Siempre tuyo, Ramón
Foto por Adrien Leguay |
Desde aquellos recuerdos de mi infancia ha pasado mucho tiempo. Mi padre, viudo al poco de nacer yo —de mamá no me queda ni un solo recuerdo— me sacó adelante con gran esfuerzo y mucho viajar. Cada día, se batía el cobre de puerta en puerta ofreciendo toda clase de productos del hogar, en su mayoría pequeños electrodomésticos como aspiradoras, planchas, batidoras, y otros utensilios que hacían más llevaderas las tareas domésticas. Como vendedor de la puerta fría, se pasó toda su vida de localidad en localidad por toda España, así que se vio obligado a dejarme la mayor parte del tiempo al cuidado de mis abuelos. Puso todo su empeño, mi padre, en que me convirtiera en una mujer independiente y con una buena posición social, mucho mejor de la que él había tenido. Tan independiente forjó mi carácter que, ya de adulta, después de mi divorcio y tras retomar al completo el gobierno de mi vida, llegó a reprocharme en numerosas ocasiones que no le prestaba la suficiente atención. Resultaba paradójica aquella reclamación suya, ahora que había yo conseguido traspasar cualquier techo de cristal; con dos hijos pequeños, y mi puesto de alta ejecutiva en una importante multinacional, no me resultaba fácil coordinar mi apretada agenda con la atención que, de seguro, mi padre se tenía bien merecida. Cuando empezó a dejar de valerse por sí mismo y a confundir el sentido de la realidad, aunque mis hijos fueran ya todo unos adolescentes bastante autónomos, no me cupo más remedio que internarlo en una residencia de ancianos.
Una vez al mes, por lo menos, hago todo lo posible por ir a visitar a papá a la residencia. Si tengo que trastocar mi agenda lo hago, o suspender uno de mis frecuentes viajes al extranjero, eso sí, siempre que las circunstancias no sean apremiantes. Me dicen, quienes en la residencia atienden a papá, que insiste a todas horas en que le traigan papel y bolígrafo. Luego se pone a escribir compulsivamente, lo que parecen unas cartas que comienza con similar encabezado: «Querida Enriqueta», o «Querida Elena», o «Querida Rosalía». Es decir, tras el indefectible «Querida», aparece en todas las ocasiones un nombre de mujer. Me comunican también, en la residencia, que el contenido que a continuación escribe mi padre en esas cartas es ininteligible, un montón de líneas garabateadas sin aparente significado. Finalmente, papá termina sus imaginarias misivas con un «Siempre tuyo, Ramón».
Hace tres días que los de la inmobiliaria me trajeron un montón de cajas. Decidí poner en alquiler la casa de papá. Aparte de realizar los trámites y todo el papeleo, los de la inmobiliaria se han encargado de organizar la retirada de los enseres personales de mi padre. Como me falta tiempo, le pedí a mis hijos que echaran un vistazo a todo ese montón de cajas de su abuelo, y que todo aquello que consideraran mera porquería lo tiraran a la basura. Ya decidiría yo, cuando tuviera algo de tiempo, qué hacer con el resto de las pertenencias de papá; de momento, las cajas irían a parar a un trastero. De entre todas las cosas de mi padre, a mi hijo Luis le llamó la atención un lote de nueve cajas de zapatos atiborradas de cartas, metidas en sus respectivos sobres. Junto a la dirección aparecía escrito, en el remite de cada uno de esos sobres, un nombre de mujer: Enriqueta, Elena, Rosalía, Pilar, etcétera. Ya por mera curiosidad, anoté en un par de pósit la relación completa de los diferentes nombres de mujer: un total de 33 distintos, aunque, tras hacer un examen más detenido de las cartas, advertí que algunos de esos nombres, aun siendo idénticos, correspondían a diferentes mujeres: había dos Rosas, tres Cármenes, y cuatro Marías. En total, según mis cálculos y estimaciones, la relación completa de todas esas mujeres sumaba 39. Por supuesto, que la primera pregunta que me hice fue si cada uno de esos nombres correspondía a una amante de mi padre. Pero ¿cómo iba a ser eso posible, con el trajín laboral que el pobre siempre se trajo, que pudiera mantener tanta relación secreta y con tantas mujeres a la vez? Las acarameladas líneas no dejaban resquicio a ninguna duda: en aquellas cartas, todas y cada una de esas mujeres le dedicaban a mi padre palabras de amor.
«¡Ay, Ramón, mi Ramoncín, cuánto te estoy echando de menos! Cada día que pasa me hago la ilusión de que pronto volvamos a vernos», le escribe Enriqueta, en una carta fechada en Valladolid un 23 de marzo de 1974. En otra de las cartas, de febrero del mismo año, una tal Pepita de Oviedo le dice: «¿Sabes Ramón?: hoy mi marido me hizo un grande desprecio, porque según él las lentejas se me pegaron un poco. Bueno, un poco sí, pero no tanto. Ojalá él fuera más agradecido, como siempre lo eres tú». Carmen le reclamaba a mi padre en junio del año 1975: «Estoy cansada, Ramón, de no saber cuándo voy a volver a verte. Tal vez deberíamos dejar de vernos, pero sólo de pensarlo de no volver a verte me entran ganas de envenenarme con el veneno de matar las cucarachas o con algún otro que compre en la droguería. Soy una boba, perdóname, enseguida me arrepiento luego de tener estos pensamientos tan oscuros, sé que me tengo que conformar con lo poco que te veo. ¿Sabes ya cuándo vas a venir, Ramón?».
Sorprendente fue lo que le confesaba a mi padre una de las Marías, en el verano del 76: «Hoy el médico me ha confirmado que otra vez estoy embarazada. Estoy segura de que el niño es tuyo, pero no te preocupes Ramón, porque no creo que mi marido se vaya a enterar. Sólo espero y voy a rezar mucho a la Virgen para que no me vayas a dejar de ver por lo que te acabo de contar. Amado mío, me hace mucha ilusión saber que llevo un hijo tuyo dentro». Más impresionada me dejó aún la inequívoca revelación de que María no era la única a la que, por lo visto, mi padre había dejado encinta.
Aquellas evidencias han producido un efecto extraño en mí, a mitad de camino entre el asombro y cierta inquietud, por saber que varios medio hermanos míos paran por alguna parte. Me resulta tranquilizador, también, a la par que divertido, conocer al fin el secreto de tanto denuedo, el que mi padre ponía en esos papeles que escribía durante sus noches desveladas.
Cuando esta tarde volví a visitar a papá en la residencia no pude retener alguna lágrima, mientras lo veía escribir, tan apasionadamente como de costumbre, sus indescifrables líneas de amor...
Hace tres días que los de la inmobiliaria me trajeron un montón de cajas. Decidí poner en alquiler la casa de papá. Aparte de realizar los trámites y todo el papeleo, los de la inmobiliaria se han encargado de organizar la retirada de los enseres personales de mi padre. Como me falta tiempo, le pedí a mis hijos que echaran un vistazo a todo ese montón de cajas de su abuelo, y que todo aquello que consideraran mera porquería lo tiraran a la basura. Ya decidiría yo, cuando tuviera algo de tiempo, qué hacer con el resto de las pertenencias de papá; de momento, las cajas irían a parar a un trastero. De entre todas las cosas de mi padre, a mi hijo Luis le llamó la atención un lote de nueve cajas de zapatos atiborradas de cartas, metidas en sus respectivos sobres. Junto a la dirección aparecía escrito, en el remite de cada uno de esos sobres, un nombre de mujer: Enriqueta, Elena, Rosalía, Pilar, etcétera. Ya por mera curiosidad, anoté en un par de pósit la relación completa de los diferentes nombres de mujer: un total de 33 distintos, aunque, tras hacer un examen más detenido de las cartas, advertí que algunos de esos nombres, aun siendo idénticos, correspondían a diferentes mujeres: había dos Rosas, tres Cármenes, y cuatro Marías. En total, según mis cálculos y estimaciones, la relación completa de todas esas mujeres sumaba 39. Por supuesto, que la primera pregunta que me hice fue si cada uno de esos nombres correspondía a una amante de mi padre. Pero ¿cómo iba a ser eso posible, con el trajín laboral que el pobre siempre se trajo, que pudiera mantener tanta relación secreta y con tantas mujeres a la vez? Las acarameladas líneas no dejaban resquicio a ninguna duda: en aquellas cartas, todas y cada una de esas mujeres le dedicaban a mi padre palabras de amor.
«¡Ay, Ramón, mi Ramoncín, cuánto te estoy echando de menos! Cada día que pasa me hago la ilusión de que pronto volvamos a vernos», le escribe Enriqueta, en una carta fechada en Valladolid un 23 de marzo de 1974. En otra de las cartas, de febrero del mismo año, una tal Pepita de Oviedo le dice: «¿Sabes Ramón?: hoy mi marido me hizo un grande desprecio, porque según él las lentejas se me pegaron un poco. Bueno, un poco sí, pero no tanto. Ojalá él fuera más agradecido, como siempre lo eres tú». Carmen le reclamaba a mi padre en junio del año 1975: «Estoy cansada, Ramón, de no saber cuándo voy a volver a verte. Tal vez deberíamos dejar de vernos, pero sólo de pensarlo de no volver a verte me entran ganas de envenenarme con el veneno de matar las cucarachas o con algún otro que compre en la droguería. Soy una boba, perdóname, enseguida me arrepiento luego de tener estos pensamientos tan oscuros, sé que me tengo que conformar con lo poco que te veo. ¿Sabes ya cuándo vas a venir, Ramón?».
Sorprendente fue lo que le confesaba a mi padre una de las Marías, en el verano del 76: «Hoy el médico me ha confirmado que otra vez estoy embarazada. Estoy segura de que el niño es tuyo, pero no te preocupes Ramón, porque no creo que mi marido se vaya a enterar. Sólo espero y voy a rezar mucho a la Virgen para que no me vayas a dejar de ver por lo que te acabo de contar. Amado mío, me hace mucha ilusión saber que llevo un hijo tuyo dentro». Más impresionada me dejó aún la inequívoca revelación de que María no era la única a la que, por lo visto, mi padre había dejado encinta.
Aquellas evidencias han producido un efecto extraño en mí, a mitad de camino entre el asombro y cierta inquietud, por saber que varios medio hermanos míos paran por alguna parte. Me resulta tranquilizador, también, a la par que divertido, conocer al fin el secreto de tanto denuedo, el que mi padre ponía en esos papeles que escribía durante sus noches desveladas.
Cuando esta tarde volví a visitar a papá en la residencia no pude retener alguna lágrima, mientras lo veía escribir, tan apasionadamente como de costumbre, sus indescifrables líneas de amor...
¡Qué tierno que fuera correspondido y reviviera su pasión escribiendo hasta con la cabeza perdida! Lo que no sabemos es si ellas sabían lo de las otras 38 y cómo habrían reaccionado entonces. Me ha encantado leerte. Un abrazo Miguel
ResponderEliminar¡Ah, gracias Loles!... Me encantó, también, que lo leyeras. Un escritor sin lector es un ejercicio de tenacidad casi suicida. Pero ahí apareces tú, de vez en cuando, para aliviar mi terco empeño.
EliminarNo creo que las otras supieran nada de las otras 38; ya debía ser algo para ellas verlo de vez en cuando, y eso les debía conformar como para ir tirando. Vamos, como el obstinado escritor.
Un abrazo para ti también, Loles.