo de techo en el que guarecerse del ímpetu del agua.
Llovía como nunca había visto desde que llegó al planeta de sus padres. Sacó de su mochila la cocina portátil y un pequeño cazo. Por los agujeros de aquel momentáneo refugio caían a borbotones numerosos chorros de agua. Por un instante le recordaron a su infancia, cuando con sus amigos jugaban a salpicarse con el agua que se fugaba de las cañerías viejas. Se acercó a uno de los chorros y llenó el cazo: el agua era limpia y fresca. Encendió el fuego y puso a calentar el agua. Cuando ésta entró en ebullición echó una pastilla de alimento concentrado.
En la mano de Roque, la cuchara daba vueltas en el cazo. En su giro producía un remolino hipnótico de grumitos de alimentos indeterminados. Roque seguía los pequeños grumos con esa mirada perdida que siempre terminaba en sus propios pensamientos.
Cuando el preparado alimenticio estuvo listo Roque apagó el fuego. Acercó las manos entumecidas por el frío, y sintió un gran alivio. Dio un sorbito, el caldo quemaba, pero sintió cierto alivio. Apensas hubo dado un segundo sorbito cuando escuchó como un rugido que venía del riachuelo que estaba a tan solo unos pasos de donde se encontraba. Echó una mirada al riachuelo por entre los muros del refugio, y vio con horror que más arriba el cauce venía desbordado, arrasando con lo que encontraba a su paso. Tiró el cazo con el caldo caliente, cogió la mochila, y corrió todo lo que pudo hasta un punto más alto...
El torrente de agua, piedras y lodo le alcanzó, pero se agarró a un árbol con todas sus fuerzas, y peleó por alcanzar el borde indemne junto a la riada. Se arrepentía de haber cogido la mochila, pues ahora era un peso muerto colgado a su espalda. Estaba metido en el fango hasta un poco más abajo de la cintura. Sentía que el árbol era su salvavidas y no se atrevía a soltarlo. Pero si no se soltaba no podría alcanzar la orilla, que apenas estaba a unos centímetros de él. En un instante sopesó los riesgos y se dio un impulso hacia la orilla salvadora. Respirió aliviado.
Tuvo que caminar empapado y sucio bajo la misma lluvia impetuosa, que no cesaba. Maldijo a su suerte, porque había perdido su cocina portátil, el cazo, y la posibilidad de tomar algo caliente. Le daba tanta rabia que por momentos no era consciente de haberse salvado por los pelos.
Por fin divisó un poblado, pero su ubicación no coincidía con las indicaciones del mapa, sino que estaba mucho más alejado de la orilla del río. Cuando entró en la primera cantina que encontró se sentía exahusto pero por fin aliviado.
- Hola buenas -saludó al camarero- ¿sabe de algún lugar en que poder dormir esta noche?
Ni el camarero ni los cuantro gatos que jugaban a las cartas en torno a una mesa parecieron asombrarse demasiado por su aspecto ni por su presencia.
- Dos casas más arriba le pueden alquilar una habitación; pregunte por la señora Candy -le recomendó el cantinero- ¿Qué, le sorprendió la riada? No es la primera vez que a alguno se lo lleva el río cuando llueve con fuerza.
A Roque le sorprendieron aún más las palabras del camarero.
- Estoy vivo de puro milagro -respondió Roque- ¿Y dice que no soy el único al que le ha ocurrido algo así?
- ¿Qué va a tomar? - preguntó el camarero-
- Algo caliente, por favor... una sopa, leche, una infusión... lo que sea, pero caliente.
- Le pondré un tazón de leche caliente
El cantinero entró un instante en la cocina a calentar la leche, y enseguida regresó.
- Pues sí - dijo el camarero-, no es usted el primero ni seguro el último al que las aguas arrastran. Ese río es chiquito, pero como baja empinado, es bien traicionero.
- ¿Y no encuentran ninguna forma de regular su cauce? -cuestionó Roque-
Los cuatro que jugaban en torno a la mesa giraron la cabeza y miraron un instante a Roque.
- ¿Regular? -dijo frunciendo el ceño el cantinero- Mire, en este lugar nos decimos liberales, y pensamos que las aguas deben de seguir su propio cauce. Que crecen: ya bajarán.
- Pero quizá con una pequeña presa -replicó Roque-, qué sé yo, quizá así podrían salvar vidas.
El cantinero puso cara de desencanto y acudió a la cocina. Los cuatro que jugaban a la mesa parecían cada vez más atentos a la conversación ajena entre Roque y el cantinero. Roque se descubrió observado y les saludó con un gesto. El cantinero regresó con la leche caliente.
- Por fin, qué calentita -dijo Roque, poniendo aliviado las manos en el tazón de leche-
-Mire usted -continuó el camarero-, antes de la gran guerra dicen que había una presa. Una bomba la reventó, y el pueblo, que entonces estaba junto al río, quedó sepultado bajo la torrentera de piedras y fango. No se puede contener la fuerza de la naturaleza...
Roque no sentía fuerzas para replicar al cantinero tozudo que sentía la batalla perdida ante los designios de la naturaleza. Se terminó el tazón de leche, pagó, y fue en busca de la señora Candy. Le esperaba una ducha caliente, una habitación limpia, y un sueño reparador en una cama blanda. Antes pudo lavar y poner a secar su ropa junto a una estufa.
La mañana siguiente amaneció con el cielo despejado y un expléndido sol. Roque pagó por la habitación a la señora Candy y continuó su camino.
El pequeño riachuelo rugía cada vez con más fuerza. A su vereda, Roque descubrió lo que parecían ser las ruinas de un pequeño templo y se sintió afortunado. Se acercó, y aunque el lugar estaba lleno de humedad, al menos en un pequeño rincón quedaba algo de techo en el que guarecerse del ímpetu del agua.
Llovía como nunca había visto desde que llegó al planeta de sus padres. Sacó de su mochila la cocina portátil y un pequeño cazo. Por los agujeros de aquel momentáneo refugio caían a borbotones numerosos chorros de agua. Por un instante le recordaron a su infancia, cuando con sus amigos jugaban a salpicarse con el agua que se fugaba de las cañerías viejas. Se acercó a uno de los chorros y llenó el cazo: el agua era limpia y fresca. Encendió el fuego y puso a calentar el agua. Cuando ésta entró en ebullición echó una pastilla de alimento concentrado.
En la mano de Roque, la cuchara daba vueltas en el cazo. En su giro producía un remolino hipnótico de grumitos de alimentos indeterminados. Roque seguía los pequeños grumos con esa mirada perdida que siempre terminaba en sus propios pensamientos.
Cuando el preparado alimenticio estuvo listo Roque apagó el fuego. Acercó las manos entumecidas por el frío, y sintió un gran alivio. Dio un sorbito, el caldo quemaba, pero sintió cierto alivio. Apensas hubo dado un segundo sorbito cuando escuchó como un rugido que venía del riachuelo que estaba a tan solo unos pasos de donde se encontraba. Echó una mirada al riachuelo por entre los muros del refugio, y vio con horror que más arriba el cauce venía desbordado, arrasando con lo que encontraba a su paso. Tiró el cazo con el caldo caliente, cogió la mochila, y corrió todo lo que pudo hasta un punto más alto...
El torrente de agua, piedras y lodo le alcanzó, pero se agarró a un árbol con todas sus fuerzas, y peleó por alcanzar el borde indemne junto a la riada. Se arrepentía de haber cogido la mochila, pues ahora era un peso muerto colgado a su espalda. Estaba metido en el fango hasta un poco más abajo de la cintura. Sentía que el árbol era su salvavidas y no se atrevía a soltarlo. Pero si no se soltaba no podría alcanzar la orilla, que apenas estaba a unos centímetros de él. En un instante sopesó los riesgos y se dio un impulso hacia la orilla salvadora. Respirió aliviado.
Tuvo que caminar empapado y sucio bajo la misma lluvia impetuosa, que no cesaba. Maldijo a su suerte, porque había perdido su cocina portátil, el cazo, y la posibilidad de tomar algo caliente. Le daba tanta rabia que por momentos no era consciente de haberse salvado por los pelos.
Por fin divisó un poblado, pero su ubicación no coincidía con las indicaciones del mapa, sino que estaba mucho más alejado de la orilla del río. Cuando entró en la primera cantina que encontró se sentía exahusto pero por fin aliviado.
- Hola buenas -saludó al camarero- ¿sabe de algún lugar en que poder dormir esta noche?
Ni el camarero ni los cuantro gatos que jugaban a las cartas en torno a una mesa parecieron asombrarse demasiado por su aspecto ni por su presencia.
- Dos casas más arriba le pueden alquilar una habitación; pregunte por la señora Candy -le recomendó el cantinero- ¿Qué, le sorprendió la riada? No es la primera vez que a alguno se lo lleva el río cuando llueve con fuerza.
A Roque le sorprendieron aún más las palabras del camarero.
- Estoy vivo de puro milagro -respondió Roque- ¿Y dice que no soy el único al que le ha ocurrido algo así?
- ¿Qué va a tomar? - preguntó el camarero-
- Algo caliente, por favor... una sopa, leche, una infusión... lo que sea, pero caliente.
- Le pondré un tazón de leche caliente
El cantinero entró un instante en la cocina a calentar la leche, y enseguida regresó.
- Pues sí - dijo el camarero-, no es usted el primero ni seguro el último al que las aguas arrastran. Ese río es chiquito, pero como baja empinado, es bien traicionero.
- ¿Y no encuentran ninguna forma de regular su cauce? -cuestionó Roque-
Los cuatro que jugaban en torno a la mesa giraron la cabeza y miraron un instante a Roque.
- ¿Regular? -dijo frunciendo el ceño el cantinero- Mire, en este lugar nos decimos liberales, y pensamos que las aguas deben de seguir su propio cauce. Que crecen: ya bajarán.
- Pero quizá con una pequeña presa -replicó Roque-, qué sé yo, quizá así podrían salvar vidas.
El cantinero puso cara de desencanto y acudió a la cocina. Los cuatro que jugaban a la mesa parecían cada vez más atentos a la conversación ajena entre Roque y el cantinero. Roque se descubrió observado y les saludó con un gesto. El cantinero regresó con la leche caliente.
- Por fin, qué calentita -dijo Roque, poniendo aliviado las manos en el tazón de leche-
-Mire usted -continuó el camarero-, antes de la gran guerra dicen que había una presa. Una bomba la reventó, y el pueblo, que entonces estaba junto al río, quedó sepultado bajo la torrentera de piedras y fango. No se puede contener la fuerza de la naturaleza...
Roque no sentía fuerzas para replicar al cantinero tozudo que sentía la batalla perdida ante los designios de la naturaleza. Se terminó el tazón de leche, pagó, y fue en busca de la señora Candy. Le esperaba una ducha caliente, una habitación limpia, y un sueño reparador en una cama blanda. Antes pudo lavar y poner a secar su ropa junto a una estufa.
La mañana siguiente amaneció con el cielo despejado y un expléndido sol. Roque pagó por la habitación a la señora Candy y continuó su camino.
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