Cada mañana al empezar el día y al regresar por la noche

A veces era tan cándido que llegaba a pensar que su época era la única en la que los inútiles vivían a costa de los sabios. Le parecía casi un imposible que la sociedad viviera en el alambre, y en realidad las cosas siempre han sucedido de tal manera sin que el mundo se haya detenido por ello.

Cada mañana, al despertarse, alargaba las horas bajo las sábanas por el pavor que sentía a enfrentarse al día. Después de lavarse la cara repasaba mentalmente los quehaceres y propósitos que nunca cumpliría. Y al finalizar la jornada alargaba las horas como fuera, porque sentía que se le escapaban los segundos de una vida desaprovechada.

Desde su cómoda ventana le gustaba observar el mundo, mirar sin ser visto. Reflexionaba sobre los absurdos comportamientos del ser humano y eso le ayudaba a olvidarse de sí mismo. Hacía tiempo que prefería no mirarse en el espejo, y cuando lo hacía sentía como un ahogo dentro.

En el trabajo ya no le molestaba ni el monótono desaliento de la rutina. Más bien le desesperaban las tiranías mezquinas de la raza humana, es decir, de sus jefes y clientes. La tarea en sí misma se le hacía cada vez más indiferente, pero no podía soportar a la gente que le rodeaba.

Un día de hartazgo cogió un tren a ninguna parte y soñó como en el pasado, cuando era joven. Ni siquiera llevó una pequeña maleta, pero supo que nunca regresaría…

Comentarios

Entradas populares