El funcionario

El grito, de Edvard Munch
El grito, de Edvard Munch
Era menudo y minúsculo, como una cagada de mosca. Había tirado los años más preciosos de su vida, casi toda la juventud, preparando una oposición de administrativo en un cuerpo cualquiera del Estado. El titánico esfuerzo le había arrugado el físico por fuera y el alma por dentro, dejado como una pasa sin dulce. Pero a fin de cuentas había logrado su objetivo: una paga de por vida. Lo que no imaginó en un principio fue que el sueldo sería a cambio de una cadena perpetua en un trabajo gris, absurdo y aburrido.

Quizá la dura oposición era en realidad una selección en busca de la raza de seres que pudieran aguantar la mediocridad laboral venidera. Estudiar de memoria artículos de la Constitución, códigos postales y procedimientos administrativos imprime carácter. Y después de tanta criba él fue uno de “los elegidos”.
 
Si los 6 años de dura oposición le exprimieron como a una pasa, los 21 que ya llevaba de oficio monótono le habían convertido en un amargado. En el trabajo, a lo largo de la mañana no hacía más que mirar el reloj; las horas se le hacían eternas, entre tanto papel y formulario. Cuando se aproximaba la hora de salir se volvía nervioso, casi gemía de ansiedad en un comportamiento adquirido, como el de un perro insalivando a la hora en que espera la comida del amo. Con la llegada del horario de verano trabajaba una hora menos; entonces salía disparado por la puerta, compitiendo en una frenética carrera con sus compañeros de infortunio.
 
En el centro de trabajo no tenía amigos: unos eran sus aliados, y otros sus enemigos. Todos se movían por puro interés, siendo el de cada cual el trabajar lo menos posible, y medrar en una jerarquía que te proporcionaba poco sueldo, sí, pero muchas posibilidades de convertirte en un auténtico parásito.
 
Cuanto menos conseguía trabajar, más tiempo tenía para pensar en lo mierda que era su vida. El sentimiento crónico de amargura le producía unos terribles ardores de estómago, que le conducían a pedirse una baja laboral. Conseguía alargarla hasta una semana o dos; con la vuelta al trabajo el ciclo sin fin comenzaba de nuevo: trabajo, amargura, úlcera, casa, trabajo…
 
El único momento de satisfacción que le proporcionaba el trabajo era cuando llegaban los becarios. Deseaba entonces que le adjudicasen al mando de una de esas jóvenes estudiantes de tetas prominentes. Le regocijaba explicarles el funcionamiento del fax mientras, por detrás, casi las rozaba con su pene mustio. Se ponía tierno susurrándoles al oído, con su halitosis, el número secreto de la fotocopiadora. Aquellas chiquillas le hacían sentirse importante, sobre todo cuando les regalaba bolígrafos y tacos de folios que cogía sin permiso del almacén.
 
Pero algunos años caía en desgracia, si le asignaban becarios varones. Los primeros días les enseñaba con desgana las tareas; cuando los muchachos habían aprendido el trabajo se perdía sin que nadie supiera a dónde había ido. Más tarde regresaba sin dar explicaciones, para jugar con los chavales como un gato con su ratón: les pedía cuentas sobre la tarea encomendada, y les demostraba lo inútiles que eran. Al día siguiente los muchachos se esforzaban de nuevo, en un inútil intento por agradar que jamás obtenía recompensa…
 
El único momento aceptable de su vida era cuando bajaba a desayunar: siempre pedía café con porras. Le gustaba mojar la porra caliente en el café y morderla con rabia, desahogando su ira, sorbiendo el jugo de la leche, siempre templada. Saltándose todas las normas, se fumaba un cigarrillo a bocanadas grandes con alguno de sus compañeros de infortunio, mientras se quejaba amargamente del exceso de trabajo.
 
Por eso fue trágica la mañana en que el gerente decidió, sin consultarle y sin motivo aparente, retrasarle una hora el turno de desayuno. Cuando bajó a la cafetería las porras se habían acabado. Debido al shock se tomó 3 días libres de asuntos propios. Pensó que en esas condiciones tan lamentables no podría resistir ni un día más. No le quedó más remedio que aprender a vivir así una mañana tras otra, un desayuno tras otro, siempre sin porras y sin compañeros que le aguantasen la quejosa conversación. Hasta el día en que por fin le llegó la jubilación, a la edad de 65 años…

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