No hay manera de llegar hoy a Lille

Llegué corriendo a la estación de tren de París. Iba muy apurado de tiempo, y mi tren estaba a punto de partir. Corrí por pasillos interminables, sorteando a todo tipo de gente que caminaba en dirección contraria a la que yo llevaba. Por fin llegué al andén cuando el tren casi estaba cerrando sus puertas. Al interior se accedía por una mampara de cristal, cuyas puertas sólo se abrían cuando el tren estaba en el andén. Con un último acelerón pasé al interior del vagón. Dejé en el suelo mi equipaje, y ya sentado, jadeando, respiré hondo para tomar un poco de aire. Apenas había recobrado un poco de aliento cuando me di cuenta de que me había metido en un convoy equivocado. El tren, que había cerrado ya sus puertas y se disponía a partir, parecía ser de cercanías, y yo iba bien lejos, hasta Lille. En el andén vi al jefé de estación, y desde dentro hice un intento de que parasen el tren, golpeando los cristales de la puerta para llamar su atención. Tuve suerte y me vio, y me abrieron las puertas.

Azorado, le expliqué al jefe de estación mi equivocación. Éste me indicó que el convoy que debía tomar estaba apunto de partir. No había tiempo de correr por los pasillos de vuelta camino a las taquillas. El jefe de estación me enseñó unos billetes provisionales de color amarillo, con los que se podía subir al tren que iba a Lille, que estaba justito en el andén de al lado. Una vez dentro del tren, debía canjear uno de estos billetes por otros válidos. El único inconveniente es que estos billetes valían el triple, 300 euros en lugar de 100. Me pareció mucho dinero, y nada más ver mi cara de preocupación, el jefe de estación me propuso una solución alternativa.

Me comentó que allí había un señor que iba también a Lille, pero en autobús. El señor era miembro de una peña de un club de fútbol, y precisamente hoy su equipo disputaba un partido en Lille. Me dirigí al señor en castellano, y pareció entenderme. Me enseñó uno de los billetes, el último que le quedaba en una especie de chequera. Me infundió cierta desconfianza comprarle esa especie de billete a un señor que no conocía de nada. Así que simplemente le acompañé, para ver si era verdad que había un autobús que partía hacia Lille.

No recuerdo cuánto caminamos ni por dónde fuimos. El caso es que llegamos al borde de una salida hacia una autovía, y allí había un autobús estacionado. Los últimos aficionados estaban subiendo dentro del bus. Por fin me sentí más aliviado y compré el billete. Justo cuando iba a entrar el en autobús, pensé que el camino sería largo, y me estaba orinando. Le comenté al hombre que me había vendido el billete mi problema, y me indicó una tienda cercana en la que podría encontrar un aseo.

El dueño de la tienda tenía un fino bigote engominado, y su aspecto era como el de esos actores de otra época que temen envejecer y cuyo rostro parece momificado. Al preguntarle por el aseo, por mi acento descubrió que yo también era español. Entonces recordé haberlo visto en un programa de televisión, de esos que hablan sobre la vida de compatriotas que viven en el extranjero. El hombre intentó retenerme para que le diese conversación, pero yo iba con prisa, así que no pude hacerle mucho caso. Cuando salí del aseo logré eludirle fácilmente, pues una señora mayor le preguntaba por una garrafa de vino. El tendero, añorando otros tiempos, se lamentó de que cada vez era más difícil vender vino a granel y sin etiquetar, ya que las normativas lo impedían.

Cuando salí de la tienda el autobús ya partía. Un gendarme hacía gestos con la mano al conductor para que avanzase deprisa, ya que el bus parecía interrumpir la circulacion, a esas horas muy congestionada.

En vano, hice toda clase de señales sin que nadie del autobús me viese. El bus partió sin mí y me dejó tirado al borde de esa carretera atascada de coches. Estaba visto que ese día, y en este sueño, no había forma de que yo pudiera viajar hasta Lille...

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